Tras su nombramiento como Fiscal General en 2019, Alejandro Gertz Manero reactivó un caso desechado dos veces por la ley por carecer de valor legal. Así, a finales de 2020 logró que se arrestara y encarcelara a su sobrina política, Alejandra Cuevas, inculpándola sin pruebas de haber matado a su hermano, Federico Gertz.
La cárcel fue un infierno para Alejandra: padeció condiciones infrahumanas que se exacerbaron en la pandemia y sufrió en carne propia la venganza del Fiscal. Mientras tanto, sus hijos enfrentaron por todos los medios al sistema corrupto, incluso se hincaron ante el presidente de la Suprema Corte, Arturo Zaldívar: en México la justicia se pide de rodillas. Las mentiras fueron expuestas y, luego de 17 meses, Alejandra salió de prisión directo al autoexilio.
Este es un testimonio que demuestra una vez más cómo en este país la justicia es un instrumento del poder y no un servicio a la comunidad, una herramienta para que los poderosos encarcelen según sus propios intereses.
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Fragmento del libro de Alejandra Cuevas “El verdugo”, editado por Planeta, © 2023. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Alejandra Cuevas reconstruye y testifica en este libro uno de los casos de corrupción y nepotismo más graves en la historia reciente de México. Arrestada ilegalmente por el Fiscal General de la República, Alejandro Gertz Manero, permaneció 528 días en la cárcel para mujeres de Santa Martha Acatitla en plena pandemia.
MI CAPTURA
Octubre, 2020
El pedal estaba hasta el fondo. Sentía la velocidad como una navaja fría en el estómago mientras Gonzalo, mi hijo menor, se movía entre el tráfico como una bala. Él lo había visto primero. Del mar de latón que circulaba por avenida Reforma ese viernes, había brincado ese maldito vehículo rojo que ahora nos perseguía frenéticamente. En el espejo del retrovisor contemplaba aquella película infernal: un completo extraño dándonos cacería, maniobrando su Hyundai de piel metálica escarlata para alcanzarnos.
El rechinar de las llantas de nuestro perseguidor hacía eco en una de las avenidas más grandes y concurridas de la capital; se escuchaba lejos y cerca a la vez. Ese rugido agudo se orquestaba con el retumbo del motor de nuestro auto, parecido al de una sierra eléctrica, que cortaba el viento para abrirnos paso. Como un fantasma aparecía y desaparecía ese auto que nos empujaba al abismo de una angustia feroz.
Escuchamos un choque al fondo, metal contra metal, un impacto seco que al parecer aniquilaría toda posibilidad de ser capturados, pero el coletazo de ese ruido distante fue solo una ilusión: el vehículo rojo había logrado escurrirse entre los colectivos y autos que colmaban la vía, y nos acorraló. No pudimos escapar.
Un hombre de mediana estatura, calvicie prematura y ojos inyectados de rabia emergió del cajón rojizo con ruedas. Tenía porte de policía, pero no cargaba chapa.
—Este auto tiene reporte de robo —dijo con una severidad teatral.
No nos movimos ni un centímetro; mi hijo seguía aferrado al volante.
En un segundo la aparente pasividad del extraño se transformó en fiereza.
—¡Bájense del coche! —gritó, mientras se acercaba a la puerta del piloto.
Aquel grito me hizo reaccionar y enseguida abrí la guantera y saqué los papeles de nuestro coche.
—¿Cómo que robado? —le dije y le acerqué los documentos—. Aquí tenemos todo en orden.
El hombre me arrebató los títulos. Me miraba fijamente, me escudriñaba el rostro sin pudor. Luego giró los ojos hacia los papeles, los inspeccionó con rapidez.
—Tenemos que verificar estos documentos en la alcaldía Miguel Hidalgo —al decir esto sacó de su chamarra su credencial y se la colocó en el cuello. Se retiró unos pasos.
Mi hijo salió del coche tras el hombre. Vio que el perseguidor sacaba un papel de su chamarra. Gonzalo se volteó hacia mí enseguida; sus facciones se derritieron como una vela.
—¡Ma, vienen por ti! —gritó Gonzalo.
—¿De qué hablas, Gonzalo?
—¡Trae tu foto! —dijo. Y en ese momento, como en cámara lenta, el hombre que nos había quitado los papeles del vehículo me lanzó una mirada punzante.
El presunto policía sacó de su chamarra una radio portátil y comenzó a dar indicaciones mientras se movía con la torpeza de una marioneta sobre la acera.
Tras algunos segundos hablando por la radio, se acercó de nuevo al coche.
—¿Alejandra Cuevas?
Dudé.
—Sí —le respondí lentamente—, soy yo.
—Va a tener que acompañarme —dijo.
Gonzalo sacó su celular y comenzó a grabar y a gritar.
—¡Esto es un secuestro! ¡Están violando leyes y derechos humanos! —vociferó Gonzalo.
Poco a poco fueron llegando patrullas de policía que nos rodearon, haciendo imposible cualquier escape. Las luces rojas y azules pintaban el paisaje a mi alrededor y transformaban las ramas de los árboles en brazos retorcidos y tenebrosos. Las personas que comenzaron a detenerse para ver el suceso eran más figuras espectrales que miraban con morbo una pesadilla ajena.
MANIOBRA SINIESTRA
Debes buscarte otro abogado. Lo siento —me dijo con tono muy serio Alfonso Jiménez O’Farril, quien fue mi representante legal por más de cinco años en el circo jurídico que se inauguró tras la defunción del esposo de mi madre, Federico Gertz Manero—. Ya no puedo hacer más por ti. Me siguen amenazando y ahora se quieren ir contra mi esposa.
Cuando Federico murió, nos encadenó al borde de su tumba.
El fallecimiento acaecido en 2015 no fue reseñado por ningún periódico, a pesar de que este miembro de la acaudalada familia Gertz Manero había sido fundador de la Barra de Abogados de México y un prolífico académico y escritor. Ese año, Alejandro, hermano menor de Federico y figura pública de renombre, desencadenó una disputa legal, mediática, furiosa y ensalzada por acusaciones de homicidio en contra mía y de mi madre.
—No nos puedes hacer esto, Poncho —dije con impotencia porque sabía que, si habían comenzado a meterse con su familia cercana, nos dejaría.
—Lo siento, de verdad… Si algún día dices esto de las amenazas, lo voy a tener que negar y explicaré que dejé el caso por exceso de trabajo.
Permanecí en silencio, y él debió presentir lo que estaba pasando por mi mente porque continuó:
—Puedo enfrentar las amenazas en mi contra —me dijo con un tono conciliador—, pero las intimidaciones en contra de mi familia no.
Sentí un vértigo, como si se abriera bajo mis pies una zanja por donde estaba a punto de caer.
El miércoles 14 de octubre de 2020 me entregó todo el expediente del caso generado hasta el momento, me volvió a pedir disculpas y yo le dije que lo entendía. Aquellas fueron las últimas palabras que intercambié con Jiménez O’Farril, antes de que me pidiera que abandonara su oficina con disimulo y con un embrollo de papel de más de cinco mil hojas a cuestas. Tras este hecho, mi primer pensamiento fue que de ninguna manera podíamos quedarnos sin abogado, no en medio del purgatorio jurídico donde estábamos atrapados, en donde el mismo Alejandro Gertz Manero quería ser el maestro de ceremonia y juez, ya que desde hacía algunos meses era el nuevo Fiscal General de la República.
El viernes 16 de octubre de 2020, por la mañana, tuvimos una reunión con el abogado que podría continuar defendiéndonos a mi madre y a mí frente a las pretensiones de Alejandro Gertz Manero de sepultarnos en la cárcel. Mi hijo Gonzalo me acompañó al despacho para hablar con el jurista y entender un poco cuál era nuestra situación.
Entramos a la sala de juntas y a los pocos minutos el abogado entró fumando. Se sentó frente a nosotros y escuchó nuestra historia en silencio, asintiendo de vez en cuando. Cuando terminamos, aplastó lo que le quedaba de cigarro en el cenicero.
—Gertz no tiene manera de maniobrar —fue lo primero que dijo. Luego nos hizo un par de preguntas muy puntuales—. Jiménez O’Farril fue muy defensivo; nosotros seremos mucho más ofensivos. En cuanto puedan, mándenme el expediente. —Nos tendió un papel con una cifra—. Y aquí podrán ver cuánto será de mis honorarios.
Regresamos a mi casa y comentamos lo sucedido en la reunión. Su seguridad nos hizo sentir que él podría ser el indicado para acabar con esta pesadilla; se necesitaba de mucha actitud y nervios de acero para hacer frente al recién estrenado Fiscal General.
Llegamos a la casa y llamamos a Ana Paula, mi hija mayor. Gonzalo activó el altavoz:
—Ana, vimos a este cuate, y fue bastante claro y podemos, por lo pronto, enfrentar el costo; luego ya veremos qué hacemos, pero por ahora no debemos esperar un minuto más sin que mi mamá y mi abuela tengan una defensa. Gertz es capaz de todo —remató.
Le pedimos a Ana Paula que viniera a la casa para hablar del tema porque nos habían advertido que las líneas telefónicas de todos estaban intervenidas por la Fiscalía General de la República. En cuanto tuvo los recursos y la confianza del presidente de México, Alejandro no perdió ni un segundo para extender su influjo de crueldad.
Mi hija nos pidió que por favor fuéramos por ella, ya que su coche se lo había llevado mi nieta Paola.
En ese trayecto me capturaron
LAURA Y FEDERICO
Era el fin de la década de los cincuenta y mi madre decidió llevarnos de vacaciones a Acapulco. A ese viaje fuimos mi hermano José de ocho años, mi hermana Laura de seis, mi mamá y yo, la más pequeña, de poco más de tres años.
Acapulco era el destino turístico más importante y exclusivo de México al que venían artistas de Hollywood como Elizabeth Taylor, que celebró, en esa época, una de sus ocho bodas en un hotel del puerto.
Muchos de esos artistas tenían grandes casas de playa con vistas a la bahía. Ser parte de los residentes de Las Brisas era como tener una casa en la costa del Mediterráneo, pero con una playa cálida, mariscos frescos, frutas tropicales y muy cerca de la Ciudad de México.
Una tarde, mientras nosotros jugábamos en la arena y mi madre disfrutaba del sol, un joven de pelo castaño y ojos azules se le acercó.
—¿Qué haces? —dijo.
—Estoy de vacaciones con mis niños —le respondió, imaginando que pronto iba a perder el interés en ella al saber que ya era madre de tres chiquillos.
El extraño se quedó con nosotros haciendo castillos en la arena y platicó amistosamente con mi madre.
Mi mamá dice que nunca imaginó que el joven pretendía algo con ella porque se veía apenas entrando a la adultez.
Cuando el sol comenzó a mermar, acabó la ronda de juegos y él se aproximó a mi mamá para pedirle su número telefónico.
—¡No! ¿Cómo crees que te voy a dar mi teléfono? Yo estoy divorciada. Olvídalo.
Recogió los juguetes y objetos de playa y dejó al joven sentado en la arena, justo al lado del castillo que había levantado con nosotros. A los pocos días regresamos a la capital.
Un día, mientras nosotros estábamos en la escuela y mi mamá estaba en la casa de Polanco, que era de mi padre y en la que vivimos parte de nuestra infancia, sonó el teléfono. Se oyó una voz de hombre:
—Por favor, con la señora Laura Morán.
—¿De parte de quién? —contestó ella.
—Hola, ¿te acuerdas de mí? —le dijo una voz seria del otro lado de la bocina—. Soy Federico Gertz.
—¿Quién?
—El que te conoció en la playa…
Mi mamá no entendía cómo aquel extraño tenía el teléfono de su casa.
—Oye, pero me acuerdo de que yo no te di mi teléfono, ¿cómo lo conseguiste? —le preguntó intrigada.
—Es que tu hijo…
Años después, Federico narraba la situación como una gran hazaña: aquella tarde acapulqueña, en un descanso del juego, en la arena, jaló a mi hermano a la orilla de la playa lejos de la vista de mi madre, le pidió el número y mi hermano, que lo sabía de memoria, se lo dio.
Luego de esa llamada Federico empezó a hablarle a mi mamá constantemente para intentar cortejarla. Empezaron a salir, pero al poco tiempo, cuando Federico anunció a su familia que había conocido a una mujer en Acapulco y sus papás se enteraron de que era divorciada, el cortejo se volvió complicado, casi imposible.
Después de un tiempo de salir juntos, Federico llevó a mi madre a conocer a su familia. Sus padres: José Cornelio Gertz y Mercedes Manero Suárez; y su hermano, Alejandrito, un adolescente de 17 años poco agraciado. Los tres bajaron a la sala a petición de Federico, pero no le dirigieron la palabra a la invitada. Les indignaba pensar que el «soltero de oro», el joven recibido de abogado, con un futuro promisorio, heredero de la fortuna que la familia Gertz había amasado por tres generaciones en México, se iba a juntar con una mujer divorciada y con tres hijos.
Después de la fallida oficialización del noviazgo ante su familia, los padres de Federico decidieron ponerle un ultimátum: o terminaba con mi mamá o lo dejaban fuera de la herencia.
Mi madre recuerda que Federico habló con ella y le dijo abiertamente que la amaba mucho, pero que no podía renunciar a su dinero, así que el romance, iniciado en un cálido día en Acapulco, cerraba ese capítulo.
——
Después de que Federico renunció a mi madre, ella volvió a su vida cotidiana. Pero poco después, él la volvió a buscar y reanudaron su romance a escondidas.
Durante varios años, mi mamá se dedicó de tiempo completo a la casa y a nuestro cuidado, pero cuando llegaba la noche, nos metía a la cama, se aseguraba de que estuviéramos dormidos y salía con Federico. Era un noviazgo de siete de la noche a cuatro o cinco de la mañana, hora en la que regresaba mi madre para alistar todo lo que necesitaríamos para la escuela y luego dormía un poco.
De día y a la luz pública, la relación de mi madre nunca fue abierta. La familia de Federico no lo desheredó, pero tampoco le permitió que formalizara su relación con mi madre.