ADELANTOS EDITORIALES

La amante de Río Nilo • Guadalupe Loaeza

La novela del adulterio más famoso de México.

Escrito en OPINIÓN el

Suzanne Avramow llegó a ser conocida como «la mujer mejor vestida de México», su estilo de vida estaba lleno de glamur: cenaba en el Ciro’s; asistía a los bailes del Jockey Club; se hospedaba en el exclusivo hotel Mirador de Acapulco y, tras su matrimonio con el rico empresario Paul Antebi, se integró al grupo de familias más influyentes del país durante el alemanismo.

Huyendo del nazismo y, hablando apenas español, llegó sola a un país extraño donde muy pronto se vio inmersa en la insatisfacción de un matrimonio arreglado que terminó en tragedia. Como madame Bovary, fue alcanzada por la fatalidad y la encerraron en Lecumberri, mientras que su amante ni siquiera pisó la cárcel. Opresión, avaricia y una intrincada trama de celos y venganza componen esta sorprendente historia que escandalizó a la sociedad mexicana de los años cincuenta, acaparando las primeras planas de la prensa nacional y desatando un linchamiento público pocas veces visto.

Ella desafió los límites del amor. Él la condenó a ser la adúltera más famosa de México.

Fragmento del libro de Guadalupe Loaeza La amante de Río Nilo” editados por Planeta, © 2023. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Guadalupe Loaeza | (Ciudad de México, 1946) es escritora y periodista. Inició su trayectoria periodística en 1982 y la literaria tres años después con la publicación de Las niñas bien, de la que se han vendido más de 350 000 ejemplares hasta la fecha.

 

La amante de Río Nilo • Guadalupe Loaeza

#AdelantosEditoriales

 

1

Suzy tenía treinta y tres años. Las columnas sociales la consideraban encantadora, perfecta anfitriona, excelente jugadora de bridge, y con un savoir faire muy especial. Aunque sus orígenes eran modestos, tenía la inteligencia suficiente para aprender las reglas de oro para comportarse entre la alta burguesía mexicana, como si hubiera jugado a las canicas con sus amigas sofisticadas y ricas. Seductora como era, sabía atraer a hombres y mujeres. Además de todos sus atributos, amaba la literatura, especialmente las novelas. De todas sus amistades, era la que realmente leía, se informaba de lo que estaba sucediendo en el mundo y hablaba tres idiomas: inglés, francés y ladino. «Las mexicanas son lo más ignorante que he conocido en mi vida. Además de cursísimas, son muy provincianas, mochas e hipócritas. De todo se escandalizan, para mí que son una bola de frígidas…», comentaban muertas de la risa ella y Maruca Palomino, su amiga cronista de sociales, con la que más se divertía por mal hablada, viajada y excéntrica.

Suzy, de origen judío sefaradí, nació el 24 de marzo de 1918 en Estambul, Turquía. Sus primeros estudios los había realizado en el Colegio Americano de Sofía, Bulgaria, donde vivía con su madre, Rachel Ascher, nacida en Rumanía. Gracias a su compromiso de matrimonio llegó a México en 1941. Quienes ayudaron a Suzanne para decidirse a buscar una nueva forma de vida en México fueron sus tíos, Nissim y Mois J. Avramow, los cuales ofrecieron a Suzanne, como posible dueña de una gran dote gracias a la fortuna de Albert, su padre, la seguridad de un matrimonio estable con Paul Antebi, ingeniero químico nacido en Jerusalén, Palestina, que trabajaba en México como director de Laboratorio del Grupo Roussel, S. A., y años después fundara los Laboratorio Carnot. Antebi, de religión judía, se había establecido en México desde el año de 1935.

Suzanne deseaba vivir en México para estar cerca de su padre, a quien no había visto en años. Albert Avramow trabajaba en China como representante y apoderado de la casa inglesa Thomas de la Rue, fabricante de billetes. Los quince años que Albert Avramow radicó en el país asiático lo llevaron a obtener la ciudadanía china. Cuando Albert realizó un viaje de recreo a México, le gustó tanto el país que decidió trasladar parte de sus bienes a la capital del país. Junto con sus hermanos, Nissim y Mois, fundó el Banco Anglo-Mexicano, S. A., lo que dio a los hermanos Avramow fortuna y respeto.

La decisión de integrarse a México la manifiestan Nissim y Mois Avramow en enero de 1941, en una carta que dirigen al entonces presidente de México, Manuel Ávila Camacho. En la misiva, los empresarios comentan que, desde el año de 1939, la persecución de judíos en países europeos, sometidos al régimen totalitario, era inhumana, brutal, por lo que era necesario abandonar Europa para situarse en algún país de régimen democrático en los que se respetaran los derechos humanos de todo individuo, sus ideologías y creencias.

Cuando la madre de Suzanne le anunció el viaje a México, gracias a su compromiso con su prometido, Suzy se puso feliz. Por fin conocería dónde radicaba su padre, a quien no había visto desde hacía varios años. Su ausencia y distancia le provocaban a Suzy muchos sentimientos encontrados. Prácticamente no lo conocía. Cuando su mamá hablaba de él, siempre lo hacía en términos muy vagos. O de inmediato cambiaba de tema de conversación, o se contradecía en fechas.

Entre más evadía su mamá las dudas de su hija, más sentía Suzy que se ahondaba un hueco en su corazón. De allí que creciera con una profunda herida, la cual tardaría muchos años en cicatrizar. Para ella, su padre era un fantasma, un hombre egoísta e irresponsable. ¿Por qué siendo tan rico, como aseguraba su madre, no les mandaba más dinero? Llevaba su apellido, sí, pero no bastaba. Requería saber más sobre él. ¿Por qué se habían separado? ¿Por qué, siendo judío sefaradí, se había casado con una católica? ¿Por qué había obtenido la nacionalidad china? ¿En qué consistían exactamente sus negocios?

Acerca del segundo matrimonio de su madre, tampoco estaba muy enterada, como tampoco lo estaba su hermana Matilde a quien quería mucho y con la que se entendía muy bien. Su padrastro, Josef Cohen Calderón, judío mexicano, solía platicarles mucho acerca de México, pero ninguna de las dos sabía cómo y cuándo se habían conocido. Para casarse con él, ¿se divorció de su padre? ¡Cuántos misterios rodeaban la vida de las hermanas Avramow, cuantas preguntas sin respuesta! ¡Y cuántos secretos les faltaban aún por descubrir, especialmente de la vida de su padre!

«Odio que mi mamá me siga tratando como a una niña. Estoy segura de que me oculta algo», le decía furiosa a Myriam, su mejor amiga del Colegio Americano.

Entonces Suzy tenía quince años, cursaba secundaria y era una excelente estudiante. Además de ser una adolescente de rasgos finos y grandes ojos cafés, era muy buena para el deporte, en especial para el voleibol, y formaba parte del coro de canto. Lo que más le gustaba eran sus clases de teatro. Nada disfrutaba más Suzy que transformarse en un personaje de la literatura universal. Era una forma de dejar de ser ella misma para ser otra, vivir en una época diferente y en otro país, el cual nada tenía que ver con el suyo.

Suzy, con la ayuda de sus tíos, se trasladó a México cuando el peligro en Bulgaria era inminente. Aunque no conocía a su futuro prometido, los tambores de guerra sonaban más fuerte que su corazón. En la religión judía los matrimonios arreglados eran muy comunes. De hecho, existía la profesión, bien pagada, por cierto, de casamentera. O bien los arreglos se hacían entre familias del mismo pueblo. En el caso de Suzy Avramow y Paul Antebi, el arreglo matrimonial se realizó de un continente a otro, lo cual resultaba más arriesgado si los implicados nunca se habían visto en persona. Una vez comprometidos, ya no había vuelta de hoja, porque las presiones familiares eran constantes y además había una guerra de por medio. No les quedaba otra que aceptar el acuerdo.

Después de una parada obligada en Fortín de las Flores, muy cerca de Veracruz, donde Suzy compró un arreglo de gardenias empacada en un tronco de la planta de plátano, y un viaje de cuatrocientos veintitrés kilómetros y diecisiete horas con cuarenta minutos, finalmente llegó Suzy de Veracruz a la ciudad de México. «¡Cuánta gente, Dios mío!», pensó asomada por la ventana del vagón. Esa mañana del 19 de mayo de 1941, la estación de Buenavista se encontraba pletórica de gente que iba y venía entre vendedores ambulantes, pasajeros con niños, familiares que habían ido a recoger a sus parientes y centenas de maleteros.

Suzy, de veintidós años bien cumplidos, estaba nerviosa, por fin conocería personalmente a su prometido. Para el primer encuentro, se había puesto una blusa de algodón beige de manga larga, una falda, ligeramente amplia, con un estampado en tonos verde olivo y unas sandalias blancas que se había comprado en el puerto libre Casablanca. En su pequeña valija, con la que había viajado a Varsovia antes de la guerra para visitar a su novio, Suzy había guardado, después de una rigurosa selección de las cosas que se llevaría, sus papeles oficiales, algunas prendas de ropa (su imprescindible traje sastre azul marino hecho por su tío e inspirado en un tailleur modelo de Marlene Dietrich); un par de zapatos de tacón alto ya muy desgastados; su pequeña estrella amarilla, la cual solía usar cocida en su ropa del lado izquierdo, y que usó hasta el último día antes de tomar el barco; una fotografía color sepia de cuando su madre era joven y de su hermana Matilde, otra de Herschel y ella frente a la sinagoga, tomada antes de la guerra; su diario; cartas de amor de su amante polaco; su libro de Madame Bovary, todo subrayado; dos jabones y un enorme frasco con agua de colonia con el aroma a las rosas damascenas, las más finas de toda Bulgaria. A pesar del calor y del ajetreo del viaje, su pelo ondulado, café oscuro, enmarcaba su rostro de tez muy blanca. Prácticamente no llevaba maquillaje, salvo un poco de rouge en los labios. Sin ser una deslumbrante belleza, Suzy era muy atractiva; sus cejas negras y gruesas siempre muy bien delineadas (las peinaba con un cepillito especial) hacían juego con sus enormes y tupidas pestañas, las cuales siempre presumía porque con ellas podía sostener un cigarro sin temor a que se cayera. Sin embargo, lo más bonito de Suzy eran sus pómulos y su sonrisa.

«Ojalá que sea alto y delgado, que no sea calvo ni que use anteojos, que esté bien vestido, que no esté chimuelo, que no sea cojo, que hable bien francés», pensaba Suzy, mientras buscaba entre la multitud a Paul Jacques Antebi, de treinta y tres años.

2

La fotografía que le habían enviado sus tíos era muy pequeña y no se apreciaba mucho al novio debido al gran sombrero negro que llevaba puesto. Además, se veía demasiado cachetón. Sin embargo, la que él había recibido de Suzy, que entonces tenía 18 años, sentada al lado de su madre, en el borde de la ventana de un edificio baleado, era una foto más clara y mejor enfocada. Fue su padrastro quien tomó la foto durante una mañana de invierno. Ese día Suzy llevaba una boina oscura y aunque estaba casi en los huesos, se veía muy bonita, había posado con la mejor de sus sonrisas.

El prometido, vestido con una corbata ancha y un traje de lana demasiado caluroso para esa mañana tan soleada, corría entre la multitud, de un lado a otro, para buscar el vagón donde viajaba su prometida.

—¿Éste es el tren que vino de Veracruz? —preguntaba a los maleteros cada dos minutos.

—Sí, señor, éste es —le contestaban una y otra vez.

Igual de nerviosa estaba Suzy, preguntándose, desde la ventana del vagón, quién de todos los hombres que veía en el andén, arremolinándose en las ventanas y puertas de acceso, sería su esposo. «Mis tíos me aseguraron que vendría por mí a la estación. ¿Dónde estará? ¿Será ese señor tan pálido con cara de  que está buscando a alguien? Sí, sí es él. Me lo imaginaba más alto. En fin, Il n’est pas mal. ¿Cómo lo saludaré? ¿De mano o de beso?».

—Aquí estoy —grita Suzy, sacando medio cuerpo por la ventana del vagón.

—Te voilà —le contesta Paul, sumamente agitado—. Bienvenue, ma chérie!, a este maravilloso país, lleno de sol y de gente buena —le dice Paul a su prometida, en tanto baja los escalones del tren.

Al poner un pie en el andén, Suzy tuvo la sensación de que en ese momento empezaba una nueva etapa de su vida. Un nuevo capítulo. ¿Qué le depararía el destino en un país tan distinto al suyo, con otro idioma, otra religión y otras costumbres? Ella era de esas mujeres que no le temían a la vida, y con esa actitud de arrojo empezaba esta nueva aventura de su viaje a México, además de sentirlo como un desafío, era como un destino al que no había que darle la espalda. «Paul será el padre de mis hijos y los nietos de mi madre».

Después de que el prometido le dio un beso en cada mejilla, a la française, n’est ce pas?, le tomó su valija y se dirigieron a la salida de la estación de Buenavista.

—¿Cómo te sientes, ma belle? Ya me habían dicho tus tíos que eras muy bonita, pero se quedaron cortos, eres ¡preciosa! ¿Te gusta que te llame así, Shoshanna o Susana? ¿O Suzy?

Suzy ya sabía que su padre no pasaría por ella a la estación, tal y como le habían dicho sus tíos, porque justo a la hora de su llegada él tenía una junta muy importante. «Parece increíble que, después de quince años de no ver a su hija, ni siquiera tenga la delicadeza de venir a buscarme a la estación. ¡Qué hombre tan insensible! Sinceramente, no me quiero hacer muchas ilusiones respecto a mi papá. Ahora que viva en México, sé que no lo veré muy seguido. Él tiene a su esposa, María Guadalupe Gutiérrez Uribe, a sus dos hijos, y su trabajo que lo absorbe todo el tiempo. Se lo dije a mi mamá, pero según ella, tengo que ser muy paciente y agradecerle la magnífica dote económica que le entregó a mi novio».

Qué feliz e ilusionado estaba Paul con la llegada de su futura esposa. En el momento en que la vio, sintió un verdadero coup de foudre. Lo primero que le había llamado la atención de Suzy fue su cuerpo bien formado y sus piernas largas y esbeltas. Además, no usaba medias. Algo que nunca se hubieran permitido las jóvenes mexicanas. Más que una muchacha búlgara que escapaba de la guerra, la novia parecía una estudiante universitaria dispuesta a comerse el mundo. Además, olía a rosas; no lo podía creer: era el mismo aroma que usaba la madre de Paul desde que él era un niño. La verdad es que había tenido mucha suerte. Paul conocía a muchos compatriotas, también sefardíes, que se habían comprometido de antemano sin conocer a la novia. Una vez que la prometida llegaba a México, no se podía regresar. ¡Cuántos matrimonios habían resultado un verdadero fracaso por la falta de amor! Y cuántos, al contrario, habían sido muy felices en un país en donde los recibían, en plena guerra, con los brazos abiertos.

—Ya verás cómo te irás encariñando, poco a poco, con este país. Una vez que nos casemos, ya verás qué fácil es conseguir la nacionalidad mexicana. En este país todo es fácil. En México todo se arregla con dinero; «mordida», le llaman. Te pasas un alto, le pagas al policía una mordida y ya estás libre, tienes que sacar un permiso, pagas una mordida y listo. Pero eso no importa ahora. La comida es muy variada y deliciosa. Te van a encantar los taquitos con sus tortillas recién hechas, que es como el pan para los mexicanos, el mole con chocolate y, como bebida, el tequila que se parece al vodka, pero mucho mejor. Los mariachis con sus trajes de charro, que llevan serenatas a las muchachas. Las pirámides de Teotihuacán y el sabor de una fruta que se llama «mango» te elevarán hasta el cielo. Aquí los mercados son una maravilla, ya verás las montañas de naranjas dulces y jugosas. Eso sí, tienes que tener mucho cuidado con el agua, porque de lo contrario, «la venganza de Moctezuma» te llevará derechito a la cama con una diarrea espantosa. Ah, una cosa muy importante es recordar el nombre del actual presidente de la República, se llama Manuel Ávila Camacho, pero el que realmente gobierna es su hermano, Maximino. No te olvides que el dólar está a 4.85 con lo que puedes comprar muchas cosas…

Paul hablaba y hablaba. Suzy lo escuchaba divertida mientras veía los frondosísimos árboles a lo largo del paseo de la Reforma, recientemente pavimentado, así como el camellón que dividía la avenida en dos.

—Mira, Suzy, el Ajusco con sus picos todos nevados —dice de pronto Paul, señalando con su dedo el volcán, el cual se dibujaba perfectamente en el horizonte. ¿Sabes cómo llaman a la ciudad de México? La región más transparente. Allí está la estatua de Cristóbal Colón, aunque aquí en México lo odian. En fin, déjame decirte, Suzy, que el clima de este país es único. ¡Siempre amanece con sol!

Paul llevó a su prometida al hotel Reforma, el mejor hotel y el más moderno de la ciudad de México. Cuando Suzy se bajó del coche y descubrió la marquesina estilo art déco con la gran R dorada en la fachada, se quedó impresionada.

—¿Verdad que es precioso? Las habitaciones tienen un pequeño vestíbulo, baño individual, un clóset muy grande, clima artificial en todo el edificio y una suite presidencial. Mira la belleza del lobby. Ya descubrirás todos sus locales comerciales de lujo, como salones de belleza, tiendas de ropa, una librería, una tabaquería y también casas de cambio —le decía Paul mientras la acompañaba a la recepción para que se registrara como huésped VIP.

En 1941, tener como cliente al hotel Reforma era un logro comercial fenomenal para cualquier importador de vinos y alcoholes, considerando que desde la apertura de sus puertas se convirtió en el mejor hotel de la ciudad. Además de administrar el mayor número de bares, cafeterías, restaurantes y salones de fiestas, sus huéspedes formaban parte de una élite internacional, mucho más atractiva y jugosa que la del Ritz, que a pesar de ser un hotel sumamente chic y prestigioso, sus clientes pagaban en moneda nacional; en cambio, los de su competidor más fuerte, en dólares. En los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, México era una opción turística por su patrimonio cultural e histórico, el más importante del continente. Su geografía lo acercaba a los americanos, mientras que sus políticas lo hacían neutral para los europeos. De ahí que la famosa frase de Alfonso Reyes: «Viajero, has llegado a la región más transparente», correspondía perfectamente bien a las expectativas para muchos de estos viajeros extranjeros de la época.

Un año antes de que se inaugurara el Reforma, tres mil doscientos rotarios americanos habían decidido realizar su convención en el Distrito Federal. «Necesitamos mil doscientos cuartos de hotel», solicitó el presidente del Club de Rotarios de Estados Unidos al presidente de los rotarios en México. Por más que sus congéneres nacionales se movilizaron para buscar el alojamiento necesario, se percataron de que la ciudad carecía de esta capacidad de oferta hotelera formal. A pesar de esto, optaron por no comunicarlo a la presidencia en los Estados Unidos, por temor a que fueran a cancelar la convención. Cuando, finalmente, llegaron los rotarios norteamericanos, muchos de ellos se vieron obligados de instalarse en lo que los organizadores dieron por llamar «Ciudad Pullman», una serie de vagones de tren localizados en los patios de la estación de Buenavista de los Ferrocarriles Nacionales.

Cuando Alberto J. Pani, quien fuera secretario de Hacienda y director de los Ferrocarriles Constitucionalistas con el presidente Calles, leyó en el periódico que más de trescientos rotarios americanos habían tenido que hospedarse en algunos furgones de ferrocarril —que se habían adaptado como dormitorios, baños, comedores, gimnasios, servicio médico y de correos y oficinas generales para llevar a cabo su convención, por falta de hoteles en la ciudad—, se dijo que México ya no se podía permitir negarle la hospitalidad a ningún turista del mundo. Había que ingresar, cuanto antes, al campo de la oferta turística internacional cuya demanda, por razones fáciles de explicar, se concentraba en los Estados Unidos y Canadá.

Al otro día llamó por teléfono al licenciado Narciso Bassols, quien además de ser su amigo era el secretario de Hacienda y Crédito Público. Le expuso su inquietud, a la cual fue muy sensible el secretario. «Estoy seguro de que al presidente le interesará mucho tu oferta», le dijo Bassols. Dos semanas después, don Alberto y su sobrino Mario Pani Darqui, un joven arquitecto de 24 años, sumamente talentoso, se encontraban desayunando en Sanborns de Madero. Sobre la mesa, entre platos con restos de waffles cubiertos con miel maple y de fresas con crema a medio terminar, don Alberto, quien como ingeniero había sido responsable de terminar el Palacio de Bellas Artes y de construir el tercer piso del Palacio Nacional, en una hojita de papel de su agenda trazó cómo imaginaba la construcción de un hotel moderno, con más de doscientos cuartos, que se que se encontraría, naturalmente, en el boulevard más bello de América Latina: ¡el paseo de la Reforma! ¡Qué mejor arteria en franco proceso de desarrollo para un hotel de lujo!

—¡Que se llame entonces hotel Reforma! —agregó entusiasmado su sobrino. Al escuchar lo anterior, don Alberto dibujó la letra «R» muy grande en la parte superior del improvisado croquis del edificio.

—¿Verdad que se ve muy bonita? —le preguntó a Mario.

—Tendría que estar un poquito más estilizada, tío, pero tienes razón, se ve muy elegante —agregó Mario, divertido al ver el trazo medio maltrecho de don Alberto.

—Cuando terminemos con el Reforma, comenzaremos a construir otro y otro. Ya verás como tú y yo desarrollaremos, con el tiempo, una verdadera cadena hotelera a la altura de cualquier ciudad cosmopolita del mundo. Por lo pronto yo pongo para la construcción de este hotel todos mis ahorros, 350 mil pesos —advirtió Alberto J. Pani.

Entre más lo escuchaba su sobrino, recientemente titulado en la Escuela de Bellas Artes de París, más tomaba café. La perspectiva de tantos proyectos lo ponían nervioso. No obstante, la idea de asociarse con el hermano de su padre, además de darle gusto, para él era un reto formidable que no había que dejar pasar. Aunque el tiempo que se habían fijado para la construcción era muy reducido, confiaba en el equipo del despacho de arquitectos donde trabajaba. Al cabo de una semana, Mario le dio cita a su tío en la oficina para mostrarle los planos, las aerofotos y las maquetas del magno proyecto.

—¡Me encanta! ¿Cuándo empezamos?

—Una vez que se confirme la venta del predio. Todo es un problema de papeles. Tal vez, con tus relaciones en el gobierno puedas agilizar un poco los trámites, pero por lo que a mí respecta, estoy más puesto que un calcetín —dijo Mario.

De toda la familia, Pani, el Comodoro, como le decían a Mario, se había llevado el talento. Como su tío, él también siempre pensaba en grande. Lo que entonces no sabían, ni don Alberto ni su sobrino, es que unos días después de que finalmente se firmara la compra del terreno para el hotel, don Narciso Bassols, uno de los siete sabios, junto con Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morín, Alfonso Caso y Daniel Cosío Villegas, entre otros, renunció, así como varios ministros callistas. «Por lealtad al general Calles», su padrino político había escrito en su carta de renuncia dirigida al presidente de la República, el general Lázaro Cárdenas. Meses después, don Narciso partió para Europa como ministro en Londres. Ante la Sociedad de Naciones, hizo una vigorosa defensa de los pueblos agredidos de la intervención de las potencias fascistas. Muchos años después, durante una corta estancia en la capital, se hospedaría en el hotel Reforma, viniendo de París, donde había fungido como representante del general Cárdenas en el congreso fundacional del Consejo Mundial de la Paz. «Chicho», le dijo su mujer por teléfono desde México, «con el aguacero que cayó ayer se derrumbó el techo de nuestra recámara y el de la sala. Tenemos que dormir en un hotel».

Una vez que el matrimonio Bassols se había instalado en la habitación 707, don Narciso tomó el teléfono. «Alberto, nada más te llamo para decirte que el hotel Reforma es espléndido. ¡Cuánta razón tuviste, te felicito!», le dijo entusiasta a don Alberto J. Pani.

Después de cinco años de haber estado desocupado, don Narciso y su esposa habían sido los primeros huéspedes del cuarto 707. A raíz del escándalo que se había dado en esa habitación, la dirección del hotel había dispuesto cerrarla por un tiempo indeterminado. Curiosamente, esa noche, la señora Bassols había tenido una pesadilla espantosa. «Soñé que nos mataban», le comentó mortificadísima a su marido, muy temprano por la mañana. «Ya ves, mujer, no hay nada como dormir en la cama de uno», agregó don Narciso.

Trescientos sesenta y cinco días después de aquella cita fijada entre don Alberto y Mario, su sobrino, en los Azulejos, finalmente el hotel Reforma se inauguró el 23 de diciembre de 1936. Hay que decir, sin embargo, que una semana antes de que abriera sus puertas al público, algunos de sus cuartos fueron clausurados por los inspectores oficiales. Las disposiciones sanitarias de la época prohibían en los hoteles el uso del papel higiénico tapiz en los muros y el alfombrar, de pared a pared, los cuartos. De acuerdo con el reglamento, propiciaban la cría de chinches y pulgas. El flamante hotel incurría en esas faltas sanitarias. En consecuencia, para que le autorizaran al don Alberto J. Pani inaugurarlo, fue necesario, gracias a sus espléndidas relaciones, modificar sobre la marcha esta reglamentación tan obsoleta.

«¿De verdad había llegado a un país tan maravilloso, donde los judíos no eran perseguidos por el solo hecho de ser judíos?», se preguntó Suzy mientras recorría el lobby del hotel Reforma. Un país donde había paz, con playas hermosísimas y una historia fascinante como la que le solía contar su padrastro. También ella había tenido mucha suerte con su futuro marido, un hombre trabajador, ambicioso y rico. Como primera impresión le había gustado su frente amplia, la cual denotaba a un hombre inteligente, le gustaba su sonrisa cálida y su voz muy varonil. Seguro es bueno para la cama, pensó con una sonrisa maliciosa. ¿Qué más quería? Era su salvador. Gracias a él había dejado atrás la pesadilla de la guerra. Adiós, rey, Boris III, aliado de Hitler. Adiós, soldados nazis instalados en cada esquina de nuestra ciudad. Adiós a los parques en donde no pueden entrar los judíos, adiós a los aviones desde donde disparaban centenas de balas a los civiles. Adiós a las tarjetas de racionamiento, adiós a todas las estrellas amarillas cocidas hasta en la ropa interior, adiós pueblo búlgaro, pueblo sufrido, pueblo hambriento y pueblo cercado por Hitler.

A pesar de que Bulgaria se mantuvo neutral hasta el 1 de marzo de 1941, de allí en adelante se convirtió en aliada de las fuerzas del Eje, lo que significaba participar con Alemania nazi, Italia y Japón. En Bulgaria quedaron prohibidos los matrimonios mixtos, los funcionarios judíos fueron despedidos y se instauró un numerus clausus entre los trabajadores independientes, lo que significa que solamente algunos de estos trabajadores podían laborar. Las empresas no autorizadas, incluyendo las de los judíos privilegiados, los antiguos combatientes y los huérfanos de guerra, fueron sometidas a una arianización obligatoria. Ya para entonces se hablaba de los campos de concentración, entre ellos Belzec y Auschwitz. A partir de fines de 1941, los alemanes ejercieron presiones cada vez más intensas para que los judíos fueran concentrados para su deportación.

No obstante que ya habían pasado varios días desde la partida de Suzy, la que no dejaba de llorar su ausencia era Matilde, su hermana. Jamás se había sentido tan sola y con tanto miedo. Su madre estaba cada día más angustiada y su padrastro, en lugar de tranquilizarla, gritaba, se quejaba y a la primera oportunidad se ausentaba durante horas. Justo el día en que se fue Suzy, había que devolver los teléfonos del Estado. Imposible llamarla o que ella telefoneara para ver cómo estaba la familia. Todos los días, Matilde escuchaba las noticias por la onda corta de Londres (la bbc) y de Estados Unidos (la Voz de América). Por miedo a mortificarla aún más, evitaba comentárselas a su madre. La soledad de Matilde no hacía más que aislarla aún más. De vez en cuando se encontraba con Myriam, la amiga de Suzy, cuyo tema de conversación siempre giraba alrededor de su hermana. Algunas veces le escribían juntas largas cartas, en las cuales le incluían noticias de los vecinos y fotografías de su respectiva familia.

Más que consolarla, los encuentros con Myriam la dejaban todavía más entristecida. Al llegar a su casa, lo primero que hacía era encerrarse en su recámara y llorar y llorar. A veces escuchaba la radio local, en la única estación que aún transmitía y en la cual se escuchaba música búlgara tradicional. De todas las canciones y melodías, su preferida era la que solía entonar Suzy. Cada vez que se sentía melancólica, su hermana cantaba en ladino: Adio kerida.

Adio, adio kerida

no kero la vida,

me l’amagrates tu.

Tu madre kuando te pario

i te kito al mundo

korason eya no te dio

para amar segundo.

Adio, adio kerida

no kero la vida,

me l’amagrates tu.

Va, busakate otro amor,

aharva otras puertas,

aspera otro ardor,

ke para mi sos muerta.

3

Desde que Suzy era adolescente, estudiante del Colegio Americano, descubrió, encerrada en su recámara mientras su madre preparaba un tarator a base de yagourt y pepinos, que masturbarse la liberaba. Sentía como si dos enormes alas le crecieran de la espalda, gracias a las cuales se podía elevar hasta las alturas más insospechadas. Entre más se intensificaban las manifestaciones de la guerra, más se masturbaba la joven. Sentir tanto placer era una forma de contrarrestar la pobreza en la que vivía junto con su madre y hermana, la muerte, el sufrimiento y el hambre. Era una manera de consolarse, de acompañarse y darse gusto, solitita, sin pedírselo a nadie. También su amiga de toda la vida, Myriam, sabía consentirse, sin culpa, de esta manera. A veces hasta competían, recostadas en la cama, para saber quién lograba un orgasmo más rápido. Suzy siempre ganaba. Con el tiempo se volvió experta, multiorgásmica. Nadie mejor que ella conocía su cuerpo, y nadie mejor que ella sabía escucharlo y darle placer. Nada más escuchar sonar el botoncito, como ella llamaba al clítoris, para atender su llamado de inmediato, de lo contrario, sentía que se volvía loca.

A los quince años, empezó a fumar, a pintarse las uñas y a coquetear de una manera más evidente con los chicos de su clase. Se sentía bonita, pero sobre todo distinta a sus compañeras de clase. Ella era diferente porque leía, porque hablaba ladino, búlgaro, inglés y francés, y porque su curiosidad no tenía límites. No obstante, era alumna becada del Angloamericano, Suzy adoraba todo lo que venía de Francia, especialmente en lo que se refería a la literatura. «¿Verdad mamá, que si es francés, es inteligente?», le preguntaba a su madre. Juntas escuchaban la música de Charles Trenet y de Jean Sablon, juntas iban al cine y veían todas las películas de Louis Jouvet, de Jean Gabin, Simone Signoret y especialmente de Louis Jourdan. «Cuando sea grande me voy a casar con un hombre igualito a este maravilloso actor francés», le decía a su amiga Myriam. Por las noches devoraba los libros que había sacado de la biblioteca de la escuela: El rojo y el negro, Los Miserables, Ana Karenina, Madame Bovary y colecciones de poemas de Charles Baudelaire, Alfred de Musset, Paul Verlaine y Arthur Rimbaud. A los 18 años, se aprendió de memoria todos los poemas de Paul Géraldy, los cuales le recitaba a Herschel. Aunque su novio no hablaba francés, parecía entenderlo todo porque sonreía y se conmovía conforme Suzy avanzaba con la lectura. Esto hacía que Suzy se sintiera conectada con él, la hacía pensar que las letras eran eternas y memorables, aunque la traducción ni la sonoridad fueran las mismas que en el idioma original. Herschel la escuchaba embelesado por su gracia, por su conocimiento, por su amor a un arte que para él era desconocido.

Je cherche comme le vent ton corps

Comme navire que ne trouve pas de port

Je te desire encore

Et je te désirai dehors.

Fue precisamente en sus escapadas literarias que la intimidad creció y que ella y Herschel comenzaron un noviazgo que traspasaba los límites de las palabras y llegaba hasta los confines de sus propios cuerpos. Fue en esa época que Suzy dejó de masturbarse. Hacían tanto el amor, ella y su novio, que ya no escuchaba los llamados de aquel «botoncito» que la hacía tan feliz. Gracias a él, Suzy comprendió que la satisfacción sexual era aún mayor cuando había amor y se compartía sin reservas. No había nada más pleno que la compenetración de dos seres que se aman y que llegan juntos al orgasmo. Además de compartir lecturas, juegos, escapadas secretas y padecimientos por la persecución de los judíos, compartían la felicidad de estar juntos. Juntos escuchaban música de Chopin, juntos leyeron Quo Vadis, de Mickiewicz, juntos preparaban el yougourt con leche de oveja, el mejor remedio para no envejecer; juntos iban a rezar en la Sinagoga Central de Sofía, el tercer templo judío más grande en Europa.

La relación con Hersh, como cariñosamente lo llamaba Suzy, se convirtió en un escudo que la protegía de un mundo que amenazaba con desmoronarse a cada momento. Ante la angustia, ante la incertidumbre, siempre podía refugiarse en los brazos de Hersh, sentir que junto a él el resto del universo se desvanecía. «Mientras estemos juntos no va a pasar nada. La guerra no va a llegar a Bulgaria, nuestro mundo va a estar en paz y vamos a ser felices siempre».

Los buenos deseos, sin embargo, no pudieron contra la realidad. La última carta de amor de Hersch, dirigida a Suzy, la escribió la víspera del día en que los nazis fueron a buscarlo a él y a su familia para llevárselos a Auschwitz. Suzy ya esperaba lo peor, le había sorprendido que no hubiera asistido a su cita más reciente en el lugar donde siempre se veían. «Te querré toda mi vida», le había escrito dos días antes de desaparecer para siempre.

«¿Qué te parece, Herschel, ya me voy a casar y me sigo sintiendo tu viuda?», pensó Suzy mientras se cambiaba de ropa en el baño del departamento de Paul, una vez que se retiró el fondo ribeteado de encaje que compró en Casablanca, el espejo del botiquín reflejó la parte superior del cuerpo. A pesar de su extrema delgadez, sus senos se habían conservado redondos y firmes. Suzy tenía un cuello que bien podría ser envidiado por cualquier mujer aristócrata. Sus hombros eran femeninos y muy proporcionados. De pronto, la blancura y la suavidad de su piel la sorprendieron. Hacía meses que no se veía ante el espejo con tanto detenimiento.

«¿Te acuerdas cuando jurábamos que nos íbamos a casar?», siguió pensando Suzy, recordando a su antiguo novio, «y ya ves, no fue posible por culpa de Hitler. Te habrás ido para siempre, pero sigo fiel a nuestra historia de amor. Si me vieras en estos momentos, no me reconocerías, estoy tan flaca. Ya me repondré en este país tan generoso y tan rico en viandas y frutas. Tengo veintidós años y no soy virgen. Para convertirme en una futura esposa no soy pura. ¿Se lo digo o no se lo digo a Paul? Creo que lo mejor es que se lo diga. Estoy segura de que entenderá y que hasta apreciará que le hable con la verdad. ¿Y si es muy celoso? ¿Y si es muy macho o excesivamente religioso? ¿Y si mejor se lo digo mañana hasta que nos casemos? ¿Por qué las mujeres tenemos que llegar al matrimonio vírgenes y no los hombres? Entre más experiencias prenupciales hayan tenido, para ellos es mucho mejor para ambos. ¿De verdad se imaginará Paul que soy virgen? Lástima que no hable de esto con mis tíos. Mi madre ya lo sabe y me dijo que no importaba, que lo mejor era que fuera muy receptiva y cariñosa con él. “Mira, Suzy, mientras te pongas tus gotitas de agua de rosas en las partes adecuadas del cuerpo y le permitas hacer un viaje de absoluto placer, ya verás que, para él, lo de tu falta de virginidad lo tendrá sin cuidado”». «Me las pongo», se dijo con absoluta determinación. En seguida, buscó su frasco, se puso sus gotitas y otras más detrás de las orejas. En medio de un ambiente de rosas, Suzy, vestida con su camisón blanco de lino, salió del baño, sintiéndose casi virgen.

 

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