ADELANTOS EDITORIALES

Que nunca se sepa • José Ramón Cossío

El intento de asesinato contra Gustavo Díaz Ordaz y la respuesta brutal del Estado mexicano.

Créditos: Adelantos Editoriales
Escrito en OPINIÓN el

El 5 de febrero de 1970, un hombre de 28 años intentó matar a Gustavo Díaz Ordaz. Falló. Pero el Estado reaccionó con saña maquiavélica y no falló en su intento de matarlo en vida.

Después del atentado, Carlos Castañeda fue detenido y torturado. Sin embargo, eso no fue lo peor: una jueza lo declaró «jurídicamente incapaz» y ordenó refundirlo en el manicomio. Lo dejaron ahí 23 años, desecho, ignorado, enloquecido. Cuando al fin fue liberado, en 1993, ya era un hombre sin nombre, sin identidad ni historia. Vagó por las calles hasta su muerte.

Este libro —magna investigación de un acontecimiento casi completamente desconocido— reconstruye ese caso: el de un delito que fue «castigado» con un aluvión de crímenes, crueldades y barbarie.

Fragmento del libro de José Ramón Cossío DíazQue nunca se sepa”, editado por Debate. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House.

José Ramón Cossío Díaz es doctor en Derecho por la Universidad Complutense. Fue ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación entre 2003 y 2018. Actualmente es miembro y profesor investigador asociado de El Colegio de México, miembro de El Colegio Nacional, profesor de la Facultad de Derecho de la UNAM y dirige el Instituto para el Fortalecimiento del Estado de Derecho, A.C.

Que nunca se sepa | José Ramón Cossío

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Atentado

Los principales diarios de la Ciudad de México dieron a conocer, a detalle, cómo sería el festejo público del jueves 5 de febrero de 1970. Desde luego, el presidente de la República encabezaría los actos para conmemorar el aniversario 53 de la Constitución de 1917, aunque el acontecimiento tenía una particularidad: sería la última vez que Gustavo Díaz Ordaz participaría como titular del Ejecutivo federal.

Con base en la información entregada por la oficina presidencial, Excélsior y El Universal publicaron, en sus ediciones del 3 de febrero, que las actividades del día 5 iniciarían a las 11 de la mañana en el Hemiciclo a Juárez. Ahí, Díaz Ordaz depositaría una ofrenda floral y haría una guardia de honor. Después se trasladaría al Monumento a la Revolución y a las 11:15 comenzaría la ceremonia principal. La jornada cívica continuaría a las 12:10 en la Casa de los Constituyentes (Lerma 35, colonia Cuauhtémoc), con el depósito de una corona floral y otra guardia de honor ante el busto de Venustiano Carranza. Finalmente, a las 13:00 horas el presidente arribaría al Colegio Militar, en Popotla, para celebrar el cincuentenario de su reapertura.

El 4 de febrero, El Universal publicó una modificación al itinerario del día siguiente: la primera ceremonia sería a las 10:00 en el Monumento a los Niños Héroes, y el 5 de febrero el propio Universal y también Excélsior repitieron la información que ya habían propor-cionado. La Prensa también lo hizo, si bien de manera más discreta, quizá porque priorizó, en un gran espacio, la campaña presidencial de Luis Echeverría en Chiapas.

Como lo declaró en los interrogatorios que más adelante se leerán, Carlos Castañeda supo, mediante La Prensa de aquel jueves, los lugares y horarios que se habían dispuesto para Díaz Ordaz. Justo en ese momento decidió ejecutar la idea —difícilmente un plan— que durante meses tejió en su cabeza. Coloquémonos, pues, en sus propios espacios y tiempos.

***

Castañeda vivía en el número 80, interior 24, de la calle Velázquez de León, en un edificio que hace esquina con la calle Guillermo Prieto. Después de leer muy temprano lo que Díaz Ordaz y su comitiva ha-rían la mañana del 5 de febrero, eligió el lugar desde el que dispararía.2 Como vecino del barrio de San Rafael, estudiante de sus escuelas y empleado de sus negocios, Castañeda conocía bien la mejor ruta para llegar discretamente a donde pretendía asesinar al presidente de la República.

Cerró el periódico, salió de su casa con una carta y la depositó en el buzón de la calle Covarrubias. Estaba fechada el 4 de febrero de 1970. La envió a la revista Por qué?? con el nombre de Gregorio Gómez Sánchez como remitente —seguramente elegido porque así se llamaba un antiguo jefe— y el domicilio del número 36 de la calle Doctor Erazo, colonia de los Doctores.

Después de meter el sobre, dobló a la izquierda en José María Ortega y siguió hacia el poniente por Guillermo Prieto. Cruzó diversas calles con nombres de famosos personajes de la Reforma y de científicos porfiristas hasta llegar a Valentín Gómez Farías, luego desembocó en Insurgentes Norte y continuó su caminata hasta el Monumento a la Revolución. Y es justo aquí donde el relato se oscurece, se complica.

De lo que no hay duda es de que Castañeda disparó desde la esquina de Gómez Farías e Insurgentes Norte. Es decir, sí estuvo ahí, pero no existe certeza de qué sucedió exactamente, pues sobreviven tres declaraciones distintas del propio Castañeda, con un factor todavía más desafortunado: las emitió muchos años después, cuando ya había sido sometido a torturas y a un durísimo tratamiento psiquiátrico y hospitalario. Por ello, vale la pena presentar esas versiones tal como fueron recogidas en entrevistas y después tratar de fijar su veracidad.

Al revisar la situación jurídica de los internos del Pabellón Cinco del Hospital Psiquiátrico Dr. Samuel Ramírez Moreno, Norma Ibáñez entrevistó el 25 de junio de 1992 a Carlos Castañeda, quien le relató: “[E]n primera instancia, pensaba realizar el atentado en ese lugar [el Hemiciclo a Juárez], pero viendo que la seguridad era bastante, no pude llevarlo a cabo”. Y agregó: “Me fui caminando al Hemiciclo a Juárez, allí pensé tirarme a balazos al presidente, pero no me pude acercar. Después el presidente se fue al Monumento a la Revolución […] me fui corriendo para allá, hice como diez minutos más o menos. Abrí la petaca donde llevaba la pistola, un agente se asomó cuando pasé junto a él, pero no vio nada, es que yo iba corriendo […] quería hacerlo rápido”.

Si las cosas fueron así, Castañeda desanduvo lo andado y regresó apresurado por las avenidas Juárez, Reforma y de la República, hacia el poniente, hasta llegar de nuevo al Monumento a la Revolución. Es posible que lo que sucedió después haya sido tal y como se asentó en alguna de las narraciones de que se disponen. Una de ellas es del entonces secretario de la Defensa, Marcelino García Barragán, y otras tres, como ya se mencionó, del propio Castañeda.

En el informe “Atentado a un vehículo de la comitiva del señor presidente de la República”, rendido el 6 de febrero de 1970 por el capitán Fernando Gutiérrez Barrios, director de la Federal de Seguridad, consta la siguiente declaración del general García Barragán:

El C. Secretario de la Defensa Nacional aclaró, en relación con los hechos ocurridos ayer, que el vehículo en que él viajaba se había adelantado a la salida del Sr. Presidente de la República del Monumento a la Revolución, para dirigirse directamente al Colegio Militar y ahí esperarlo, señalando que al llegar a la esquina de Gómez Farías e Insurgentes, carlos castañeda de la fuente disparó su arma, habiendo atravesado la bala la parte inferior de la portezuela izquierda, seguramente pensando en que era el carro del Primer Mandatario, ya que al pasar ese vehículo la gente que estaba en dicho lugar lanzó vivas al Sr. Presidente.

La segunda narración proviene de la ya citada entrevista que Castañeda tuvo con Norma Ibáñez el 25 de junio de 1992:

La mañana del día 5 de febrero de 1970 lee en el periódico que el licenciado Díaz Ordaz conmemorará el aniversario de la promul-gación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, con un recorrido que dará inicio en el Hemiciclo a Juárez y finalizará en el Monumento a la Revolución.

Él se alista y como a las 10:30 de la mañana se dirige al Monumento a la Revolución, pero al llegar ve que por el lado donde quería disparar había muchos guardias presidenciales y policías, así que opta por trasladarse al lado contrario de donde se encontraba, ya que allí no había muchos guardias, tan sólo unas cuantas “Marías” que formaban una valla. Vio aproximarse un auto, donde pudo vislumbrar al secretario de la Defensa Nacional, C. Marce-lino García Barragán, y observó que éste lo veía a su vez. En ese momento recordó que el 2 de octubre de 1968 por la esquina de su casa vio pasar un camión repleto de granaderos (los cuales eran enviados por la Secretaría de la Defensa Nacional) que se dirigían a Tlatelolco, y asoció que esta persona entonces también tuvo algo que ver con la matanza que se realizó en ese lugar.

Pensando esto disparó, siendo la trayectoria en forma perpendicular, para que el proyectil no fuera a atravesar los cristales del auto y fuese a herir a alguien, sólo logrando que el balazo diera en el chasís del auto, no lesionando a nadie. De hecho, pensó que el Lic. Díaz Ordaz iba junto al secretario de la Defensa Nacional, pero nunca lo vio.

Al momento de disparar se armó la confusión. Don Carlos quiso [sic] seguir disparando, pero se le trabó la pistola; así pues la echó a un maletín que llevaba con él. Al parecer nadie se había percatado de que él hubiese sido el que disparó el arma, a no ser que un chofer de un camión de los guardias presidenciales dijo que había notado que ese hombre (o sea Castañeda) había guardado un arma en una maleta. Después de lo ocurrido, el carro del secretario de la Defensa Nacional salió huyendo del desfile.La tercera narración proviene de la entrevista hecha por el doctor Marco Antonio Cupich a Carlos Castañeda el 17 de noviembre de 1993, en el mismo hospital psiquiátrico y contenida en el informe que se presentó ocho días después:

[…] posteriormente, leyendo en el periódico se enteró de que el presidente encabezaría un evento cívico en el Monumento a la Revolución, por lo que se aprestó para vigilarlo; sin embargo, la comitiva era demasiado larga y no lograba localizar el vehículo presidencial, pero en ello cruzó el vehículo del Srio. de Defensa, Marcelino García Barragán y, “como él fue quien dio la orden de fuego, con él saldaría la cuenta de los estudiantes”; disparó y la bala se incrustó en el chasís del vehículo, intentó disparar nuevamente, pero la pistola se encasquilló y en ello fue aprehendido por los miembros del Servicio Secreto…

Una versión más la proporcionó Castañeda a Norma Ibáñez en una sesión clínica el 26 de noviembre de 1993:

Ya en el Monumento a la Revolución había mucha gente alrededor del Presidente, fui por atrás de él, pero había como cien policías […] me retiré dos cuadras y llegué a la esquina de Insurgentes y Valentín Gómez Farías. Pensé: “Al primer carro de gobierno que pase le disparo”. Se paró enfrente de mí un carro negro, parecía un Lincoln, de vidrios transparentes, vi al Secretario de la Defensa Nacional, Marcelino García Barragán, un hombre calvo con su traje de militar que iba en la parte de atrás del carro, y su chofer adelante, pero no vi al señor Presidente allí dentro […] yo me encontraba en el camellón como a ocho metros del carro […] le tiré a matar al Secre-tario de la Defensa Nacional […] traté de dispararle de abajo hacia arriba para no herir a las personas que se encontraban en el lugar […] no lo herí ni lo maté, el balazo pegó en el chasís […]

Al parecer disparó un primer proyectil, pero después no pudo continuar disparando, ya que se trabó el arma y no pudo destrabarla. Al percatarse de esto, echó la pistola al maletín que llevaba. El secretario de la Defensa gritó: “¡Arranque!” y rápidamente se desplazó el automóvil. En la confusión de lo sucedido y el tumulto provocado, un hombre que se encontraba como a dos o tres metros de distancia de él gritó: “¡Este hombre trae un arma!”. Lo detuvo un policía judicial, no opuso resistencia ni trató de huir, porque sabía que detrás de cada movimiento hay un hombre que da la vida por él, y en su concepción él era ese hombre.

Y justo aquí, en esta multiplicidad de versiones, el relato se tuerce, se complica, pues, como es evidente, las cuatro fuentes para conocer lo ocurrido aquella mañana del 5 de febrero de 1970 dan cuenta de hechos distintos. ¿Qué fue realmente lo que aconteció? Primero hay que destacar la imposibilidad de reproducir lo que sucedió. Por decirlo en términos cinematográficos, no se puede hacer una reproducción cuadro por cuadro de los tiempos, espacios, personas y eventos relacionados con el atentado en el entorno de la Plaza de la República.

El hecho de que existan cuatro documentos en los que “constan los hechos” de ese día dificulta enormemente determinar su veracidad. ¿Hay que darle más peso a lo que declaró García Barragán al día siguiente aun cuando él no fuera el perpetrador, sino una posible víctima? ¿O hay que privilegiar lo dicho por Castañeda veintitantos años después del atentado? Este tipo de discusiones podría llenar numerosas hojas de buena historiografía basadas en distintas y rigurosas metodologías. Así, sin forzar esta lectura múltiple de versiones, intentaré dar sentido a los hechos de otra manera, con un catalejo histórico que ayude a identificar el significado que al final tuvo este acontecimiento. Precisar en lo posible lo que pasó no por lo que en realidad pasó, sino por la manera en la que se asumió que había sucedido.

García Barragán dijo el 6 de febrero que Castañeda se equivocó al disparar contra él, pues en realidad quería hacerlo contra el presidente. En coincidencia, Castañeda declaró en el interrogatorio al que fue sometido que su propósito era matar a Díaz Ordaz. De hecho, la carta que leyeron diversas autoridades poco después del atentado confirmaba la versión de Castañeda .Así, para quienes tuvieron conocimiento inmediato del atentado había dos hechos claros: que Castañeda pretendió asesinar al presidente de la República y que, por su propio error, no lo consiguió.

Si Castañeda dijo la verdad en ese momento o 23 años después, resulta irrelevante para definir el sentido y alcance de las actuaciones, omisiones y silencios que sobrevinieron. Lo único relevante al calor de las primeras horas fue que al menos una persona disparó contra un automóvil, pero, avanzada la investigación, se supieron dos cosas: que el objetivo era asesinar al primer mandatario de la nación y que el fracaso del intento fue independiente de su intención y motivaciones. Puede ser verdad que Castañeda quería matar “a la primera autoridad que pasara”, al secretario de la Defensa o al presidente, pero eso no determinó el sentido de los hechos tras su detención.

El disparo que dio en el automóvil no constituyó un atentado de homicidio, menos aún de magnicidio. Lo que le dio significado a ese tiro fueron los datos obtenidos a través de los interrogatorios y otras pruebas recabadas. Aun cuando resulte absurdo, alguien puede disparar por diversión o torpeza en contra de un automóvil —incluido el transporte de un personaje connotado— sin tener la intención de matar a su ocupante. Así, el disparo quedó como un hecho aislado, si bien preocupante y grave, pero definido por otros elementos. A ello se refiere el capítulo siguiente.

***

Inmediatamente después de disparar, Carlos Castañeda fue detenido ante los ojos de quienes se percataron del tiro, se dieron cuenta de los daños al automóvil del secretario de la Defensa o, incluso, atestiguaron su sometimiento y traslado. Esas personas vieron algo que rompió el ambiente celebratorio de aquel día de asueto. Es decir, aun cuando entre el lugar central del evento en la explanada del Monumento a la Revolución y la esquina de Gómez Farías e Insurgentes hay cierta distancia, alguien de entre los centenares de ciudadanos debió notar que algo inusual sucedía. Al menos los policías asignados o alguno de los periodistas debieron advertir algo fuera de lo habitual. Sin embargo, nada de eso se publicó en la prensa al día siguiente.

En la edición de Excélsior del 6 de febrero se relató la fiesta cívica del día anterior. Se aludió al entusiasmo popular y se destacó el discurso del senador Barrera Fuentes en honor de la Constitución. En la primera plana de El Universal se colocó la fotografía del presídium y una fría reseña de la jornada. En los ejemplares de los días siguientes nada se dijo acerca de atentados, detenciones, procesos o cualquier otra información relacionada. En los reportes y crónicas de la época no se mencionó el asunto. El atentado quedó en el más absoluto silencio. Para la prensa no existió.

Pero el mutismo genera preguntas: ¿por qué no se dijo nada en los medios o en otros espacios públicos? ¿Fue por la censura gubernamental o por la autocensura de la prensa? ¿Operó una acción central concertada o mecanismos informales? ¿Cómo fue posible que un hecho así no adquiriera relevancia social? Comienzo por lo evidente. No creo que haya respuesta para tantas y tan complejas preguntas, únicamente puedo ofrecer algunas conjeturas para atender a dos problemas distintos, pero relacionados: la manera en la que se logró el silencio y las razones para hacerlo.

No es difícil asumir que, si se hubiera filtrado un solo elemento informativo, la noticia se hubiera extendido. Con el tiempo, habrían ganado terreno el rumor o la “leyenda urbana” a través de alguna narración anónima en la que alguien vio algo peculiar o se enteró de que el presidente hizo algo inusual, o se habría generado, finalmente, algún tipo de versión magnificada o al menos distorsionada. Pero no, muy al contrario, nada se vio, nada se supo.

Planteado así, resulta difícil aceptar que nadie escuchara una detonación hecha desde la esquina de un populoso barrio, en medio de un acto público y masivo protagonizado por el presidente de la República. Es problemático considerar que quienes lo atestiguaron se lo guardaran para sí o le restaran importancia. También es muy difícil admitir que ello se debió a que quienes supieron del hecho —policías, transeúntes, vendedores— carecían de la capacidad de considerarlo socialmente relevante. Hace medio siglo, con las condiciones de comunicación formales e informales propias de una ciudad de siete millones de habitantes, las cosas debieron darse de otra manera.

Al respecto, me parece que el silencio social se logró debido a la acción impositiva sobre quienes ejercían el oficio de comunicar y su disciplinada anuencia. Ignoro si por la concentración existente de la prensa y las complicidades y controles que sobre el oficio ejercía el gobierno, la instrucción fue más o menos fuerte o igual para todos los medios. De cualquier manera, la orden se ejecutó conforme a los códigos informativos imperantes. Una mezcla de control, autocensura y corrupción.

La realidad es que cierto número de personas se percató del atentado. Seguramente surgieron algunos rumores por el estallido o por las escenas de la detención de Castañeda. Algunos reporteros tuvieron a la mano pedazos de información y los comentaron en los minutos siguientes con sus jefes, gracias a la cercanía con Bucareli, calle en la que tenían su domicilio los principales diarios de la capital. Los jefes de información buscaron confirmar el dato con sus fuentes en el gobierno, y éstas, a su vez, con sus jefes hasta escalar con Francisco Galindo Ochoa, jefe de prensa de Díaz Ordaz.

Así, el comentario sobre el atentado pudo tomarse de distintas maneras. Por ejemplo, considerándolo abiertamente falso y desautorizando su publicación. O, de manera más directa, ordenando que no apareciera en ningún medio. Dada la concentración de las fuentes de información en la Ciudad de México, ¿de qué manera habría acceso a la información para luego difundirla? Al reducirse el hecho en el muy centralizador Distrito Federal se evitó el efecto radial hacia el resto del país. De esta manera, se aseguró el silencio.

En estricta relación con esta incierta conclusión habrá que analizar la segunda parte del asunto. ¿Qué explica la búsqueda del silencio? Ante la falta de datos para responderla, me permito una consideración contrafactual: ¿qué supuso el gobierno que sucedería si el atentado se conocía?

En aquellos años, igual que hoy, quería erigirse una imagen mítica de los presidentes de la República. Quería demostrarse que eran hombres que trabajaban más que nadie, que lo sabían todo, que estaban dotados de una particular psicología humana y social, que encerraban las posibilidades de conducción de todo un pueblo, etcétera. Si no en todo, sí que en mucho era el mexicano más destacado de su tiempo. Tanto, que había alcanzado la primera magistratura nacional con el fin de continuar con las tareas de sus antecesores, igual de “grandiosos” que él.

Este contexto de grandilocuencia histórica, plena de simbolismos, debió imponer distintas cargas en la difusión pública del atentado. En ese marco actuaron quienes tomaron las primeras decisiones. Pudieron imaginar a Díaz Ordaz como el héroe al que quiso asesinarse y salió ileso. Pudo pensarse en que el evento demostraba la existencia de un complot para acabar con la vida del presidente y descarrilar el proceso revolucionario. Quizá modelar causas y personas, entrelazarlas con el momento y construir una narrativa sobre las posibilidades de Díaz Ordaz, la existencia de enemigos personales o de la Revolución. Incluso sostener que lo sucedido en un 5 de febrero tenía implicaciones sobre los próceres de la patria, nuestro texto jurídico fundamental, y los militares leales a la República. Pudiendo sacarle ventajas políticas al atentado, ¿por qué se ocultó?

A la distancia, es difícil suponer que las autoridades conocieron de inmediato todos los factores involucrados en el ataque. Por ello tuvieron que decidir con información limitada e imperfecta. En las horas determinantes para lograr el control de la noticia no sabían, por ejemplo, si la acción intentada fue individual o formaba parte de una conspiración; si había personas relacionadas con el gobierno o con quienes participaron en el movimiento estudiantil de 1968; si había intervención extranjera y, en tal caso, de qué bando de la Guerra Fría. Poco se sabía en esos primeros y definitorios momentos.

Aun cuando estas limitantes debieron influir en la decisión de silenciar el atentado, no pueden explicarla por completo. Es muy posible que no quisieran exhibir las fracturas del régimen después de los acontecimientos de Tlatelolco. Es factible que hayan querido evitar afectaciones a la campaña que Luis Echeverría encabezaba para obtener el voto electoral frente a Efraín González Morfín, candidato del Partido Acción Nacional.

Asimismo, es posible que se calló para evitar un enfrentamiento con la Iglesia católica, dada la temprana confesión de Carlos Castañeda sobre las implicaciones religiosas de su decisión. Lo único claro hoy es que, lejos de intentar una salida gloriosa para el presidente o el régimen, se optó por mantener las cosas en silencio. Hacer de cuenta que nada pasó. En ese sentido, me atrevo a proponer que todo debió fundarse en una combinación de los elementos expuestos y, finalmente, en el desconocimiento de información básica, en el temor a enfrentar un contexto incierto y adverso, en el intento, al final, de mantener incólume la imagen de un régimen popular y legítimo.

Sin poseer todos los elementos para precisar lo que determinó la opción tomada, con ella se echó a andar una mecánica del silencio y se comprometió el porvenir de todo el proceso. Cuando se oculta lo acontecido en una fecha cierta, difícilmente puede dársele visibilidad días o semanas después. ¿Cómo explicar la súbita aparición de Carlos Castañeda por un intento de asesinato realizado el 5 de febrero, cuando debió ser puesto a disposición del Ministerio Público inmediatamente después del hecho? ¿Cómo decir que el atentado acababa de ocurrir si Castañeda estaba vivo y en posibilidad plena de hablar?

La decisión gubernamental produjo un espacio vacío, un ámbito que podía ser llenado con diversos contenidos, pero que, simultá­neamente, acotaba posibilidades futuras para brindar una explicación sólida, verosímil. En el primer escenario, porque le daba la posibilidad al gobierno de dejar las cosas como estaban o construirlas a conveniencia; en el segundo, porque con el correr de los días la persona se iba desvinculando del atentado. Pronto veremos cómo fue que la opción de acallar los hechos determinó las decisiones y el ritmo de todo este oscuro entramado.

2

Detención

El arresto fue muy rápido. Todo se desencadenó de manera frenética, a un ritmo imposible de creer. De película. Apenas detonó su arma, Carlos Castañeda fue detenido y trasladado a un lugar para ser interrogado. Las versiones sobre esto son confusas, incluso encontradas. El agresor dejó varios relatos. Las autoridades, uno solo. Con base en ellos debe construirse una versión verosímil de lo sucedido, no sólo para componer el relato histórico mismo, sino, sobre todo, para identificar las claves y las implicaciones de ciertos incidentes del proceso de Castañeda.

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La primera versión de la captura aparece en el citado informe “Atentado a un vehículo de la comitiva del señor presidente de la República”, que el general García Barragán dio al director de la Federal de Seguridad al día siguiente de los hechos. Lacónicamente se hizo constar que Castañeda “fue detenido por el chofer de un funcionario de Tránsito, que lo entregó posteriormente a elementos de la Escolta del sr. Presidente y del Servicio Secreto…”.

Las siguientes tres versiones las expresó Castañeda en tres momentos distintos de su reclusión en el Hospital Psiquiátrico Dr. Samuel Ramírez Moreno. Entre ellas hay diferencias tales que dificultan una tarea esencial: identificar las circunstancias del arresto. En la primera declaración —hecha a Norma Ibáñez el 25 de junio de 1992— no precisa quién o quiénes lo detuvieron. En la segunda —ante el doctor Cupich el 17 de noviembre de 1993— dijo que lo habían aprehendido miembros del servicio secreto. En la tercera —otra vez con Norma Ibáñez el 25 de noviembre de 1993— declaró que lo había detenido un policía judicial.

Al margen de los distintos organismos a los que pertenecían los agentes involucrados en la detención —Tránsito, escolta presidencial, servicio secreto o Policía Judicial—, habrá que suponer que tales personas esperaban de pie a sus jefes o dentro de los vehículos estacionados en Gómez Farías o en Insurgentes Norte. Como haya sido, escucharon el disparo, vieron a Castañeda con el arma, parado o corriendo con ella. Lo único claro es que, in situ, y en lo que seguramente­ fueron momentos de confusión o pánico en el área contigua, uno o varios agentes lo detuvieron y sometieron.

Es decir, no queda claro quién arrestó al tirador. ¿Debe atenderse la declaración prácticamente inmediata de García Barragán o, por el contrario, alguna de las versiones de Castañeda ofrecidas veinte años después? Me inclino por otorgarle mayor peso a la del general, no por su carácter de posible víctima ni por su rango militar, sino porque, a diferencia de Castañeda, conocía mejor las identidades y funciones de los agentes involucrados en la captura; además, por la cercanía con los hechos y por la imperiosa necesidad de esclarecer un atentado que, al momento de su declaración, parecía estar dirigido contra el presidente de la República.

A diferencia de estos elementos, y sin prejuzgar las capacidades intelectuales de Castañeda —asunto sobre el que volveré profu­ samente—, es difícil asumir que el tirador diferenciara entre personas adscritas a la Dirección de Tránsito, al servicio secreto, a la Policía Judicial o a otra corporación de seguridad. Para explicar su confusión hay que colocarse en un momento cronológicamente distinto al de la detención.

La suposición más creíble es que, en efecto, la detención fue llevada a cabo por el chofer del funcionario de Tránsito referido por García Barragán. Él mismo dice que Castañeda fue entregado a elementos de la escolta del presidente y del servicio secreto. Puede ser que, por la inmediatez de las acciones, Castañeda haya declarado que fueron éstos quienes lo detuvieron. Esta diferenciación de momentos y personajes parece aclarar la confusión del arresto.

***

Tras la detención y la entrega del agresor a los agentes de seguridad, se dio un hecho inesperado y definitorio para la madeja de hechos que habría de seguir. Castañeda declaró que con su disparo buscaba matar al presidente Díaz Ordaz o, si creemos lo que le contó a Norma Ibáñez el 25 de noviembre de 1993, al general García Barragán. En esta misma entrevista sostuvo: “[E]n el carro de la policía judicial me preguntó el agente: ‘por qué lo hiciste, por qué, por qué, por qué’, y yo le contesté: ‘por la matanza de Tlatelolco’. Me preguntaron: ‘¿mataron a un familiar tuyo?’, yo respondí que no”. Tomada sin más, esta declaración es problemática, porque aparece en la misma entrevista en la que dijo que los disparos iban dirigidos al general. Es complicado extraer del mismo documento la intención real del disparo y rechazar el objetivo final del mismo.

Para no afectar el hilo narrativo de los hechos con elementos que luego iré insertando, apunto el dato de la intencionalidad de los disparos. Más adelante se verá si alguna de las dos versiones se corrobora o, si de plano, se sustituye por otra que resulte de las investigaciones en las que me adentraré.

***

Volvamos al relato principal. Es factible que Castañeda haya sido detenido por un agente. También es razonable suponer que éste lo entregó a otros elementos de seguridad. A cuáles, es ya otra cuestión. Castañeda dijo que a la Policía Judicial, pero el general aseguró que fue a la escolta presidencial y al servicio secreto. La entrega debió ser a estos últimos, pues estos agentes eran quienes custodiaban al presidente en actos masivos. Si aceptamos por un momento que así fue, lo que sucedió después es particularmente interesante.

La pregunta es obligada: ¿a dónde fue trasladado Castañeda? En el informe “Atentado a un vehículo de la comitiva del Señor Presidente de la República”, su titular asentó que fue a la Dirección Federal de Seguridad. Las versiones de Castañeda confirman y también cuestionan este dato. En las entrevistas con Norma Ibáñez del 25 de junio de 1992, y con el doctor Cupich del 17 de noviembre de 1993, el tirador dijo que fue al Campo Militar Número 1. En la sesión con Ibáñez del 25 de noviembre de 1993 declaró que lo “llevaron a la calle de Río Lerma, donde está la Casa Museo de Venustiano Carranza […] Estuvimos unos cuantos minutos allí, después me pasaron a otro carro y me llevaron a la Dirección Federal de Seguridad”.

Esto nos arroja tres versiones del traslado: las oficinas de la Dirección Federal de Seguridad —número 20 de la Plaza de la República— en el entorno del atentado; el Campo Militar Número 1 —Lomas de Sotelo—, muy distante del lugar del disparo, y la Casa Carranza —Río Lerma 35, colonia Cuauhtémoc—, relativamente cerca del lugar de la detención. La identificación del lugar al que en realidad fue llevado Castañeda no es sólo una curiosidad. Muy por el contrario, pudo determinar otro rumbo en lo que sucedería después, tanto por el tipo de intervenciones que se generaron, como por la calidad de las reacciones de las autoridades frente a un hecho del que poco se sabía en ese momento. Consideremos las tres posibilidades por separado bajo una óptica un tanto especulativa.

La opción menos viable era el traslado a la prisión del Campo Militar Número 1, creada por Díaz Ordaz en septiembre de 1961, cuando era secretario de Gobernación.3 Ello, tanto por razones de distancia como porque no se sabía la condición del atentado ni la calidad de los participantes. ¿Resultaba sensato llevar al detenido a un lugar que por su estatus vincularía las subsiguientes actuaciones con los militares? Parece que no. Una vez ingresado a ese sitio, el preso quedaría marcado. Implicaba tomar una decisión sobre la que ya no habría marcha atrás, pues debía ser presentado a las autoridades ministeriales y judiciales.