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“Teníamos un baño para muchas familias, pero sabíamos compartir”: así era la vida en las vecindades de México

Las vecindades se formaron por la subdivisión de casonas ante la falta de vivienda accesible; la convivencia diaria se organizó en torno a baños, patios y lavaderos compartidos que definieron una mística comunitaria

“Teníamos un baño para muchas familias, pero sabíamos compartir”: así era la vida en las vecindades de MéxicoCréditos: Mediateca del INAH
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Las vecindades surgieron en la segunda mitad del siglo XIX como respuesta al rápido crecimiento urbano y a la necesidad de espacios de renta económica. Las antiguas casonas coloniales se dividieron en cuartos, dando origen a conjuntos habitacionales con infraestructura mínima y servicios comunes. En ellos se organizó una convivencia diaria intensa, marcada por el uso compartido de áreas básicas.

El patio central funcionó como el eje de la vida interna. Esa zona concentró las actividades cotidianas, reunió a las familias en distintos momentos del día y operó como el vínculo principal entre los habitantes. Allí coincidían rutinas domésticas, reuniones informales y tareas colectivas que sostenían la dinámica de la comunidad.

La ausencia de instalaciones individuales obligó a compartir excusados, regaderas y lavaderos. Las familias adaptaron sus tiempos a esos espacios comunes, lo que generó un control constante de turnos y acuerdos implícitos. En muchos casos, los residentes se organizaron para cubrir necesidades urgentes, desde la limpieza de las áreas hasta la reparación puntual de algún desperfecto.

La convivencia en estos inmuebles formó una estructura social particular que los vecinos describieron como una “escuela de vida”. La interacción permanente fortaleció acuerdos verbales que funcionaron como normas. Esa base definió la manera en que se resolvieron diferencias y se distribuyeron responsabilidades.

Hacinamiento y uso colectivo de los servicios

Entre las décadas de 1930 y 1950, los registros sobre vivienda popular documentaron la magnitud del hacinamiento. En diversos barrios era común que entre 10 y 15 familias utilizaran un solo baño o una única regadera. Ese dato se volvió un indicador central de las condiciones de los inmuebles y de la presión que experimentaban sus habitantes.

En un estudio realizado en una vecindad de profunda precariedad, se observó que dos excusados dañados daban servicio a 54 personas. Ese tipo de infraestructura limitaba la privacidad y alargaba las filas matutinas. Para acelerar los tiempos, numerosas familias optaron por bañarse con cubetas y dejar libre el espacio de inmediato.

Los lavaderos comunales también concentraron una parte relevante de la rutina. En ese punto, varias mujeres realizaban el aseo de la ropa y sostenían conversaciones que reforzaban vínculos y acuerdos. El uso continuo del área requería organización interna para distribuir horarios y evitar conflictos prolongados.

El patio, por su parte, reunía actividades múltiples. Ahí se colocaban tendederos, se preparaban alimentos en fechas especiales y se realizaban reuniones informales. Ese mismo espacio servía para el cuidado de niñas y niños cuando los adultos realizaban otras labores en el inmueble.

Mediateca del INAH

Solidaridad como norma cotidiana

Con la convivencia constante surgió un “contrato no escrito” que funcionó como norma comunitaria. Ese acuerdo informal establecía la importancia de compartir recursos y de mantener una disposición general para apoyar al vecino que lo solicitara. Los residentes describieron este principio como una condición básica para sostener la vida en conjunto.

Cuando alguien enfermaba, alguna vecina solía acercar un caldo o un té de hierbabuena. En el caso de los menores, si alguno enfrentaba problemas con una tarea escolar, siempre había un adulto dispuesto a explicarle un procedimiento o revisar un cuaderno. Esa dinámica fortalecía la red interna y permitía atender necesidades inmediatas sin recurrir a apoyos externos.

Las celebraciones también marcaron la organización colectiva. Las posadas o los cumpleaños se realizaban con aportaciones de diferentes familias. Quienes no contaban con recursos suficientes recibían apoyo para cocinar, adornar o reunir los elementos indispensables para la reunión. El patio se convertía en el punto de encuentro para estos eventos.

Los domingos reunían a varias familias alrededor de los aromas de guisos caseros. En ese ambiente, era común que alguien compartiera un plato con otro vecino o extendiera una invitación rápida para probar algún alimento. Estos gestos reforzaban la convivencia y reducían tensiones generadas por la cercanía diaria.

Mediateca del INAH

Ritmos de convivencia y resolución de conflictos

Los roces surgían con frecuencia por el uso del tendedero, el manejo de utensilios o el orden de los espacios comunes. Sin embargo, las discusiones se resolvían en tiempos breves mediante una disculpa, un acuerdo verbal o un gesto conciliador. Esa dinámica evitaba que los desacuerdos se extendieran y afectaran la rutina general.

Las pilas de lavado y el patio también operaban como zonas de conversación para aclarar malentendidos. Ahí se revisaban turnos, se actualizaban acuerdos o se fijaban reglas específicas cuando un problema se repetía. Las familias ajustaban sus horarios para reducir fricciones y mantener el equilibrio interno.

En varios barrios de la Ciudad de México, vecindades con estas características continúan en funcionamiento. Sus estructuras conservan el esquema de patio central, cuartos alineados y servicios compartidos. En ellas persiste una organización comunitaria basada en la cercanía cotidiana y en la coordinación informal.

La experiencia de vivir en estos espacios se definió por la necesidad y la cooperación. La escasez de servicios obligó a una interacción constante que generó redes de apoyo y rutinas compartidas. Ese modelo marcó la vida urbana popular durante décadas y permanece como referencia fundamental en la memoria colectiva.

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