En todas las sociedades, como en las personas, existe una tensión entre lo que Baruch Spinoza denominaba las «emociones tristes» y las emociones amables o plácidas. Cada país tiende hacia un polo u otro, y esto define su identidad cultural. Algunas naciones se han inclinado demasiado hacia los sentimientos malsanos, sobre todo en el ámbito de la política.
Es el caso de España en determinados momentos de su historia, así como de América Latina, una región que ha padecido demasiados conflictos que se habrían podido resolver, pero terminaron en una guerra, proyectos truncados por disputas, buenas leyes que no se promulgaron por la incapacidad de llegar a acuerdos o líderes sensatos que se perdieron por sus mezquindades. Todos estos pesares habrían sido más fáciles de superar si no hubiesen estado envenenados por las furias de la política, por el cerramiento emocional de los espíritus.
Este libro explora la historia del continente latinoamericano a partir de las emociones y muestra cómo esa perspectiva permite un mejor entendimiento de sus problemas: la violencia, la corrupción, la falta de unidad social, la ineficacia del Estado, el incumplimiento de las leyes y las dificultades para consolidar la democracia. Así, Mauricio García Villegas analiza el papel que el dolor y el odio han ejercido en los asuntos sociales y políticos de América Latina.
Te podría interesar
Fragmento del libro de Mauricio García Villegas “El viejo malestar del nuevo mundo“, editado por Paidós © 2023. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Mauricio García Villegas es doctor en Ciencia Política por la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) y doctor honoris causa por la Escuela Normal Superior de París-Saclay. Asimismo, es profesor en el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia y profesor afiliado en el Instituto de Estudios Legales de la Universidad de Wisconsin y en el Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Grenoble, además de investigador en la organización Dejusticia y columnista de El Espectador.
El viejo malestar del Nuevo Mundo | Mauricio García Villegas
1
Animales emocionales
Las emociones
Hasta hace relativamente poco se pensaba que los sentimientos eran un atributo exclusivamente humano, el espejo de cada alma irrepetible. Incluso cuando se supo del origen evolutivo de las especies, se creía que la conciencia era el producto noble de las cumbres de la selección natural. Pero el mismo Charles Darwin, en la segunda mitad del siglo xix, intuyó que esa impresión era falsa y que, en realidad, los sentimientos tienen antecedentes remotos, en el origen mismo de la vida. En la actualidad, sabemos (y se sabrá mucho más en las décadas venideras) que los animales sienten y que los que están dotados de un sistema nervioso complejo experimentan alegrías y tristezas, como nosotros. Se han encontrado formas básicas de conciencia emocional en organismos unicelulares, esponjas, hidras y cefalópodos. Los seres vivos más elementales detectan el entorno a partir de mecanismos sensoriales básicos. De ahí derivan sensaciones que se valoran de manera positiva o negativa, según favorezcan o no su fuerza homeostática. Esas valoraciones primitivas, que António Damásio denomina «valencias», son el origen de las emociones. Algunos lograron crear imágenes de su entorno, las emociones se juntaron formando experiencias mentales y todo eso dio lugar a lo que denominamos sentimientos. Cuando los vertebrados fueron capaces de articular un lenguaje, la conciencia adquirió formas más sutiles, más complejas y cooperativas. En este barro emocional se amasó la cultura humana.
Entre los muchos dilemas que caracterizan nuestra cultura occidental, tal vez no haya uno más central, más visible, que el que opone lo racional a lo emocional. Platón dice, en el Fedro, que el alma es como un carro tirado por dos caballos alados y dirigidos por un auriga (un esclavo cochero) que viaja por el cielo. Uno de los caballos es bello, bueno y de pelo blanco, el otro es feo, malo y de pelo negro. Durante el viaje celeste, el caballo negro se rebela, desequilibra el carro y lo hace caer a tierra, con lo cual el alma queda atrapada en un cuerpo. A partir de ese momento, el ser humano, con su alma cautiva, trata de domesticar al caballo negro para que vuelva a volar y regrese a la mansión celestial. David Hume, al contrario que Platón, afirma que «la razón es y debe ser esclava de las pasiones, nunca puede pretender otra función que no sea servirlas y obedecerlas». Los fines que buscamos están definidos por las pasiones, pensaba Hume, y lo único que hace la razón es refrendar esa elección. Lo cierto es que no existe tal dicotomía, salvo quizás cuando se trata de psicópatas (que razonan, pero no sienten) o de bebés (que sienten, pero no razonan, aunque de esto ya se empieza a dudar). Las emociones vienen sujetas a valoraciones racionales y estas, a su vez, producen emociones, de tal manera que ambos procesos, el emocional y el racional, están superpuestos.
La parte emocional de nuestro ser es mucho más fuerte e influyente y está más presente que la parte racional. Todo, o casi todo, lo que mueve al Homo sapiens, desde el llanto atónito del recién nacido hasta el lánguido suspiro del moribundo, pasando por los sabores en el paladar, las imágenes en los ojos, las sensaciones en las manos, el empujón en el metro, el placer envolvente del sexo, el goce del viento frío en la cara, los sortilegios del amor, la revelación de la literatura, las recompensas de la amistad, todo eso y muchísimo más, adquiere sentido por las emociones. «En sí mismo —explica Yuval Noah Harari—, el universo es una mezcolanza de átomos sin sentido. Nada es inherentemente bello, sagrado o sexy, pero los sentimientos humanos hacen que lo sea.»
La civilización está anclada en los afectos de forma sólida. No hay cultura, gobierno, ciencia, filosofía, pasatiempo, justicia o religión que no obedezca a una chispa emocional. No podría explicarse nada sin el asombro ante la belleza, la compasión ante el dolor o la rabia ante la injusticia. El intelecto, con sus razones, viene después, a veces para encauzar ese torrente de sensaciones, a veces para moderarlo, a veces para impulsarlo y otras veces para asistir, impávido, a su paso arrollador. Más que animales racionales somos animales emocionales.
Antes de empezar la vida ya estamos predispuestos, formateados. Las circunstancias nos condicionan aún más, empezando por los factores que inhiben la información contenida en los genes (lo que estudia la epigenética) y llegando a la geografía, las condiciones económicas y los grupos sociales que encontramos a lo largo de la existencia. A pesar de este doble determinismo, no estamos programados de manera ineluctable: podemos variar el rumbo que nuestro material genético nos tiene indicado, pero para eso necesitamos empeñarnos en ese cambio. Las emociones (y los sentimientos que ellas conforman) tienen algo de innato, pero también algo de cultural, por eso podemos modificarlas, moldearlas, atenuarlas o acentuarlas. Esa es la buena noticia. La mala es que, cuando no hacemos un esfuerzo por intervenir en esos arreglos, cuando somos fatalistas y perezosos, cuando nos dejamos llevar por las ideologías y las religiones, las emociones se imponen y nos llevan, como lazarillos, por rumbos peligrosos. Esa es la cara evasiva de la libertad.
En nuestro cerebro, dicen los científicos cognitivos, operan dos sistemas (Dual Process Theory of Reasoning). El primero, al que simplemente denominan «sistema uno», es automático, emocional e inconsciente: en él operan nuestros instintos más profundos (gut-thinking), de los cuales nos valemos para encarar la mayor parte de nuestras relaciones sociales y afectivas. El segundo, o «sistema dos», es lento, deliberativo y lo utilizamos para calcular y hacer operaciones racionales. El Premio Nobel de Economía Daniel Kahneman, en Pensar rápido, pensar despacio, un libro muy leído en los últimos años, hace un recuento detallado de las innumerables situaciones en las cuales el sistema uno, el emocional, se impone sobre el sistema dos, el racional. Mientras que el primero siempre está activo, enviando señales y no requiere de ningún empeño, el segundo suele ser perezoso y solo controla al sistema uno cuando nos concentramos y hacemos un esfuerzo.
La omnipresencia de las emociones le da la razón a Hume, aunque la metáfora de la razón-esclava parece una exageración. Si la racionalidad obedece, se trata de una sierva rebelde que a veces se niega a seguir las órdenes de su amo. Jonathan Haidt, un psicólogo social que he leído con interés y deleite, propone ilustrar la relación entre las emociones y la racionalidad con la metáfora del elefante guiado por un jinete. El animal, que representa las emociones, es grande e indomable y por eso el montador solo consigue imponerle algunos movimientos. Esta metáfora, sin embargo, no termina de convencerme. Nunca me he subido a un elefante y por eso no sé apreciar la dificultad que tiene un jinete para dominarlo, pero me parece que la relación entre la razón y las emociones es más inestable e impredecible, no sé si más difícil. Tal vez una metáfora más clara, me atrevo a decir, sea la del tripulante de un kayak, con habilidades básicas, navegando por aguas bravas. El agua representa las emociones y cambia de manera constante, el tripulante representa la racionalidad y hace un esfuerzo por superar las corrientes, pero ellas suelen ser más fuertes que sus brazos y por eso su rumbo es incierto. A veces se estrella contra las rocas que salen del lecho del río, a veces se desliza por charcos apacibles, a veces es intrépido y pasa veloz por las corrientes y a veces es torpe y se embrolla en un remolino o se deja llevar por las aguas turbulentas. Podrá, con mucho esfuerzo, remontar la corriente de las emociones, pero en los rápidos, aunque se oponga, será arrastrado. Puede haber circunstancias agravantes, como las lluvias torrenciales, los vientos o las crecidas.
El tripulante evolucionó para transitar por el río según el capricho de las aguas pero, con el paso del tiempo, fue adquiriendo confianza y destreza para imponerse y desviar el curso. Las emociones no son tontas, afirma Haidt, y por eso se dejan convencer con buenas razones. El problema es que las buenas razones no aparecen de manera inmediata (como las emociones), sino que requieren esfuerzo, comparaciones, valoraciones, operaciones mentales que implican tiempo y gasto de energía. Por eso, con mucha frecuencia, las razones no nos salvan, más bien asisten indiferentes a nuestra caída. O, peor aún, a veces nos empujan hacia el desfiladero. Pero, como digo, este resultado no es ineludible: a veces, gracias a un momento de reflexión, un par de ideas nos dan la mano justo antes de dar el paso fatal.
La imaginación
La oscuridad llena de fantasías, excita siempre los sentidos, confunde a la esperanza con el dulce veneno de los sueños.
Stefan Zweig
Los últimos diez mil años del planeta Tierra han sido extraordinarios. En ese brevísimo lapso de la historia de la vida, el Homo sapiens se impuso a sus congéneres Homo, inventó la agricultura, la rueda, el mito, la escritura, la ciencia y copó casi todo el espacio planetario. ¿Cómo fue posible semejante triunfo en tan poco tiempo? Mientras que un potro recién nacido es capaz, en unas horas, de levantarse, caminar y hasta correr, un niño necesita más de un año para andar y no se vale por sí mismo antes de los ocho o diez años. Cuando crece y se convierte en adulto, no tiene la fuerza de los grandes mamíferos, su vista es muy limitada comparada con la de las aves, su olfato es rudimentario comparado con el del resto de los mamíferos, no puede volar y cuando se sumerge en el agua es torpe y vulnerable. ¿Dónde está entonces su ventaja? Durante mucho tiempo se pensó que era su facultad de razonar, de analizar el presente sin olvidar el pasado y de disponer lo necesario para mejorar su futuro. Todo eso es importante, sin duda, pero un éxito tan formidable requiere algo más. La imaginación, esa capacidad para hacer volar la mente, es ese algo. Harari lo explica de esta manera: a diferencia de otras especies cercanas, el Homo sapiens logró convertir las fantasías en versiones de la realidad que tomó por ciertas. La imaginación le permitió crear lazos de solidaridad y colaboración entre miles, millones de individuos. Los elefantes o los chimpancés forman grupos cerrados en los que todos se conocen y se ayudan, pero no superan los cien o ciento veinte miembros. El Homo sapiens, en cambio, valiéndose de una ficción, forma grupos inmensos de individuos que no se conocen pero se sienten unidos entre sí. Dos serbios que nunca se han visto, dice Harari, pueden dar la vida el uno por el otro, «porque ambos creen en la existencia de la nación serbia, de la patria serbia y de la bandera serbia». No lo hacen por ser humanos, sino por ser serbios.
No solo creó el mito, sino que lo convirtió en una explicación de su existencia. Las historias de dioses, de reyes bendecidos por esos dioses, de códigos justos y de pueblos escogidos se convirtieron en relatos creíbles. No son mentiras, son ficciones: es decir, mentiras que se asumen como verdades. La imaginación les puso alas a las emociones. Sin ella, la realidad tendría los límites que ponen nuestros ojos. Los hechos serían planos: una cuchillada, un beso, un parto, una floración, el rocío de la mañana, un plato roto, un apretón de manos, un disparo por la espalda, un amanecer, una caricia en la mano... Todo tendría el mismo tono y nos dejaría con la misma indiferencia. Ni los más cínicos ven la realidad de esa manera, incluso ellos tienen un medidor interno de emociones que los lleva a separar lo bueno de lo malo, lo bello de lo feo, lo útil de lo inútil, lo asombroso de lo trivial. Su cinismo reside en desconocer el medidor común, no en dejar de medir.
La imaginación ofrece una certeza que nos saca de la penumbra de la ignorancia. Si no sabemos qué pasó, qué vendrá después, cuánto tiempo pasará, dónde encontrar alivio, qué mal nos aqueja, cuánto falta, quién lo sabe o qué hay detrás, nos fabricamos una historia que nos saque de la duda y nos ponga en acción. Cuando no encontramos una respuesta satisfactoria a una pregunta difícil, recurrimos a una pregunta próxima a la que podamos responder fácilmente. Daniel Kahneman, en Pensar rápido, pensar despacio, muestra la facilidad con la que esquivamos la ambigüedad, armando historias cerradas, coherentes, que no dejan lugar a la duda. Las explicaciones simples, así sean falsas, siempre son preferibles a las explicaciones complejas y verdaderas. Preferimos construir una historia coherente cuando nuestro conocimiento es escaso (cuando las piezas del rompecabezas son pocas) que cuando sabemos mucho.
Tenemos una capacidad casi ilimitada para ignorar nuestra ignorancia. Subestimamos el papel que juega el azar en los acontecimientos naturales y sociales. El miedo a que algo ocurra está más relacionado con la imagen que nos hacemos del evento que con la probabilidad. Muere más gente por resbalar en un baño o por accidentes de tráfico que por la caída de aviones o por actos terroristas, y aun así las personas le temen mucho más a lo segundo que a lo primero. Muchas veces, como explica Neil deGrasse Tyson, sabemos poco, pero lo suficiente para creer que sabemos mucho y no darnos cuenta de que estamos equivocados. Una vez vi este grafiti: «Si no tienes dudas es porque no estás prestando atención». Vivimos en la representación de la realidad, y por eso confundimos la experiencia de la vida con el recuerdo de lo que vivimos.
Estamos preparados para la acción, no tanto para el saber. Lo nuestro es el juego de la militancia, no el de la verdad. Lutero nos representa cuando dice: «Por amor al bien y por el mayor aprovechamiento de la Iglesia, no hay que tener miedo de decir una buena gran mentira». Las teorías realistas del poder, desde Maquiavelo, hacen eso: justifican la mentira, entre otras muchas cosas, en aras del fortalecimiento del poder. Se estima que el presidente Trump, en Estados Unidos, mintió unas treinta mil veces durante su mandato, pero esto no parece haber inquietado a sus seguidores, que siguen siendo aproximadamente el 40 por ciento de la población del país. ¿Cómo es esto posible? Pues porque para los humanos lo cierto es menos importante que lo valioso o, mejor dicho, lo valioso es lo cierto. Que Trump mienta es, para sus seguidores, un hecho menor, incluso justificable, cuando de lo que se trata es de salvar al país de una turba de socialistas que ponen en peligro su proyecto de «hacer que Estados Unidos sea grande de nuevo».
Vamos por el mundo buscando pruebas de nuestras creencias, no buscando verdades, lo cual se conoce como el «sesgo de confirmación»: estamos menos empeñados en saber lo que ocurre que en probar lo que ya sabemos. La diferencia entre, por ejemplo, quienes creen en el cambio climático y quienes no lo hacen reside menos en sus competencias científicas en la materia (pocos las tienen) que en la manera en la que cada una de esas posiciones encaja en su ideario político. Es más, buscamos argumentos con la idea de mejorar la imagen que tenemos en el grupo al cual pertenecemos. Bertrand Russell dice que todas las personas «están rodeadas por una nube de convicciones reconfortantes que las acompañan, como moscas en un día de verano». Nos asaltan demasiadas razones para perder la esperanza: el pasado nos encadena y el futuro es incierto, pero queremos mejorar, encontrar un estado de paz y felicidad. El realista coquetea con la depresión y el optimista con la ignorancia. La nube de Russell es un tónico para la voluntad y un antídoto contra la duda.
Los seres humanos estamos poco dispuestos a reconocer los errores propios y las virtudes ajenas. «Realismo ingenuo» (naif realism), le llaman los psicólogos sociales a esa disparidad: queremos que los otros valoren la realidad tal como nosotros lo hacemos y, cuando eso no ocurre, cuando los demás difieren en esa apreciación, terminamos creyendo que su entendimiento está nublado por la ideología o por el odio. Si nos preguntan cuáles son las virtudes y los defectos de las personas que nos rodean, acometemos esa respuesta con confianza y es muy posible que acertemos. Si, en cambio, nos preguntan cuáles son nuestros defectos, podemos hacerlo, pero es posible que nuestra respuesta tenga fallos. Pero si nos preguntan cuáles creemos que son los defectos que los demás ven en nosotros, entonces difícilmente acertamos. Por lo general, cada persona es el héroe de su propia historia.
El resultado de todo esto es doble. En primer lugar, a los enemigos los vemos con una lupa agrandada y tendemos a creer que están apoderándose del mundo y de la sociedad y que ya vienen por nosotros. En segundo lugar, somos moralistas. Obtenemos placer del hecho de juzgar, de separar a los buenos de los malos y proclamar a los cuatro vientos qué es lo que debe hacerse y cómo. Hablar mal de los demás, exagerar sus defectos y condenarlos en la hoguera de las palabras es un ejercicio mental que nos complace porque de él derivamos una sensación de superioridad.
Para no caer en el círculo vicioso del desaliento, el Homo sapiens cambió el realismo por la fantasía. Nos mentimos haciendo las mentiras en verdades. Una parte de nuestro cerebro registra la conveniencia de la ficción, otra parte duda y sabe que aquello es una creación de la mente. Pero la duda es vencida por la ficción. No es un resultado inevitable, pero sí frecuente. Estamos perdidos en un planeta insignificante, en medio de una galaxia ordinaria, ubicado en un rincón anodino de un universo de miles de galaxias que no conocemos. Sin embargo, muchos creen que hubo un hacedor del universo que, entre toda la materia infinita, los eligió, les encomendó una misión y, a la postre, los salvará de la muerte. Tiendo a pensar que nos parecemos más a Sísifo, rey de Corinto, condenado por los dioses a subir una roca hasta la cima de la montaña para dejarla luego rodar y volver a subirla de nuevo, aunque, debo aclarar, le doy el sentido redentor que Camus le da a ese mito.
Hay una célebre fábula de Esopo en la que una zorra encuentra un racimo de uvas maduras y apetitosas colgadas en lo alto de una rama. Intenta alcanzarlas, pero no lo consigue y, al cabo de un rato, para liberarse de la frustración, se dice a sí misma: «Pero para qué me esfuerzo tanto si esas uvas están verdes» (imagen 2, en el cuadernillo).
En las relaciones sociales nos las arreglamos para salir bien librados. Si tuvimos un rendimiento pobre se lo atribuimos a las circunstancias en las que nos tocó trabajar. Si de lo que se trata es de valorar el bajo desempeño de los demás, en cambio, pensamos que su desidia lo explica todo. Los psicólogos le llaman a esto «error fundamental de atribución»: el mérito y la suerte se reparten según la conveniencia del momento.
Shankar Vedantam escribió hace poco un libro (Useful Delusions) sobre los beneficios del autoengaño, en el que muestra cómo nos mentimos de manera sistemática para ser más felices y alcanzar nuestras metas. Querer creer es una pulsión más fuerte que lograr saber. El efecto placebo, por ejemplo, funciona porque ansiamos la cura y confiamos en el medicamento que nos prescriben. Vedantam habla incluso de cirugías placebo que alivian a los pacientes. Los publicistas explotan como nadie esa fuerza del querer. Si en un gimnasio se ofrecen dos tipos de bebidas energéticas pero una de ellas vale la mitad, a pesar de ser el mismo producto, quienes compran la bebida costosa tienen un mejor rendimiento y reportan sentirse menos cansados que quienes compran la bebida barata. En 1984, la compañía de automóviles General Motors, en California, se alió con Toyota para sacar al mercado el Geo Prizm, un automóvil idéntico al Corolla salvo por el aspecto externo y con un precio más bajo. En las encuestas hechas a los usuarios de ambos coches, sin embargo, el Corolla siempre aparece evaluado por encima del Geo Prizm y, además, el primero dura más, tiene una vida más larga.
El 21 de mayo de 2011, el pastor Harold Camping predijo que el mundo se acabaría. Unos meses después, dado que todo seguía en pie, justificó su error diciendo que su dios misericordioso había pospuesto la fecha. Para sus fieles, fue una explicación satisfactoria. Marian Keech creó en 1954 un movimiento religioso fundamentado en una profecía interespacial. Keech sostenía que los habitantes del planeta Clarión habían contactado con ella para informarle de que el mundo se terminaría después de un terrible diluvio planetario, exactamente el 21 de diciembre de 1954. El fracaso de esta predicción no solo no acabó con los seguidores de la señora Keech, sino que los fortaleció como grupo. Todo esto es, sin duda, desconsolador desde el punto de vista intelectual, pero forma parte de los dispositivos genéticos que fueron claves en nuestra evolución como especie animal. Stephen Hawking dice que «el gran enemigo del conocimiento no es la ignorancia, es la ilusión del conocimiento». Es verdad, pero esa ilusión es la gran aliada de las luchas individuales y tribales que nos pusieron donde estamos.
Las mentiras se apiadan de nosotros. Nos cuesta aceptar que la causa de muchas cosas sea simplemente el azar y, con frecuencia, inventamos un orden de acontecimientos allí donde solo hay albur. Armamos historias para lidiar con nuestras frustraciones. La derrota de la Armada Invencible se considera un emblema de la grandeza de los ingleses y de la torpeza de los españoles, pero, según afirma Fernand Braudel, en todo ello tuvieron más peso los fuertes vientos que los malos militares. Paliamos las dificultades con relatos sedantes. Para el miedo a la muerte, santos y dioses; para la tacañería, una necesidad apremiante; para las ansias de gloria, un pueblo elegido; para el odio, una guerra santa; para el amor difícil, una promesa eterna; para la esperanza, una tierra prometida; para la venganza, un infierno; para un país en crisis, un salvador de la patria; para el desconsuelo, la autocompasión; para la pereza, la fatalidad.
En ningún ámbito de la vida el autoengaño es tan fuerte como en las cuestiones de patrias y de religiones. La cohesión interna de una sociedad depende de ello, del mito, que se arma con la selección de algunos hechos ciertos (una batalla, una conquista), con el olvido, o incluso la negación, de otros hechos que también ocurrieron y con la reconstrucción de todo ello (hechos y silencios) en un relato idílico. Para los estadounidenses, su país es la tierra de la libertad y de las oportunidades gracias al valor inigualable y a la sabiduría de sus soldados libertadores y de sus padres fundadores. No solo se exagera el valor de aquellos héroes y la sintonía ideológica que los animaba, sino que también se olvida la tozuda presencia del racismo en esa sociedad. Algo parecido se puede decir, en mayor o menor medida, de todos los países.
El tribalismo es una fuerza vital de una gran importancia en el Homo sapiens. Ya lo decía Darwin en El origen del hombre:
Cuando dos tribus de hombres primitivos, habitantes del mismo país, han entrado en competencia, si una de ellas (siendo iguales las demás circunstancias) contiene un número mayor de individuos valerosos, dispuestos siempre a advertirse del peligro, a ayudarse y a defenderse, es muy probable que esta tribu obtenga la victoria y venza a la otra [...] La superioridad que las tropas disciplinadas tienen sobre las hordas indisciplinadas es resultado principalmente de la confianza que cada individuo tiene en sus camaradas [...] Los pueblos egoístas y levantiscos están desprovistos de coherencia, sin la cual nada es posible.
Venimos de esos grupos de individuos del género Homo que tenían la particularidad de contar con miembros muy dispuestos a darlo todo por el bien del grupo. Esa condición, en conflicto con otros rasgos de nuestra personalidad pero en sintonía con nuestra capacidad para imaginar y convertir la imaginación en un autoengaño útil, nos dividió en grupos cohesionados con tanta capacidad para unir a sus miembros como para repeler a los extraños. Ryszard Kapuscinski, en su libro Ébano, cuenta la extraordinaria historia de los américo-liberianos: la American Colonization Society, una compañía creada para indemnizar a la población negra esclavizada, compró grandes extensiones de tierra en Liberia para llevar allí a esclavos liberados de Estados Unidos, de tal manera que pudieran vivir en la tierra de sus antepasados. A partir de 1821, y durante varios años, llegaron barcos llenos de antiguos esclavos para poblar estas tierras. No sabían leer ni escribir, ni estaban cualificados para ser artesanos u obreros. En 1847 eran ya unos seis mil repatriados. En contra de las expectativas de sus bienhechores, los recién llegados no besaban la patria de sus ancestros ni se abrazaban con sus nuevos conterráneos. Al contrario, los americo-liberians, el nombre con el que se identificaron, tuvieron, desde el inicio, unas pésimas relaciones con los nativos, sus muy probables parientes, pues se sentían diferentes y más civilizados. Al no poder diferenciarse por el color de la piel, lo hicieron con el vestido: los hombres, en el calor abrasador de la selva, usaban frac, pantalones tipo Spencer, bombín y guantes blancos, y las mujeres salían a la calle ataviadas con crinolinas, pelucas y sombreros adornados con flores artificiales. También construían sus casas como las de sus antiguos amos en el sur de Estados Unidos, y, en cuanto a su religión, eran todos unos escrupulosos baptistas metodistas. Los américo-liberianos gobernaron el país durante más de un siglo e implementaron un sistema de segregación racial antes de que lo hicieran los afrikáners blancos en Sudáfrica.
La identidad tribal o cultural se suele sobreponer a la raza, a la clase social y a la geografía, como lo vemos incluso hoy en día en Europa con las tensiones identitarias que amenazan, en mayor o menor medida y con casuísticas diferentes, con fragmentar algunos países, como España, Bélgica o Gran Bretaña. La historia de Robinson Crusoe, perdido durante veintiocho años en una isla tropical, nos llama la atención justamente porque va en contra de nuestros instintos sociales. Los grupos a los que un ser humano pertenece durante el curso de una vida definen su existencia y su identidad. «Soy parte de un todo, sigo sus acciones y estoy sometido a sus influencias», dice Émile Durkheim. El grupo es barro de nuestro barro y hacemos todo lo posible para que esto se sepa. De ahí la costumbre ancestral de tatuar la piel, de pintarla y de adornarla con vestimentas y objetos que indican la pertenencia a un clan o a una cultura. Incluso en estos últimos tiempos en los que el individualismo parece florecer en todas partes, la ficción grupal, desde la familia hasta la patria, juega un papel social y político esencial. El tribalismo es una prolongación del yoísmo: empieza con la familia y se extiende a los amigos, a los colegas, a los vecinos, a los hinchas de nuestro equipo y a los compatriotas. Tenemos, según explica Jonathan Haidt, un abogado interno que nos defiende de todo lo que hacemos y de lo que hace nuestro grupo, de tal manera que nos convencemos de que todo eso está bendecido por un principio de inocencia y, por supuesto, de que todo lo que hacen nuestros enemigos está inspirado por un principio de maldad.
La imaginación gobierna el mundo, afirma Napoleón. No solo el mundo religioso, sino también la sociedad, el mercado, la política y, por supuesto, el arte y la filosofía. La economía, por ejemplo, no podría existir sin la ficción del dinero. En la época del trueque, las personas cambiaban una cosa por otra equivalente: un caballo por el fruto de una cosecha, un par de zapatos por una semana de abrigo en una habitación. La moneda hizo posible que los compradores no tuvieran que aportar lo correspondiente al valor del bien comprado. En lugar de ofrecer dos cabras para obtener diez sacos de trigo, se entrega una moneda de cinco denarios. Sin esa ficción (la moneda equivale al valor de las cabras) el mercado no sería posible. Y qué decir del oro, un metal casi inservible, al que veneramos como si fuera lo más excelso de la naturaleza. Algo parecido pasa con el sistema político. Obedecemos las leyes porque creemos que los legisladores representan la voluntad del pueblo, pero esa voluntad no es fácil de establecer y cada cual la explica a su antojo. Todos los sistemas jurídicos están sustentados en ficciones, empezando por la que sostiene que la validez de una norma depende de otra superior hasta llegar a la Constitución, que es la norma suprema, y luego hasta llegar a la soberanía popular. Quizás ninguna invención de la mente haya sido tan poderosa como las religiones. En la actualidad existen diecinueve grandes sistemas religiosos y miles de credos pequeños, y casi todos surgieron en los últimos dos milenios. Si contamos hacia atrás, el número de dioses se multiplica por miles, quizás por cientos de miles. Por eso Richard Dawkins dice, con algo de sarcasmo, que la diferencia entre los creyentes y los ateos es simplemente que estos últimos van un paso por delante en la tarea de destronar dioses. Algún día, sostiene, las deidades actuales desaparecerán, de la misma manera que Zeus, Thor y Amón-Ra y los unicornios rosados desaparecieron en el pasado.
En casi todas las ficciones hay algo de realidad. No sería posible creer en el valor del dinero si no existiera un orden económico funcional respaldado por millones de personas convencidas de que los billetes y las tarjetas de crédito valen lo mismo que las cosas que se compran con ellas. No sería posible creer en lo sobrenatural si nuestras vidas no estuvieran marcadas por una mezcla de incertidumbre y esperanza. No sería posible creer en la voluntad popular si no hubiese mayorías políticas que comparten objetivos comunes. «En la práctica —explica Yuval Harari—, el problema de la cooperación humana depende de un delicado equilibrio entre la verdad y la ficción.»
En la imaginación no solo hay algo de verdad, sino también de necesidad. Nada esencial se hace sin pasión, dice Hegel, y la pasión no se aviva sin la quimera. La gran pregunta es hasta dónde estamos dispuestos a engañarnos para ser felices. John Stuart Mill lo plantea de la siguiente manera: ¿qué es mejor, ser un Sócrates insatisfecho o un cerdo satisfecho? Lo pongo en términos menos crudos: ¿qué es preferible, un sabio apesadumbrado por las verdades de la vida o un creyente esperanzado por las revelaciones de su fe? ¿Qué vale más, una existencia en la que no se hacen preguntas o una en la que se duda y se busca el sentido de las cosas? Durante buena parte de mi vida pensé que lo único que valía la pena era la verdad, la ciencia, así sus postulados fuesen a veces desconsoladores. Pero, en las últimas décadas, he advertido que hay más vasos comunicantes entre la verdad y la ficción de los que yo estaba dispuesto a reconocer. Hay algo de imaginación en la verdad y de verdad en la imaginación.
Nada de esto me ha llevado a creer en un dios o en una vida eterna, pero sí a reconocer el peso que la imaginación, el mito y la ficción tienen en la sociedad y en mi propio trabajo. La familia de mi abuelo paterno es muy religiosa, tanto que, de los doce hijos que nacieron, cinco se ordenaron sacerdotes y dos monjas. Hasta que cumplí veinte años, pasaba las vacaciones en La Matilde, la finca de mi abuelo, donde se reunía todo el clan García, unas treinta personas, a mitad y a final del año, unos tres meses en total. Mis tíos clérigos pertenecían a la comunidad de San Vicente de Paúl, dedicada a socorrer a los pobres. Trabajaban en los barrios marginados de las ciudades y en los resguardos indígenas. Tenían una austeridad franciscana, una vocación de servicio ejemplar y una habilidad increíble para reparar todo lo que se dañaba: planchas, neveras, motobombas, radios, licuadoras, relojes, y, a medida que las familias del clan fueron creciendo, ellos mismos agrandaron la casa de La Matilde, con nuevos cuartos y más corredores con sus travesaños. Algunos simpatizaban, sin hacer aspavientos, con lo que se había dicho en los llamados «Documentos de Medellín», un texto canónico de lo que fue el movimiento de la teología de la liberación; otros, en cambio, eran severos y estaban apegados a la tradición. Cuando las vacaciones se terminaban yo regresaba a Medellín, a mi colegio, regentado por el Opus Dei. Allí la religión estaba también en todas partes, en las clases, en los carteles, en lo que decían los profesores. Pero el dios de ese recinto era diferente. Los integrantes del Opus eran gente de clase alta y parecían convencidos de que la elevación de su estatus social iba a la par con la de sus almas. Nos enseñaban que el cuerpo era el terreno de todas las impurezas. Cada uno de nosotros, según ellos, enfrentaba una guerra interna entre el cuerpo malo y el alma buena, y nuestra misión consistía en doblegar, con la voluntad y la fe, esa maldad, que no era otra cosa que el deseo sexual. «El alma y el cuerpo son dos enemigos que no pueden separarse y dos amigos que no se pueden ver», dice Josemaría Escrivá de Balaguer, su fundador, en una de las sentencias de su libro Camino. «Si no quieres que el cuerpo te traicione, dale un poco menos de lo justo», añade. Para nosotros, unos jóvenes fantasiosos y gobernados por las hormonas, semejante ascetismo era inalcanzable, y por eso el infierno era la espada de Damocles que se cernía sobre nuestras cabezas. Todo en el Opus Dei, o casi todo, estaba destinado a destruir el amor y la sensibilidad, lo cual alimentaba las frustraciones y apremiaba los vicios.
Mis padres no sabían muy bien qué era el Opus Dei, y cuando mi papá, que sentía poco aprecio por la madre patria, se dio cuenta de que sus hijos estaban siendo educados por españoles franquistas que atrofiaban la sensibilidad de los niños, ya teníamos muchos amigos y era demasiado tarde para sacarnos del colegio. Se limitó entonces a insistirnos en la naturalidad de las pasiones humanas y en las gratas bondades de la vida sexual. En mi casa, la religión también tenía sus particularidades. Mi madre creía en Dios, sin ahondar mucho en el asunto, y reducía casi toda la teología católica al mandato del amor, primero porque creía en ello con una convicción secundada por sus cinco sentidos, y luego porque era la mejor forma de adaptarse a mi padre, que desconfiaba de sacerdotes, intelectuales o políticos cuyo oficio fuese preservar una ortodoxia. Tenía una fe inquebrantable, y estaba convencida de que lo único que valía la pena en la vida era el amor y de que la naturaleza humana estaba inevitablemente destinada al afecto. No solo eso: pensaba que la gente mala era producto de las circunstancias y que, si volvieran a vivir en condiciones diferentes, serían buenas personas. Y si bien era consciente de la existencia del mal, no pensaba que hubiese gente mala, y por eso, a pesar de su fe, no creía en el infierno y no se confesaba.
Con tantas versiones distintas y hasta opuestas de la religión, yo terminé pensando que en todo aquello había más política (o capricho) que un dios verdadero. Cuando me declaré ateo, mis abuelos y mis tíos, sin hacerme un reproche directo, empezaron a verme con una desencantada lejanía, y yo a ellos. La fe, pensaba yo, nos había separado para siempre y, sin perder la cordialidad, habíamos perdido los afectos. Con el paso de los años, sin embargo, me fui dando cuenta de que, al menos por mi parte, ese juicio tan drástico no tenía sentido. Es más, en las últimas décadas, investigando y escribiendo sobre asuntos éticos, me he dado cuenta de que, salvo por cuestiones evidentes como los votos de pobreza y de castidad, la profesión de mis tíos clérigos y la mía se asemeja mucho, y el sentido que le damos a la existencia diaria no difiere en lo esencial. Aun así, soy consciente de que, para ellos, no es tan fácil entender este acercamiento y por eso no espero reciprocidad por su parte.