Una historia crítica de Los Ángeles, la metrópolis que mejor encarna la doble naturaleza utópica y distópica del capitalismo avanzado.
En 1900, Los Ángeles era un pueblo grande surgido de la nada en medio del desierto californiano. Hoy, es el tercer polo de actividad económica más importante del mundo después de Tokyo y Nueva York. Ninguna ciudad ha sido más amada y odiada al mismo tiempo. Para sus promotores, «L.A. lo reúne todo». Efectivamente: sol, capital (mucho capital), arquitectura icónica, multiculturalismo y diversidad, Bel Air, Hollywood, etc. Pero también crack, gangsta rap, violencia racial, policía privada, sinhogarismo masivo, desigualdad extrema y codicia. Los Ángeles, entre el paraíso y el vertedero posmoderno del sueño americano.
Escrito en 1990 y revisado en 2018, Ciudad de cuarzo es un clásico contemporáneo imprescindible de la sociología urbana, en el que Mike Davis reconstruye la historia sombría de Los Ángeles y disecciona el rol y los juegos de poder de sus protagonistas: las élites de la promoción inmobiliaria, las viejas dinastías propietarias de Los Angeles Times, el mundo de la cultura, los habitantes marginalizados de los suburbios, los inmigrantes, la Iglesia, la famosa LAPD (policía de Los Ángeles), etc. Una obra fascinante en la que vislumbrar nuestro propio futuro reflejado con una claridad aterradora.
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Fragmento del libro de Mike Davis “Ciudad de cuarzo”. Publicado por Arpa. Se publica con autorización de Océano.
Mike Davis (1946-2022) fue un historiador, geógrafo, teórico urbano y activista político. Nacido y criado en los suburbios del sur de California, donde su trabajo como camionero le acercó al movimiento obrero, Davis fue un historiador activista con una inclinación marxista sin paliativos. Sin embargo, incluso para quienes no coinciden políticamente con él, su obra sobre el poder y las clases sociales es de lectura obligada para los estadounidenses.
Prólogo
La vista desde los futuros ya pasados
El mejor lugar para contemplar el LA del próximo milenio son las ruinas de su futuro alternativo. Si uno se sitúa sobre los tenaces cimientos de piedra del Centro de Reuniones de la ciudad socialista de Llano del Río —la antípoda utópica del «Los Ángeles: siempre-funciona-todo»—, a veces alcanza a ver el elegante descenso nal del transbordador espacial hacia el lago seco de Rogers. En el horizonte se difuminan los hangares de la Planta del Ejército del Aire, donde se montan los bombarderos espías (cada uno con un coste equivalente al de 10,000 unidades de viviendas públicas) y otros últimos caprichos, todavía secretos, del Apocalipsis. Más cerca, tras unos pocos kilómetros de matorrales con alguna que otra sorprendente yuca —el árbol de Josué—, se encuentra la avanzadilla de las áreas residenciales, que van aproximándose, con los adosados en vanguardia.
Para su unión nal con la metrópolis, el desierto alrededor de Llano ha sido preparado como una novia virgen: cientos de kilómetros cuadrados de espacio vacío y compartimentado listos para recibir a futuros millones de habitantes; con extrañas, proféticas placas que señalan esquinas fantasmas como «calle y Avenida K». Incluso se inspecciona con cautela el misterioso seno de la falla de San Andrés, justo al sur de Llano, sobre una ominosa escarpa, en busca de emplazamientos para casas de diseño. La música nupcial la proporciona la conmoción diaria de 10,000 vehículos que atraviesan como el rayo la autopista Pearblossom, el tramo de asfalto de dos carriles más mortífero de California.
Cuando los primeros colonos de Llano, ocho muchachos de la Liga Juvenil Socialista del Pueblo, llegaron por primera vez en al Plymouth de la Comunidad Cooperativa, esta parte del desierto de Mojave, mal llamada valle del Antílope, estaba poblada por unos pocos miles de rancheros, mineros del bórax y trabajadores del ferrocarril, además de algunos guardias armados para proteger de sabotajes el acueducto recién construido. Entonces Los Ángeles era una ciudad de 300,000 habitantes (la población que hoy tiene el valle del Antílope), y su perfil más urbano, visible ahora desde Llano, se encontraba en el nuevo barrio de Hollywood, donde D. W. Grifth y su multitudinario equipo estaban terminando una fábula épica sobre el Ku Klux Klan, El nacimiento de una nación. En su marcha de un día entero conduciendo desde el Templo del Trabajo, en el centro de Los Ángeles, hasta Llano, a través de kilómetros de camino para carros, los jóvenes militantes fueron pasando en sus camionetas Ford-T rojas frente a montones de carteles, en medio de campos de remolacha y huertos de nogales, que anunciaban la inminente parcelación del valle de San Fernando (propiedad de los más ricos de la ciudad y anexionado el año siguiente, como culminación de la «conspiración del agua» que Polanski recreó en Chinatown).
Tres cuartos de siglo más tarde, 40,000 oficinistas del valle del Antílope se arrastran cada mañana con los parachoques tocándose por el atasco que atraviesa Soledad Pass, en dirección a sus remotos trabajos, bajo el cielo contaminado de un valle de San Fernando hiperdesarrollado. La parte superior de Mojave, que fue durante breve tiempo un Desierto Rojo, en el momento de apogeo de Llano (1914-1918), se ha convertido en los últimos cincuenta años en el patio de juegos favorito del Pentágono. El ejército de Patton se entrenó aquí para enfrentarse a Rommel (aún se distinguen las rodadas de los viejos tanques) y Chuck Yeager rompió por primera vez la barrera del sonido sobre el valle del Antílope en su avión cohete Bell X-l. Bajo los casi 30,000 kilómetros cuadrados de bóveda azul de R-2508 —«el espacio aéreo más importante del mundo»— siguen entrenándose 90,000 militares cada año.
Pero a medida que el suelo urbanizable ha ido desapareciendo a lo largo de las llanuras costeras y las cuencas interiores y la creciente inflación ha limitado el acceso a viviendas nuevas a menos del 15% de la población, el desierto militarizado se ha convertido de pronto en la última frontera del sueño del sur de California. Con precios cien mil dólares más baratos que los del valle de San Fernando (el área residencial arquetípica de los años cincuenta), el valle del Antílope casi ha doblado su población durante la última década y se espera un cuarto de millón de nuevos habitantes para 2010. Solo en 1998 se comenzó la construcción de 11,000 nuevas viviendas. Puesto que la base económica del valle, sin contar a los agentes inmobiliarios, se nutre casi exclusivamente de aislados complejos militares de la guerra fría —la base Edwards de la Aviación y la Planta (que incluyen en conjunto unos 18,000 empleados civiles)—, la mayoría de los nuevos propietarios pasará directamente a aumentar el atasco de cada día en la autopista.
El modelo de urbanización es el que el crítico Peter Plagens ha llamado «la ecología del mal». Los promotores no construyen viviendas en el desierto —esto no es Marrakech, ni siquiera Tucson—, se limitan a limpiar, igualar y pavimentar, conectan algunas tuberías con el río artificial de la zona (el acueducto de California, con subvención oficial), construyen un muro de seguridad y enchufan el «producto». Para los promotores (diez o doce grandes compañías con sede en sitios como Newport Beach y Beverly Hills), con experiencia de generaciones en desarrollar los huertos de cítricos del condado de Orange y del valle de San Fernando, el desierto no es más que otra abstracción de los signos del dólar y la suciedad. Las excavadoras están transportando hacia el olvido la maravilla natural más importante de la región, un bosque de árboles de Josué con ejemplares de nueve metros de altura y que fueron contemporáneos de Guillermo el Conquistador. Para los promotores, los magníficos árboles de Josué, exclusivos de este desierto, no son más que unos enormes e incómodos arbustos, inapropiados para crear la ilusión de hogares ajardinados. Como explicaba el responsable de Vivienda Harris: «Es un árbol muy raro. No es un árbol bonito, como el pino o algo así. A la mayor parte de la gente no le importan nada los árboles de Josué».
Con semejante malevolencia hacia el paisaje, no sorprende que los promotores también nieguen al desierto cualquier concesión onomástica. En los folletos dirigidos a los compradores o a los inversores asiáticos, han empezado a referirse eufemísticamente a la región como «el condado del norte de Los Ángeles». A sus pequeños envases para un estilo de vida Chardonnay, de color pastel, con aire acondicionado y mucha agua, los bautizan con marcas aromáticas como Fox Run, Mardi Gras, Bravo, Cambridge, Sunburst, Nuevos Horizontes y otras semejantes. Lo más extravagante son las comunidades valladas fabricadas por Kauftnan y Broad, los constructores que se hicieron famosos en los setenta al exportar bulevares de Hollywood a las afueras de París. Ahora han traído Francia (o, más bien, casas californianas travestidas a la francesa) de vuelta al desierto, dentro de mini-extrarradios fortificados, con césped lujurioso, matorrales europeos, falsos tejados de mansarda y nombres característicos de nuevos ricos, como «Chateau».
Pero Kaufman y Broad se limitan a poner de manifiesto el método que subyace bajo la aparente demencia del desierto urbano de Los Ángeles. Los árboles de Josué desechados, el despilfarro irresponsable de agua, los muros claustrofóbicos y los nombres ridículos constituyen tanto una polémica con el urbanismo incipiente como una agresión a una naturaleza en peligro. La lógica utópica (literalmente, no-lugar) de su parcelación en áreas esterilizadas desprovistas de naturaleza e historia, planificadas únicamente para el consumo privado de las familias, evoca buena parte de la evolución del sur de California y su construcción de viviendas en serie. Pero los promotores no se limitan a volver a empaquetar el mito (la buena vida de las áreas residenciales) para la nueva generación, también dan pábulo al nuevo y rampante miedo a la ciudad.
La ansiedad social, como le gusta recordarnos a la sociología urbana, no es otra cosa que la dificultad para asimilar los cambios. ¿Pero quién ha previsto o ha asimilado la escala del cambio en el sur de California a lo largo de los últimos quince años? La galaxia urbana bajo la influencia de Los Ángeles, que se extiende ya desde los hogares tipo club de campo de Santa Bárbara hasta las cabañas coloniales de Ensenada; hasta el límite de Llano en la parte superior del desierto y el valle de Coachella hacia abajo; con una superficie construida que equivale aproximadamente al tamaño de Irlanda y un producto interior bruto mayor que el de la India, es la metrópolis de crecimiento más acelerado en el mundo industrializado. Su población actual es de quince millones, comprende seis condados y una porción de la Baja California, y se agrupa en torno a dos megacentros (Los Ángeles y San Diego-Tijuana) y una docena de grandes centros urbanos en expansión; se prevé que, para la próxima generación, la población aumente en siete u ocho millones. La inmensa mayoría de estos nuevos habitantes no serán anglosajones, lo que alejará aún más el balance étnico de la hegemonía de los wasp (anglosajones blancos y protestantes) y lo inclinará hacia la diversidad multiétnica del próximo siglo. (Los anglosajones se convirtieron en minoría en el condado y la ciudad de Los Ángeles durante los ochenta, como lo harán en el estado antes de 2010).