Edward Bullmore, uno de los científicos más citados del mundo en neurociencia y psiquiatría, nos presenta una nueva y revolucionaria manera de entender la depresión y su relación con la inflamación del cerebro.
La depresión parece encaminada a convertirse en la principal causa de discapacidad a nivel global, pero la realidad es que en las últimas tres décadas no ha habido ningún cambio notable en su tratamiento. En el mundo de la psiquiatría, el tiempo parece haberse detenido... hasta ahora. Edward Bullmore, profesor de Psiquiatría de la Universidad de Cambridge, afirma que los trastornos mentales pueden tener su raíz en el sistema inmunitario.
En La inflamación de la mente, Bullmore ofrece una innovadora perspectiva sobre cómo la mente, el cerebro y el cuerpo colaboran en un esfuerzo a veces descaminado por ayudarnos a sobrevivir en un mundo hostil y nos muestra cómo podríamos abordar tanto la depresión como otros trastornos mentales de forma mucho más eficaz, así como los nuevos avances científicos que lo avalan.
Te podría interesar
Esta revolucionaria obra esboza un futuro en el que podríamos encontrar nuevos tratamientos para romper los círculos viciosos del estrés, la inflamación y la depresión y salir victoriosos de la lucha contra los principales problemas de la salud pública en el siglo XXI.
Fragmento del libro de Edward Bullmore “La inflamación de la mente”, editado por Paidós. 2023 Traducción: Fernando Borrajo Castañedo. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
El profesor Edward Bullmore ha publicado más de quinientos artículos científicos y es uno de los científicos más citados del mundo en neurociencia y psiquiatría.
La inflamación de la mente • Edward Bullmore
Capítulo 1
ATREVERSE A PENSAR DISTINTO
Todos hemos oído hablar de la depresión. Afecta a todas las familias del planeta. Sin embargo, es sorprendente lo poquísimo que sabemos de ella.
Caí en la cuenta de esa ignorancia de manera un tanto embarazosa durante mis primeros años de formación como psiquiatra, cuando estaba pasando consulta en el ambulatorio del Hospital Maudsley, en Londres. Respondiendo a mis preguntas automatiza das, un hombre me contó que estaba abúlico, que no se divertía con nada, que se despertaba a medianoche y no podía volver a dormirse, que no comía bien y había perdido algunos kilos, que tenía remordimientos y veía muy negro el porvenir.
—Creo que tiene usted una depresión —le dije.
—Eso ya lo sabía —contestó con resignación—. Por eso le pedí al médico de cabecera que me derivase a este consultorio. Lo que quiero saber es por qué estoy deprimido y en qué puede ayudarme usted.
Intenté explicarle qué son los antidepresivos, como los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS), y cómo funcionan. Me vi farfullando cosas sobre la serotonina y sobre la idea de que la depresión se debe al déficit de este neurotransmisor. «Desequilibrio» era la palabra que más usaban en estas ocasiones los psiquiatras con experiencia.
—Sus síntomas se deben probablemente a un desequilibrio de la serotonina en el cerebro, y los ISRS restablecerán el equilibrio —dije, agitando las manos para demostrar que una cosa desequilibrada puede recuperar el equilibrio, que los bajonazos no son para siempre.
—¿Y cómo lo sabe? —preguntó.
Empecé a repetirle todo lo que había leído sobre la hipótesis serotoninérgica de la depresión, pero me interrumpió:
—No. Me refiero a qué le hace decir eso acerca de mí. ¿Cómo sabe que en mi cerebro hay un desequilibrio de la serotonina?
Lo cierto es que yo no lo sabía.
Esto sucedió hace veinticinco años, y aún no conocemos a ciencia cierta el origen ni el tratamiento de la depresión. ¿Todas las depresiones son mentales? ¿Mi depresión representa «solamente» mi forma de pensar? Entonces, ¿por qué se trata con fármacos que actúan sobre las células nerviosas? ¿De verdad que está todo en el cerebro? A veces no sabemos qué decirles a los familiares y amigos que están deprimidos. Y si los que estamos deprimidos somos nosotros, lo más probable es que nos dé vergüenza reconocerlo.
Hoy en día, la depresión y otros trastornos mentales no son tan silenciados como antes. Cada vez hablamos más de ello, lo cual es bueno, aunque no siempre nos pongamos de acuerdo sobre sus causas. Somos conscientes de que la depresión es muy frecuente, que puede ser muy incapacitante en muchos aspectos y que redu ce tanto la calidad de vida —las personas deprimidas sienten me nos placer— como su duración, pues los enfermos de depresión tienen una menor esperanza de vida. No nos sorprende leer que los costes económicos de la depresión y otras enfermedades afines son tan astronómicos 1, 2 que si pudiéramos erradicar por completo la depresión en el Reino Unido al inicio del próximo año fiscal, equivaldría más o menos a añadir un 4?% al PIB, o a triplicar la tasa de crecimiento anual prevista de toda la economía, que pasaría del 2 al 6?%. Si dejara de haber gente deprimida, la riqueza del Reino Unido aumentaría enormemente.
Pero pese a que cada vez somos más conscientes de lo habituales que son los episodios y trastornos depresivos entre las personas que conocemos, así como del tremendo esfuerzo sanitario que representa la depresión a escala mundial, los recursos para abordarla siguen siendo limitados. Hay algunos tratamientos medianamente eficaces, pero durante los últimos treinta años no ha habido ningún avance significativo. Lo que teníamos para combatir la depresión en 1990 (fármacos ajustadores de la serotonina, como la fluoxetina, y psicoterapia) es básicamente lo único con lo que contamos desde el punto de vista terapéutico. Y es evidente que con eso no basta; de lo contrario, la depresión no estaría en camino de convertirse en la principal causa de discapacidad en 2030.
Deberíamos atrevernos a pensar de otra manera.
En 1989, cuando me estaba formando como médico, justo antes de empezar a especializarme en psiquiatría, vi a una mujer de más de cincuenta años que padecía una enfermedad inflamatoria denominada artritis reumatoide. La llamaré señora P. Sufría esa enfermedad desde hacía mucho tiempo. Tenía las muñecas hinchadas y deformadas por las cicatrices. El colágeno y la zona ósea de las rodillas estaban tan deteriorados que las articulaciones ya no funcionaban con soltura y le costaba caminar. Repasamos juntos la larga lista de signos y síntomas físicos que caracterizan la artritis reumatoide. Los tenía todos. Luego le hice algunas preguntas que no estaban en la lista de comprobación habitual. Le pregunté por su estado de ánimo, y durante los diez minutos siguientes me contó con calma y precisión que tenía muy poca energía, que ya nada le producía placer, que dormía mal y que la preocupaban el pesimismo y el sentimiento de culpa. Estaba deprimida.
Me sentí complacido. Al haber duplicado su diagnóstico, creía haber hecho un pequeño descubrimiento médico. La mujer había acudido a mi consulta con artritis reumatoide, y yo le añadí un trastorno depresivo. Corrí a darle aquella importante noticia al jefe de servicio:
—La señora P no solo tiene artritis, sino que también está deprimida.
Mi perspicacia diagnóstica no le impresionó.
—¿Deprimida? ¿Tú no lo estarías?
Ambos nos dábamos cuenta de que la señora P estaba deprimida, e hinchada. Sin embargo, en aquel entonces, la medicina convencional determinaba que la paciente estaba deprimida porque sabía que padecía una enfermedad inflamatoria crónica. Estaba todo en la mente. A ninguno de los dos se nos ocurrió que la depresión podía tener su origen en el cuerpo. Que tal vez la señora P estaba deprimida sencillamente porque estaba hinchada, no porque supiera que lo estaba. La señora P abandonó la clínica con las mismas probabilidades de sentirse deprimida o fatigada que cuando acudió a ella. Nosotros no nos habíamos atrevido a pensar de otra manera y no habíamos hecho nada para cambiar la situación.
Treinta años más tarde, empezamos a ver de manera más científica las relaciones entre depresión e inflamación, entre la mente y el cuerpo, como yo mismo descubrí hace un tiempo en persona tras pasar por el dentista.
EL BLUES DE LA CIRUGÍA RADICULAR
Hace unos años se me infectó un antiguo empaste en un molar y la dentista tuvo que limpiar la cavidad hasta la punta de la raíz. No creo que una apicectomía, o cirugía del conducto radicular, sea la mejor manera de pasar el rato, pero era consciente de que debía someterme a ella. Cuando me senté obedientemente en el sillón y abrí bien la boca estaba tranquilo. Pero en cuanto terminó la intervención, quería irme a casa, meterme en la cama y no hablar con nadie. Y una vez solo en casa, empecé a cavilar apesadumbrado sobre mi muerte hasta que me fui a dormir.
A la mañana siguiente me levanté, fui a trabajar y me olvidé de mi mortalidad. Había soportado que me perforasen la muela con el torno, que se me amoratasen las encías, y había experimentado brevemente síntomas de trastornos mentales y conductuales: aletargamiento, aislamiento social, reflexión macabra. Podría decirse que había estado un poco deprimido: pero ¿a quién le gusta ir al dentista?
Esta secuencia de acontecimientos no parece nada fuera de lo normal —y no lo es—, pero resulta que su explicación habitual no es la única que hay.
La manera tradicional de interpretar este insignificante episodio mórbido comienza por mi respuesta inmunitaria a las infecciones y los traumatismos. La muela se había infectado a causa de alguna bacteria; las encías se habían inflamado como respuesta a esa infección; aunque el objetivo del dentista al taladrar y raspar fuese la curación a largo plazo, a corto plazo las encías se me inflamaron aún más y aumentó el riesgo de que las bacterias pasaran al torrente sanguíneo. La razón por la que fui al dentista, y lo que me sucedió en la consulta, se tradujo en un peligro para mi integridad física, una amenaza a mi supervivencia y un aviso para que el sistema inmunitario redoblara la reacción inflamatoria.
Definir y dar respuesta a esa cadena automática de causas y efectos que, a partir de un ataque físico, como una herida o una infección, produce la reacción inflamatoria del sistema inmunitario, es uno de los verdaderos triunfos de la medicina científica. Este es el triunfo de la inmunología, la ciencia que nos permite conocer casi todas las enfermedades y sustenta el éxito terapéutico de las vacunas, los trasplantes y los nuevos fármacos para combatir enfermedades como la artritis reumatoide, la esclerosis múltiple y cada vez más tipos de cáncer. Esta avanzadísima ciencia inmunológica nos explica minuciosamente que la infección de la muela inflamó las encías y por qué la cirugía agravó tanto la inflamación.
Pero la inmunología aún no sabe ni de lejos qué decir sobre cómo se siente el paciente tumefacto, o sobre los efectos de la inflamación en mis ideas o mi comportamiento. ¿Por qué quería estar solo? ¿Por qué quería quedarme en la cama? ¿Por qué estaba tan triste? Las respuestas a estas preguntas suele darlas la psicología, no la inmunología.
Así fue como mi mente me la jugó, como mi cita con la dentista debió de recordarme que mis dientes iban cada vez a peor, que estaban envejeciendo como yo. Y ese pensamiento debió de provocar un momento de pesimismo racional mientras calculaba cuántos años me quedaban de vida. Parafraseando mi autodiagnóstico, lo expresaré de otra manera: me deprimí temporalmente porque «pensé» en las repercusiones de la apicectomía. Mi estado mental era una reflexión o meditación sobre mi estado físico, no una consecuencia directa de este.
En la medida en que esta historia todavía no te sorprende, es que eres dualista. Pues la explicación médica convencional de lo que me sucedió es dualista —existe en dos planos (físico y mental)— y solo hay un confuso punto de conexión entre ellos. Todo lo que sucedió antes y durante mi cita con la dentista se explica precisamente en el plano físico, por parte de ciencias biológicas como la biología de las infecciones y la inmunidad. Todo lo que le sucedió a mi estado de ánimo y a mi conducta después de ir al dentista corresponde al plano mental, y de ello se encargó la historia que me contó mi mente sobre el envejecimiento.
En aquel momento, hacia 2013, cuando explicaba de esa manera mi propia experiencia de la inflamación y la depresión, el hecho de «conocer las causas» me tranquilizaba. Ahora, volviendo la vista atrás, por fin me sorprende. Me sorprende lo incompleta y enrevesada que parece ser la explicación dualista, sobre todo sabiendo que lo que me sucedió podría explicarse de una manera muy diferente. Hay otra forma de interpretar mi blues de la cirugía radicular. A lo mejor estuve temporalmente deprimido por culpa de la hinchazón, no porque pensara en sus consecuencias. La breve y pasajera inflamación de la boca podría haber causado directamente los cambios en la cognición, la conducta y el estado de ánimo que noté inmediatamente después de la intervención.
Desde el punto de vista lógico, esta nueva explicación es más sencilla que el clásico razonamiento dualista que utilicé cuando me conté la historia del envejecimiento. El flujo de aclaraciones no queda encallado en el plano físico, cuando me bajo del sillón del dentista, para luego resurgir como por arte de magia en el plano mental, cuando estoy desesperado en mi cama. Ahora la cadena de causas y efectos se desarrolla de principio a fin en el ámbito físico: desde la causa inicial de una muela infectada hasta el efecto final de un estado depresivo.
Sin embargo, la causalidad es difícilmente determinable desde el punto de vista científico. Para estar completamente seguros de que la inflamación puede causar depresión, deberíamos conocer las respuestas a estas dos importantes preguntas:
¿Cómo es que, exactamente y paso a paso, los cambios inflamatorios en el sistema inmunitario producen cambios en el funcionamiento del cerebro, de tal manera que las personas se sienten deprimidas?
Y, ante todo, ¿por qué está inflamado el enfermo en la depresión? ¿Por qué la reacción inflamatoria, que supuestamente está de nuestra parte, que ha evolucionado para ayudarnos a combatir las enfermedades, nos produce una depresión?
Cuando conocí a la señora P, hace unos treinta años, casi nadie hacía preguntas sobre la causalidad, y las respuestas científicas o médicas no eran convincentes.
En 2013, cuando me sometí a la apicectomía, las preguntas eran mucho más numerosas y precisas, y las respuestas cada vez más comprensibles, gracias al esfuerzo de una ciencia revolucionaria que ha seguido progresando con rapidez durante los últimos cinco años.3,4,5,6
Como muchas ciencias nuevas, esta ha surgido del contacto con otros campos del conocimiento más consolidados. Se sitúa en los límites entre la inmunología, la neurociencia, la psicología y la psiquiatría. Recibe una serie de desgarbados nombres compuestos —como neuroinmunología o inmunopsiquiatría— que reflejan su origen híbrido y su transgresiva pretensión de vincular entre sí el cerebro, el cuerpo y la mente mediante los mecanismos del sistema inmunológico. La neuroinmunología investiga la interacción del sistema inmunológico con el cerebro o el sistema nervioso, mientras que la inmunopsiquiatría se centra en la interacción del sistema inmunológico con la mente y la salud mental.
NEUROINMUNOLOGÍA E INMUNOPSIQUIATRÍA
Los primeros que se atrevieron a llamarse neuroinmunólogos for maban una minitribu a la que los científicos tradicionales miraban con recelo y condescendencia. Desde el punto de vista profesional, no estaba bien visto investigar la relación entre el cerebro (terreno de la neurociencia) y el sistema inmunológico (terreno de la inmunología). No se veía con buenos ojos sobre todo porque en el siglo xx se sabía a ciencia cierta que el cerebro no tenía nada que ver con el sistema inmunológico. Los glóbulos blancos y los anticuerpos del sistema inmunológico circulaban por el torrente sanguíneo y podían pasar a través del bazo, los ganglios linfáticos y otros órganos importantes para el sistema inmunológico. Pero las células y las proteínas del sistema inmunológico no podían filtrarse con tanta facilidad a través del cerebro porque estaba protegido por la barrera hematoencefálica (BHE). En la década de 1980, en la Facultad de Medicina, nos enseñaban que la BHE era algo así como un Muro de Berlín que mantenía el sistema inmunológico completamente separado del sistema nervioso. La solidez de la BHE llevaba a los científicos más conservadores a desdeñar de pleno las incipientes teorías de la neuroinmunología. ¿Cómo se les ocurría a los neuroinmunólo gos plantear en serio —desde 1990— que las concentraciones de proteínas inflamatorias detectadas en un análisis de sangre tuvieran nada que ver con el cerebro o la mente, cuando era bien sabido que las proteínas no podían atravesar la barrera existente entre la sangre y el cerebro? Era un error garrafal.
La metáfora del Muro de Berlín era la encarnación física de unas ideas antiguas profundamente arraigadas, unas ideas dualistas que se remontan a Descartes, según el cual la mente y el cuerpo, como decimos ahora, o el alma y el cuerpo, como decía él, son dos cosas completamente distintas. El dualismo cartesiano del siglo XVII es la piedra angular de la medicina científica occidental. Y el desligamiento del cerebro a causa de la rígida barrera hematoencefálica era una materialización concreta de esa filosofía. Cuando los primeros neuroinmunólogos sugirieron que las proteínas inflamatorias podían atravesar la BHE para actuar sobre la mente, les acusaron no solo de equivocarse respecto a los aspectos biológicos de la BHE, sino también de ser irrespetuosos con los principios filosóficos de la medicina científica.
Ahora es evidente que mucho de lo que aprendí en la Facultad de Medicina es falso. Cada vez es más evidente que la existencia de la BHE no impide la comunicación desde el punto de vista inmunológico entre el cerebro y el cuerpo. Ahora sabemos que las proteínas inflamatorias, denominadas citoquinas, envían señales a través de la BHE, desde el cuerpo hasta el cerebro y la mente. Me extenderé acerca de las citoquinas más adelante, pero si nunca has oído hablar de ellas, imagínatelas como unas hormonas que circulan por la sangre creando potentes efectos inflamatorios por el cuerpo, cerebro incluido. Así pues, cuando la dentista empezó a examinarme las encías y a rasparme los dientes, hizo que las células inmunitarias de mi boca produjeran citoquinas, que luego circularon por todo mi cuerpo y por la sangre, y enviaron señales inflamatorias a través de la supuestamente impermeable BHE hasta llegar a las células nerviosas del cerebro, e hicieron que mi mente se inflamase.
¿QUÉ ASPECTO TIENE UNA MENTE INFLAMADA?
Yo creía, sin haberme detenido a reflexionar demasiado sobre ello, que la inflamación mental se parecía a la física. Como sabemos desde tiempos de los romanos, el cuerpo se enrojece y se hincha cuando está inflamado. Así que solía imaginar que la mente inflamada se ponía roja y se hinchaba; que era desmedida, apasionada y potencialmente peligrosa; que estaba fuera de sí; más próxima, en la jerga psiquiátrica, a un estado maníaco. Pero la imagen de una mente inflamada que me viene ahora a la cabeza es casi lo contrario: no se trata de una persona colérica y agresiva, sino de alguien melancólico e introvertido. Como la señora P, con las manos hinchadas y deformadas por la enfermedad articular inflamatoria, preguntándose en silencio por qué se sentía tan triste y agotada. Ahora pienso en ella como un caso típico de mente inflamada, no en sentido metafórico, sino mecanicista.
El paso de las metáforas a los mecanismos de la mente inflamada comienza por reconocer la abrumadora evidencia de que existe un fuerte vínculo entre inflamación y depresión. Lo mejor es empezar admitiendo esa circunstancia, que a menudo está oculta a simple vista. Pero las cuestiones clave están relacionadas con la causalidad. Para que una nueva forma de pensar arraigue hay que dejar bien claro que la inflamación no está solo vinculada o asociada a la depresión, sino que también puede causarla directamente.
Una forma de separar la causa y el efecto es observando la secuencia de acontecimientos en el tiempo. Las causas preceden a los efectos. De manera que si la inflamación fuera la causa de los síntomas depresivos, tendríamos que encontrar casos en que se produjera antes que la depresión, y en las últimas investigaciones se han encontrado algunos. Por ejemplo, en un estudio realizado en 2014 con 15.000 niños en Bristol y en el suroeste de Inglaterra se observó que los niños que no estaban deprimidos, pero sí presentaban una ligera inflamación a los nueve años de edad, tenían más probabilidades de deprimirse al cabo de diez años.7 Este es uno de los numerosos estudios hechos con seres humanos, y de los cientos con animales, que demuestran que la inflamación puede adelantarse o preceder a la depresión o a las conductas depresivas.
Sin embargo, el hecho de que suceda primero no basta para considerarla como una causa de la depresión. Los científicos y los médicos más escépticos querrán conocer, paso a paso, los mecanismos biológicos exactos que llevan de la inflamación a la depresión, desde las citoquinas de la sangre hasta los cambios cerebrales que a su vez producen cambios depresivos en el estado de ánimo. Los últimos experimentos efectuados con animales y con personas también respaldan esta teoría.
Si a una rata se le inyectan bacterias infecciosas en un experi mento, se comporta un poco como yo tras ir al dentista. Deja de relacionarse con otros animales, no se mueve tanto como antes y sus ciclos de sueño y alimentación se alteran. En definitiva, las infecciones suelen provocar un síndrome en los animales (denominado «conducta patológica») que se parece en cierto modo a la depresión humana. De hecho, ni siquiera es necesario infectar a una rata para observar este comportamiento patológico. Basta con inyectarle citoquinas para demostrar que lo que causa el síndrome no es el germen, sino la respuesta inmunitaria a la infección. No cabe duda de que en los animales provoca conductas similares a la depresión (véase la nota 3).
También comprendemos qué efectos produce la inflamación en el cerebro de ratas y ratones. Sabemos que las células nerviosas expuestas a las citoquinas tienen más probabilidades de morir y menos de regenerarse. Sabemos que cuando las células nerviosas se inflaman, las conexiones o sinapsis entre ellas tienen menos capacidad de aprender patrones de información y que la inflamación reduce el aporte de serotonina, que actúa como transmisora entre las células nerviosas. En el caso de los animales, al menos, se va perfilando una cadena explicativa que vincula la inflamación del cuerpo físico a determinados cambios en el funcionamiento de las células nerviosas en el cerebro, lo cual provoca una conducta patológica semejante a la depresión.
No es fácil determinar la cadena de conexiones equivalente en los seres humanos. No podemos infectar a las personas con bacterias peligrosas, ni podemos inyectar citoquinas (o lo que fuere) en el cerebro de personas sanas, y es imposible observar qué les hace la inflamación a las células nerviosas humanas, célula por célula. La inmensa mayoría de las células nerviosas humanas (unos cien mil millones) están apiñadas en el cerebro, y este se encuentra muy bien protegido del exterior por el cráneo. La única forma de «ver» qué sucede dentro del cráneo es recurriendo a técnicas de exploración cerebral, como la resonancia magnética (RM). Y las últimas investigaciones que han utilizado la RM han empezado a demostrar que la inflamación del cuerpo puede tener un efecto causal directo en el cerebro y en el estado de ánimo. Por ejemplo, cuando se inyectaba una vacuna contra la fiebre tifoidea a jóvenes sanos, su sistema inmunitario reaccionaba como el de una rata a la que se le inyectan bacterias, y los niveles de citoquina en la sangre se disparan. Los voluntarios vacunados también se deprimían un poco y la depresión subsiguiente a la vacuna se asociaba a una mayor activación de las regiones del cerebro programadas para expresar las emociones.8
Así que la inmunopsiquiatría ha evolucionado hasta el punto de permitirme responder de manera lógica a la pregunta de por qué me deprimí tras ir al dentista. No necesito un «fantasma en la máquina». Podría argumentar que el aluvión de citoquinas generado por la apicectomía envió una señal inflamatoria a través de la BHE para producir un cambio en las redes de procesamiento emocional de las células nerviosas del cerebro, lo que a su vez causó un episodio de depresión que me llevó a pensar en la muerte. Hay pruebas experimentales fehacientes para cada paso de esta extraordinaria explicación antidualista, que, sin embargo, sigue estando incompleta. Hay sin duda lagunas y anomalías en las pruebas existentes, como ocurre siempre que la ciencia avanza rápidamente. Pero, aunque supiéramos explicar «cómo», aún tendríamos que conocer «por qué».
La única respuesta aceptable desde el punto de vista científico tiene que ver con la evolución. ¿Por qué causa depresión la inflamación? Solo puede ser a causa de la selección natural. Debe de haber algún modo en el que una respuesta depresiva a una infección o a cualquier otro problema inflamatorio sea (o haya sido) ventajosa para nuestra supervivencia.9, 10 Y debemos haber heredado genes seleccionados de manera natural durante generaciones anteriores para tener más probabilidades de beneficiarnos de una respuesta depresiva a la inflamación. Puedo argumentar que si me deprimí pasajeramente tras ir al dentista, es porque he heredado genes que les sirvieron a mis antepasados para superar infecciones. Esta herencia genética podría haberme ayudado a recuperar me del leve trauma de la apicectomía eliminando los gérmenes infecciosos y haciendo que guardase cama y reservase mi energía.
Evidentemente, la verdadera importancia de estas nuevas ciencias afines que son la neuroinmunología y la inmunopsiquiatría no reside en que me permitan explicar de otra manera por qué no me gusta ir al dentista. Es mucho más importante que, una vez que hayamos empezado a trazar el camino que hay que seguir desde el cuerpo, a través del sistema inmunológico, hasta el cerebro y la mente —una vez que hayamos elaborado un concepto posdualista de la mente inflamada—, deberíamos ser capaces de encontrar nuevas formas de tratar los problemas de salud mental.