#NOVEDADESEDITORIALES

Democracia y cuidado • Joan Tronto

Mercados, igualdad y justicia. El cuidado en el centro de la vida humana.

Escrito en OPINIÓN el

Las personas se enfrentan a un déficit del cuidado: tenemos demasiado trabajo, hay demasiadas exigencias, no tenemos tiempo suficiente para poder cuidar adecuadamente a los niños, la gente mayor, y a nosotros mismos. Al mismo tiempo, la implicación en la política en muchos países del mundo llega a bajos históricos, aunque debería ayudarnos a cuidar mejor, la vemos como algo lejano. Democracia y cuidado argumenta que necesitamos repensar la democracia, así como nuestros valores y compromisos fundamentales, desde una perspectiva cuidadora.

Joan Tronto argumenta que debemos revisar cómo el género, la raza, la clase y el mercado desvían el trabajo de cuidados, y pensar la libertad y la igualdad desde la perspectiva de hacer los cuidados más justos. La idea de que la producción y la economía son la principal preocupación humana y política ignora la realidad: el cuidado está en el centro de la vida humana, pero actualmente está fuera de la política. Democracia y cuidado busca las razones de esta desconexión y argumenta a favor de hacer del cuidado el punto central de la política democrática.

Fragmento del libro de Joan C. TrontoDemocracia y cuidado. Mercados, igualdad y justicia”. Prólogo de Iris Parra Jounou. Traducido por Jean-François Silvente. Publicado por Rayo Verde, Se publica con autorización de Océano.

Democracia y cuidado | Joan Tronto

#AdelantosEditoriales

 

Prólogo

Quizás aún no sea demasiado tarde

«Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiem pos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo». Así empezaba a mediados del siglo xix la conocida novela de Charles Dickens Historia de dos ciudades. Hoy día podríamos subscribir la cita casi palabra por palabra, aunque el contexto dista bastante del de entonces. Se sabe que llevamos años arrastrando una dinámica que combina crisis económicas cíclicas, preocupación por el caos climático, conflictos políticos —armados o no—, el empuje de los movimientos sociales —feministas, ecologistas, antirracistas, de liberación y demás— y la desafección política de la mayoría de la población, jun­ to con una respuesta de repliegue conservador y un más que aparente crecimiento de la extrema derecha y del autoritarismo por todo el globo. Convivimos a la vez con relatos que nos brindan una percepción distópica del mundo y con relatos que enaltecen el optimismo consumidor del capitalismo. Podemos decir, pues, que es el mejor de los tiempos, y también es el peor.

Ante este conjunto de interpretaciones de la realidad en tensión —que en última instancia es una de las batallas discursivas y políticas de nuestra década—, ahora que se nos insinúa de nuevo que la justicia social es un invento de la izquierda, es el momento perfecto para re­ definir conceptos como justicia, libertad e igualdad bajo las premisas contemporáneas, recordar de dónde surgen y qué papel tienen en nuestras comunidades. Marge Piercy, teórica y escritora de ficción especulativa femi­ nista y anarquista, dijo: «Las utopías vinieron del deseo de imaginar una Sociedad mejor, cuando nos atrevimos a soñarlo. Cuando consumimos nuestra energía política defendiendo derechos y proyectos ya conquistados que hoy están bajo amenaza, queda mucha menos energía para imaginar sociedades futuras plenamente detalladas en las que nos gustaría vivir». De la mejor manera posi­ble, añadiría. ¿No es justamente ese el punto en el que estamos? Hay que seguir insistiendo en que la justicia social es una utopía irrenunciable.

Joan C. Tronto, teórica política estadounidense, es una de las voces más consolidadas de la ética del cui­ dado, y se toma como fundamento teórico de muchas investigaciones en temas tan variados como la mejora de la atención sanitaria, el diseño de políticas públicas, la creación de instituciones más democráticas, las bases de las economías feministas, la adaptación del urba­nismo, la arquitectura y las artes hacia un mayor bien­estar de las poblaciones, por citar solo algunas. Hace muy poco ha sido galardonada con el Premio Benjamin E. Lippincott que otorga la Asociación Americana de Ciencias Políticas en reconocimiento al trabajo de cali­dad excepcional y de influencia duradera de un teórico político vivo. Es, en definitiva, uno de los pilares para pensar las relaciones entre la ética y la teoría política contemporáneas.

¿Por qué considero que la traducción de este libro es un hito importante? En primer lugar, porque se salda una deuda con el público iberoamericano, y se rompe una cuasimaldición que flotaba sobre los intentos falli­dos previos de publicarla en español. En segundo lugar, porque, aunque el cuidado ha sido puesto en el centro de mira de las políticas poscovid y ha pasado a ser un elemento que cotiza al alza —con el consiguiente abuso por parte de las estrategias de márquetin de las grandes corporaciones—, la realidad es que sigue siendo un dis­ curso y un conjunto de teorías minoritarios en las dis­tintas disciplinas que lo abordan. Por ello, cada nuevo libro que se traduce y que agranda el corpus disponible es motivo de celebración, y más cuando se trata de uno imprescindible. Qué bien que por fin hayamos puesto sobre la mesa temas tan relevantes como la desigualdad, la interseccionalidad entre los distintos ejes de opre­sión, el grito a favor de una sociedad atenta y solícita; que metamos el dedo en la llaga y confrontemos las estructuras de privilegio. Y, sobre todo, que pensemos colectivamente en nuevas formas de organizarnos que nos permitan una vida buena. Que recordemos que «ser ciudadano en una democracia implica preocuparse por los ciudadanos y por la democracia misma».

Tronto nos habla en este libro de una «historia de dos déficits» de forma clara y amena: el déficit de cui­ dados y el déficit democrático. Para ella, no pueden comprenderse el uno sin el otro: son dos caras de una misma moneda. Pero, lejos de quedarse en esta lúcida ectura, también nos ofrece un conjunto de claves para repensar las relaciones entre cuidado y democracia, así como nuestros modelos de vida; e invita a todo el mun­do a sentarse y decidir conjuntamente hacia qué futuro vamos a dirigirnos. Nos anima a actuar políticamente; ahora que flaquean las fuerzas, nos vuelve a insuflar esperanza. «Conservo la esperanza en las posibilidades políticas que nacen de las visiones de unas sociedades más cuidadoras y más justas». Y la esperanza nunca sobra­.

Hace ya años que reivindicamos que existe un déficit de cuidados, aunque no siempre lo hayamos nombrado así. Se ha hablado durante décadas de una Europa que envejece a marchas forzadas, de las manifestaciones por la sanidad pública y la marea blanca, de las huelgas de profesionales de la educación, de la fuga de cerebros, de las condiciones de los trabajadores de cuidados in­formales, de los patrones migratorios y jerárquicos que subyacen en estos empleos, de la explotación de ciertos colectivos, de la infravaloración de las mujeres, entre otros. Ya iba siendo hora de que el cuidado formara parte del discurso público; de que abandonáramos el mito del hogar. Por otro lado, el déficit democrático es uno de los jinetes del Apocalipsis que cabalga como amenaza de boca en boca, como una sombra, y que podemos definir como la incapacidad de los gobiernos de manifestar los valores reales, las ideas y las necesi­dades de los ciudadanos. Las sociedades liberales han acabado por confundir la política con una dimensión de la economía, pero no todo en la vida se reduce a la producción económica.

Si el cuidado ya no pertenece a lo privado, si damos por hecho que no es natural ni puede convertirse en una simple mercancía más, sino que hay que respon­sabilizarse de él colectivamente, entonces cualquier re­volución en las instituciones y las prácticas encargadas del cuidado precisará de una revolución paralela en las instituciones y las prácticas políticas y sociales. Y ello implica desembarazarse de los privilegios adquiridos por motivos de género, etnia, religión y clase social. Dicho de otro modo: hay que repensar el papel de la política democrática. El cuidado supone un reto para la democracia por su naturaleza desigual, particularista y plural. Si las responsabilidades de cuidado deben estar en el centro de las agendas políticas democráticas, es decir, si entendemos que la función de la democracia no es solo la de sostener la economía, sino también la de asignar responsabilidades de cuidado equitativamente, tenemos que adentrarnos en una nueva comprensión tanto del cuidado como de la democracia. No podemos mantener una sociedad democrática sin una concep­ción pública del cuidado.

A estas alturas, ya debe de haber quedado claro que este libro toma una posición claramente feminista, an­ tirracista y con conciencia de clase. Los ejemplos que plantea son en gran medida deudores del contexto estadounidense, porque es el entorno inmediato de la autora. Sin embargo, la fuerza de su análisis es igual­mente válida en otros contextos particulares como los nuestros. Por todo ello, aposté fuerte por su traduc­ción y estoy muy agradecida a Rayo Verde por hacerlo posible. Siempre he considerado que crear discurso en nuestro idioma amplía los límites de lo decible. Cierro con unas palabras dirigidas a la autora de parte de una lectora atenta: Joan, lo hicimos, por fin han surgido movimientos de masas para mejorar el cuidado.

Iris Parra Jounou

Otawa, septiembre de 2023

Prefacio

En mi libro anterior, Moral Boundaries: A Political Ar­ gument for an Ethic of Care, declaré que el mundo sería muy diferente si pusiéramos el cuidado en el centro de nuestras vidas políticas. Desde entonces, no ha surgi­do ningún movimiento de masas para mejorar el cui­dado, a pesar de los sucesivos intentos en este sentido por parte de académicos y activistas (Engster 2010; Stone 2000). Aun así, a pesar de los cambios en el marco feminista dentro del cual se formuló el debate original, a pesar de la profunda inseguridad que causa­ ron los ataques terroristas y la continua globalización impuesta por el neoliberalismo, sigo siendo optimista respecto de las posibilidades políticas que emergen de la concepción de unas sociedades más cuidadoras y más justas. En este libro planteo diferentes maneras de in­terpretar las nociones de «democracia» y de «cuidado» para crear tales sociedades. Sostengo que, a pesar de la gran cantidad de debates sobre la naturaleza de la teoría, la política y la vida democráticas, nada mejo­rará hasta que las sociedades resuelvan cómo colocar las responsabilidades del cuidado en el centro de sus agendas políticas.

Este argumento no parecerá ajustarse al contexto de la teoría política democrática más reciente. Muchos teóri­cos políticos han dedicado sus últimos trabajos a demos­trar hasta qué punto las democracias liberales modernas se han vuelto antidemocráticas y brutales, y con qué frecuencia los regímenes democráticos liberales acaban reduciendo a algunas personas a una «mera vida». Otros se han preocupado más por formas de describir el conflicto en la vida política: ¿es la democracia agonal? ¿Es la discrepancia deliberativa un modo más prometedor de reflexionar sobre política? Y hay aún otros que buscan una forma de juicio democrático que reubique nuestras reflexiones políticas en la dirección correcta. Aunque estas cuestiones son importantes y merecen atención, pasan por alto que la vida política democrática tiene que ser sobre algo. En este libro propongo que pensar en el cuidado en su forma más amplia y pública, como un modo de asignar responsabilidades por parte de una sociedad, ofrece una oportunidad sustancial para reabrir el cerrado sistema político, que se presenta, sobre todo, como un juego al sincero interés de la ciudadanía.

Este libro gira en torno de una idea. La idea surge a partir de una palabra que tiene un gran peso: «cuidado»­. «Cuidado» tiene muchos significados, puede denotar tanto amor como recelo. Aun así, siempre indica una acción o una disposición, un tender la mano. ­Cuando la utilizamos en sentido reflexivo, como en «me ­cuido», ­significa que nos concebimos como agente y sujeto ­pasivo de la acción. «Cuidado» expresa relación. La empleamos­ para manifestar nuestras convicciones más profundas, como cuando decimos «yo cuido de los delfines». Los publicistas la utilizan de un modo banal para conse­guir que nos guste una empresa determinada y sigamos comprando sus productos, como en «McDonald’s te cuida».

Intentaré exponer la idea de este libro de la mane­ra más sencilla posible: formar parte de la ciudadanía en una democracia significa cuidar de otras personas tanto como de la propia democracia. Denomino a esta práctica «concuidar». La ciudadanía, igual que el cuida­ do, es tanto una expresión de respaldo —por ejemplo, cuando el Gobierno ofrece su apoyo a quienes necesitan cuidados— como de carga —la carga de colaborar en mantener y preservar las instituciones políticas y la co­munidad—. De hecho, el compromiso con este tipo de cuidados democráticos requiere de una ciudadanía que piense detenidamente sobre sus responsabilidades para con ella misma y para con otras personas. Y requiere que conciba la política no solo como una contienda electoral, sino como una actividad colectiva que guíe a la nación hacia el progreso. Si bien John Maynard Keynes tenía razón cuando decía que «en el largo plazo, estamos todos muertos» (Keynes 1992: 97) también es cierto que la gente siempre está moldeando el futuro con sus actos. Cuidar el futuro de la democracia no es una tarea sencilla. Además, ya es obvio que el concepto de «democracia» que utilizo no solo la concibe como un sistema de intereses colectivos y de elección de líde­res políticos. Aun así, y por motivos que detallaré más adelante, no voy a centrarme en presentar un informe alternativo completo sobre la vida y la práctica demo­cráticas. Creo que ello compete a la ciudadanía.

Durante unos treinta años ejercí la docencia en el Hunter College, cuyo lema es Mihi cura futuri. En Hun­ ter lo traducíamos libremente por «El futuro está en mis manos» o, de forma aún menos literal, «Cuidar el futu­ro». Hasta 2003, la mayoría pensábamos que esta frase era un ejemplo del tipo de latín inventado que se hizo popular en el siglo xix, «una ocurrencia de algún pe­dante del siglo xix», como decíamos en la ­universidad. Una estudiante de clásicas, Jillian Murray, descubrió que la frase era de un latín genuino: aparece en el libro XIII de las Metamorfosis de Ovidio. Cuando Ulises y Áyax discuten sobre quién debería quedarse con la armadura de Aquiles, Ulises establece esta antipática comparación con su oponente: «Tú tienes una diestra­ eficaz en la batalla, pero una inteligencia que necesita ser guiada por mí; tú ejercitas la diestra sin pensar, yo me preocupo por el futuro [mihi cura futuri]». Ejercitar «la diestra sin pensar» puede conducir al éxito a corto plazo, pero si se trata de velar por el futuro, entonces conviene actuar de un modo diferente. Así lo declara Ulises cuando afirma que él es el auténtico sucesor de Aquiles.

Vivimos unos tiempos en los que demasiados líderes ejercitan «la diestra sin pensar». No obstante, quiero centrarme en un aspecto crucial de esta actitud irreflexiva que se suele pasar por alto: ¿qué ha sucedido con nuestro interés por el cuidado? ¿A qué se debe que muchos aspectos de la vida en general y de la política en particular se hayan convertido en discusiones sobre el egoísmo, la codicia y el beneficio? ¿Cuál es la razón de que el lenguaje de la economía haya reemplazado todas las otras formas de lenguaje político?

Aquí es donde la palabra «cuidado» aumenta su car­ga. Como argumentaré en lo sucesivo, el fallo está tanto en que hemos perdido de vista la otra cara de la exis­ tencia humana como en el mundo de la «economía». Aparte de nuestros roles económicos como trabajadores y consumidores, las ciudadanas y los ciudadanos vivi­mos en otros dos ámbitos: en el mundo del cuidado íntimo de nuestro hogar, nuestras familias y nuestros círculos de amistades, y también en el de la política. En este libro afirmo que hemos malinterpretado esta última como si fuera parte del mundo de la econo­mía. En cambio, la política ha estado históricamente, y debería estar de forma legítima, más cerca de algo que concebimos como parte de nuestra vida doméstica: el ámbito del cuidado. A pesar de las críticas feministas sobre el «pensamiento maternal» (por ejemplo, Dietz 1985) —y que conste que ni yo ni quienes abogan por el «pensamiento maternal» defendemos que el interés político y el doméstico sean lo mismo—, existe una buena razón por la que los intelectuales políticos suelen comparar a las familias con las formas de gobier­no. Ambas representan unas instituciones basadas en unos vínculos diferentes a los que surgen cuando la gente persigue su propio interés. En una democracia, la política necesita de nuestros cuidados, y nosotros deberíamos esperar del Estado alguna clase de respal­do en todas nuestras actividades cuidadoras. Nosotros nos preocupamos por el Gobierno y él se preocupa por nosotros.

El gran reto de la vida democrática consiste en mantener la producción económica —la cual produce desigualdad— y al mismo tiempo reconocer a todo el mundo como participante de la sociedad en igualdad de condiciones. Desde que los debates democráticos comenzaron a resurgir a finales del siglo xviii, este peligro —el de que la ciudadanía demócrata no quiera trabajar tanto como para producir lo necesario para que todo el mundo pueda vivir bien— no ha dejado de con­dicionar nuestro subconsciente político. La coacción a los trabajadores y las trabajadoras, la «esclavitud del salario» de los primeros anticapitalistas, produjo el no­ table crecimiento del capitalismo. El capitalismo es un sistema orientado a producir una riqueza extraordinaria y, como dijo Karl Marx, uno de los cometidos más im­portantes del Estado ha sido el de apoyar el crecimiento y la expansión del capital. Sin embargo, así como gran parte de la vida pública se ha centrado en la producción y el crecimiento económicos, otros intereses igualmente importantes han quedado relegados a un segundo plano; esto es, que los seres humanos no solo necesitan producir, sino también vivir unas vidas llenas de sen­tido. Lo intrigante de este desarrollo es que, cuando la vida económica dejó atrás la vida familiar y la sub­sistencia, las tareas del cuidado y de producir sentido también fueron relegadas en el ámbito familiar. A me­ diados del siglo xviii proliferaron los debates en torno al papel de los hombres como ciudadanos productivos. Intelectuales como Adam Ferguson (2010 [1767]) se manifestaron en contra de que el nuevo centro de aten­ción fuera el bienestar económico. Dijo que interesarse tan solo por el propio bienestar económico «afemina». Cuando la producción económica se distanció de lo doméstico, a estas «esferas separadas», la del cuidado familiar y la del puesto de trabajo lejos de casa, tam­bién se les aplicó un género. Y el resultado final es que el «cuidado» pasó a ser una tarea secundaria para un Estado centrado en la economía.

En este libro no presentaré una historia sobre cómo se desarrolló este desequilibrio, sino que describiré cómo compensarlo en un país democrático. Para ser concisos, diré que es necesario que la ciudadanía se tome en serio la responsabilidad de «concuidar». «Con­ cuidar» no es lo mismo que centrarse solo en el interés propio, sino que tiene que ver con el interés propio, pero también con el colectivo a largo plazo. Para lle­varlo a cabo es necesario un cambio en los valores de la ciudadanía. Requiere que esta se preocupe lo suficiente por el cuidado —tanto en el aspecto personal como en el de sus conciudadanos—, para poder aceptar que lleva la carga política de preocuparse por el futuro. Ese futuro no se centra solo en la producción económica, sino también en el interés por los valores de libertad, igualdad y justicia. Ese futuro no se centra solo en uno mismo, su familia y sus amistades, sino también en aquellos con quienes discrepamos, así como en el mun­do natural y nuestro lugar en él. Ese futuro precisa que reflexionemos honestamente sobre el pasado y acepte­mos algunas cargas y responsabilidades que han sido apartadas o ignoradas, y que nos percatemos de que, si reconsideramos estas responsabilidades, la democracia funcionará de un modo más justo.

Preocuparse por la democracia y cuidar de ella es una tarea que atañe a toda la ciudadanía, y no es fácil. Sin embargo, cuando esta se involucra en «concuidar», aun­ que muestre discrepancias sobre ello y debata sobre el mejor modo de proceder, un solo resultado de su com­promiso supondrá una mayor confianza mutua y, por lo tanto, una mayor capacidad de preocuparse por este propósito colectivo, esta res publica, esta cosa pública. Este libro establece los motivos por los que tenemos que cambiar nuestros valores en tal sentido. Nuestro éxito o nuestro fracaso dependerá del pensamiento y la acción que se desprendan de esos motivos.

Cuando Bill Clinton aspiraba a ser presidente, colgó una famosa frase en la sede de su campaña que rezaba: «Es la economía, estúpido». Pero más allá de la excesi­vamente simplista definición de la democracia como unas elecciones periódicas en las que los partidos com­piten, sobre todo, para atraer la atención del electora­do potencial, la vida diaria de la gente no se compone de problemas como «la economía», sino, más bien, de la ausencia de empleo, de una asistencia sanitaria in­adecuada, del tiempo privado dedicado al trabajo, de cómo poder cuidar a los familiares mientras intentan equilibrar el cuidado con las obligaciones laborales, etc. A medida que los representantes ­políticos presio­nan para cumplir sus agendas con las que la ­población votante no se siente implicada, esta se desinteresa cada vez más por sus jueguecitos. Esos juegos cínicos se transforman en un círculo vicioso que conduce a una obscena serie de malas artes como sustituto de la polí­tica genuina. Los votantes dejan de creer en el sistema, pero, como su papel no deja de ser marginal, jugar con su ausencia en el ámbito político se convierte en una forma de conseguir la victoria. Cuantos más votantes se mantengan fuera del sistema, más fácil será regularlo y controlarlo por medio de las técnicas de las campañas electorales que sirven a los intereses de ­quienes han sido elegidos, quienes, a su vez, sirven a aquellos que forman parte del costoso sistema de campaña.

Al escribir este libro me propongo derivar la cuestión de la vida política desde unas consideraciones abstractas sobre «la economía» hasta un modo de enfrentarse de verdad con las auténticas vidas de las personas, lo cual siempre estará más cerca del estilo de vida real de estas. Lo que no hago es pormenorizar una serie de prescripciones sobre cómo se deberían asignar las responsabilidades. La teoría democrática ha señalado a menudo la ironía de los teóricos que intentan prescribir conclusiones para el demos, el pueblo, al mismo tiempo que discuten sobre cómo dar el poder a la gente. Más adelante quedará claro cuáles son las políticas que considero convenientes. No es indispensable aceptar los detalles de mis descrip­ciones y mis prescripciones para congeniar con el planteamiento general que propongo: que la vida política consiste, en última instancia, en asignar responsabilida­des ­relativas al cuidado, y que todas las relaciones y las personas comprometidas con ello deben ser parte del discurso político. Ser demócrata requiere confiar plena­mente en las personas, quienes, estando bien informadas y comprometidas con los valores democráticos, tomarán decisiones coherentes con esos valores.

Es todo un reto. Los datos de los que dispone la ciencia sugieren que la ciudadanía se interesa muy poco por la política y la desconoce en gran medida. Hoy en día, muchos teóricos democráticos reconocen que exis­te una gran confusión sobre los valores democráticos, que son reducidos demasiado a menudo a unas simples citas o palabras, como «elegir», «derechos» o «libertad». Ahora mismo, sería difícil confiar a las mayorías de­mocráticas la tarea de emitir juicios sensatos sobre los valores democráticos. No obstante, si, como teóricos democráticos, somos capaces de describir y analizar la política a un nivel que resulte significativo para la vida diaria de las personas, y si conseguimos eliminar parte de las influencias corruptas que afligen a la «política», entonces sería posible desarrollar una cierta confianza destinada al criterio colectivo ciudadano. El cuidado facilita llevar estas discusiones hasta un punto de com­penetración con las auténticas experiencias y diferencias que componen la vida de la gente.

Al manifestar que la propia política democrática se interesa cada vez más por las instituciones y las prácticas del cuidado, intento vincular este con la demo­cracia. Pero hay otra parte igual de importante: la propia ­democracia, como forma de gobierno basada en la participación de la ciudadanía, requiere cuidado. Un Estado democrático en el que la ciudadanía no se interese por la justicia, por su papel en el control de los gobernantes y por la propia normativa legal, dejará de ser una democracia en poco tiempo.

Espero que no se me malinterprete. Vivimos una época en que «política» tiene un significado tan distor­sionado y vacío que tal vez parezca que estoy sugiriendo que debería ser algo así como el cuidado familiar, que una nación debería parecerse a una gran familia feliz, que reflexionar sobre el cuidado elimina o mitiga el conflicto. En absoluto. Reflexionar de verdad sobre la naturaleza del cuidado, aunque sea unos minutos, re­vela su complejidad. Las relaciones de cuidado suelen ser relaciones de desigualdad y representan un desafío inmediato a cualquier compromiso con la igualdad de­mocrática. La gente tiene ideas diferentes sobre lo que es un buen cuidado; cualquier concepción que no sea plural acabará imponiendo un mal cuidado a según qué personas, vulnerando así su libertad. Aunque hay quien ha querido llamar la atención sobre ciertos intentos de formar un interés colectivo por el cuidado a modo de un insidioso «Estado niñera», más allá de esta etiqueta despectiva parece claro que, dadas las complejidades de la sociedad moderna, muchos de los requerimientos para un buen cuidado exceden la capacidad de las per­sonas y sus familias para satisfacerlos. La cuestión no es si las responsabilidades del cuidado se asignarán de un modo más amplio, sino cómo. La cuestión no es si las sociedades democráticas tienen que pensar en atender sus responsabilidades de cuidado sin apoyarse solo en la familia, sino cómo lo hacen en la actualidad y si estas son las mejores formas de alentar a la ciudadanía de­mocrática. Replantear el cuidado a una escala tan enor­me requiere no solo que reevaluemos las interacciones humanas, sino también que la ciudadanía reflexione, como demócrata, sobre su lugar en una sociedad global y en un planeta cada vez más frágil.

Así pues, este libro describe un modo de reformular lo que entendemos por «política democrática». Dado que soy estadounidense y estoy familiarizada con los dilemas relacionados con el cuidado tal y como se ma­nifiestan en mi sociedad, la mayoría de mis ejemplos proceden de esta realidad. No obstante, mi intención es que el planteamiento general se pueda extrapolar a muchos contextos dispares. En efecto, si estoy en lo cierto sobre la intensidad de los problemas relaciona­dos con el cuidado que la economía contemporánea ha creado, en última instancia solo tendrán éxito aquellas soluciones que transciendan las naciones consideradas a título individual.

Espero que este libro resulte interesante a los y las especialistas de la política democrática, a quienes se preocupan por el cuidado, así como a la ciudadanía corriente que se siente desconcertada por lo erróneas que demuestran ser nuestras formas de considerar lo que es importante para nosotros. Los seres humanos co­mienzan y terminan sus vidas dependiendo del cuidado de otros; entretanto, nunca dejamos de estar compro­metidos en relaciones de cuidado con otros, y nunca dejamos de necesitar y proporcionarnos cuidados a no­sotros mismos. Dado que nuestra interdependencia del cuidado crece cada día más, tenemos que replantearnos qué tipo de sentido le damos a nuestro tiempo, nuestra energía, nuestro trabajo y nuestros recursos para ase­gurarnos de que, así como quienes nos rodean, esta­mos bien cuidados. No nos podemos replantear estas cuestiones en soledad, solo podemos hacerlo de forma colectiva. Y, al hacerlo, cambiaremos nuestra manera de vernos en el mundo y de concebir qué debería guiar nuestras elecciones políticas más fundamentales.

Quizá no sea demasiado tarde.

 

Adelantos Editoriales