“La victoria tiene muchos padres, la derrota es huérfana…” Esa máxima que se le atribuye a Napoleón, bien podría ser puesta en duda. Al menos para narrar algunos de los acontecimientos que se han ido suscitando en los últimos días y en diferentes puntos del globo. Un golpe de Estado, como el acaecido en Níger, más sensible que otros de su estirpe para la realidad geopolítica actual, parece tener al menos un padre: el grupo Wagner y por extensión (al menos de momento), Vladímir Putin, si se observan algunas deducciones. Pero son varios “los jefes de familia” de la Níger democrática que acaban de entrar en pánico: Estados Unidos y Francia, en primer orden, la Unión Europea (UE) en segunda línea, encabezan la columna internacional de los que consideraban al depuesto presidente, Mohamed Bazoum, un aliado. Casi un “hijo” de occidente.
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Electo en febrero de 2021, Bazoum, un socialdemócrata de carnet y por ende miembro de la Internacional Socialista, había protagonizado el primer relevo presidencial, mediante elecciones, desde 1960. Una vida más breve que la de las mariposas para la democracia de ese país africano, clave para la Casa Blanca, gracias a la colaboración que el derrocado gobierno suele prestar en el Sahara y, en especial, en la región del Sahel —una zona semidesértica plagada de fuerzas yihadistas—, a la hora de reprimir al terrorismo que lucha en nombre de Alá.
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Otro que anda preocupado por ese golpe es Emmanuel Macron y su gobierno. No solo por ser el país que posee allí, en su excolonia, bases militares —al igual que Estados Unidos— con más de un millar de soldados fijos, sino también porque es el principal cliente de sus reservas de uranio con las que abastece sus centrales nucleares y fuente de otras tantas materias primas.
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Y entre tantos “padres” que celebraban la existencia de ese “hijo ejemplar” que, al menos hasta la aparición del general Abdourrahmane Tiani, era Níger, ahí está la UE, que siempre vio a ese país, como un escudo protector para detener o reordenar el flujo de migrantes que se lanzan por el Mediterráneo, buscando huir de la pobreza y la violencia.
Un conflicto ideal para quitar de los primeros planos, aunque sea por un instante, la crisis en Israel por el intento de quitarle toda independencia a la Corte Suprema, y para matizar los constantes vaivenes de la guerra en Ucrania.
Y en eso de las paternidades, Donald Trump es el padre del descalabro político más llamativo de la historia estadounidense, pero parece que está obligado a compartir esa paternidad. Tanto en aquel intento de golpe que inauguró la administración Biden como en el calvario que le espera entre un tribunal y otro. El fiscal especial, Jack Smith, quien acaba de imputar al expresidente, ya advirtió que en su intento de alterar los resultados electorales no estuvo solo”.
Ese proceso aparece como un componente histórico e impensado y llega en un momento justo para ir ambientando la pelea electoral con el presidente, Joe Biden, esa que hoy las encuestas colocan en un empate técnico. De esa manera, lo que empezó distinto en enero de 2021, con escándalo e intento de alteración del orden democrático, parece llamado a terminar de manera singular. Tal vez con un presidente que tenga que asumir, o bien, procesado o jurando desde algún penal de la Unión. Cualquiera de ellas podría ser única en la historia del país del norte.
Que las relaciones padres e hijos, suelen ser complejas, no es ninguna novedad. Pero pocas con tantos matices como la del presidente colombiano, Gustavo Petro y su hijo y exdiputado, Nicolás, preso y acusado por enriquecimiento ilícito y lavado de activos, junto a su exesposa, Daysuris Vásquez, quien había disparado las denuncias contra el vástago presidencial, impulsada más por el despecho que por cuestiones de Estado. Las señales de Streaming ya están buscando guionistas para una futura serie o telenovela, sobre una trama que recién comienza a ser desvelada.
Después de varios días en prisión, Nicolás Petro se dispuso a “colaborar con la Justicia” y no mintió. En su declaración ante el fiscal confesó que había recibido "altas sumas de dinero" del señor Samuel Santander Lopesierra, más conocido en Colombia como “El hombre Marlboro”, un conocido narcotraficante que operaba en la región de la Guajira (frontera con Venezuela), el empresario Gabriel Hilsaca Acosta, hijo de Alfonso “El Turco” Hilsaca, un controvertido empresario que controla todos los contratos de alumbrado en las calles de Cartagena y en otras ciudades de la Costa Atlántica. Asimismo, está investigado por presuntos actos delictivos en diversas causas. Allí contó que otro de los que aportó tanto a la campaña de su padre como a sus arcas propias había sido, el también empresario, Óscar Camacho, con ostentoso poder en la ciudad de Cúcuta.
“Una parte de esos dineros fueron utilizados por el mismo señor Nicolás Fernando Petro Burgos y su exesposa, Daysuris Vásquez Castro, para su beneficio personal e incrementar su patrimonio de manera injustificada y así entre los dos poder blanquear los bienes producto de ese incremento. Otra parte de estos dineros fueron invertidos en la campaña presidencial del año 2022”, dijo el fiscal Mario Burgos.
Ahora es tarea de la Justicia determinar si existieron fondos en la campaña misma que nunca se declararon como tales como sospecha la fiscalía. Eso para redondear un nuevo escándalo para el presidente y todo en el nombre de su hijo, en lo que puede convertirse en una suerte de parricidio gubernamental. Casi en una muerte asistida de un gobierno que padece, algo parecido a una muerte cerebral.
Desde que Nicolás Petro comenzó a ser noticia, por las denuncias de su exesposa, el jefe de Estado se había limitado a advertir que no interferiría en la Justicia para salvar al mayor de su prole y trató de justificarse diciendo: “Yo no lo crie”.
La declaración ante la Justicia que el jueves proporcionó Petro hijo desvela que la relación paterno-filial arrastra dolores de aquellos tiempos en que el presidente andaba de clandestino, en el monte, como miliciano del M-19, y su hijo, al cuidado de la madre, lo que derivó en ese “No lo crie…”.
Mientras recaudaba para la campaña presidencial de su padre, Nicolás Petro, y engordaba sus propias arcas de manera ilegal, ya daba muestras de conflicto en la relación con “Papá, el candidato”. Solía cuestionar algunas acciones gubernamentales de su padre y tejía alianzas con los principales caciques de la Costa Caribe, allí donde el clientelismo político, el accionar del narco y el paramilitarismo suele dar vueltas elecciones a favor o en contra de un candidato. Precisamente una trama semejante fue la que difundió el exembajador en Venezuela, Armando Benedetti, uno de los promotores del primer escándalo de la administración Petro, a principios de junio.
Con su hijo en prisión y dispuesto a seguir hablando, lo que está en cuestión ahora es el financiamiento de su campaña y el rol que haya ejecutado el mandatario. Paradójico que, el primer gobierno considerado de izquierda (amén del de Alfonso López Pumarejo, que era Liberal), quede enlodado por presuntos dineros del narcotráfico en la campaña. Algo similar, a lo ocurrido en la administración de Ernesto Samper (1994-1998), que tuvo que enfrentar el recordado Proceso 8000, del que hoy, precisamente, se cumplen 25 años. Aquel también fue un gobierno que se autopercibía, cuanto menos, progresista. Pero claro está: no basta con serlo, también hay que parecerlo.
Es para destacar la actitud del presidente, respetando la investigación judicial contra su hijo y brindando las garantías necesarias para que todo el proceso goce de normalidad, pero valdría la pena revisar dónde radica su principal error en toda esta trama, político, pasional, sentimental que impacta de lleno en la estabilidad de su gestión.
En un país donde el producto del narcotráfico representa casi el 2 % del PIB, no es extraño que siempre esos fondos espurios tiñan las campañas proselitistas. Lo sorprendente es que sean gobiernos más volcados a lo popular los que queden al desnudo. Pero el autodenominado “Gobierno del Cambio”, no sólo sucumbió en esos pantanos, sino que también violó los mismos mandamientos de todas las familias del poder: hacer que los cargos y la actividad política sea hereditaria.
La credencial para actuar en política, suele pasar de padres a hijos, casi como si fuese un legado atado a la Constitución o, lo que es más llamativo, como si se tratase de una ley divina. Solo se contemplan el peso de los apellidos: no importa, si se llaman Pastrana; Lleras, Barco, Restrepo, Uribe, Turbay o Gaviria. A esa galería sumó su foto, el propio Petro, quien se proponía diferente y, a estas alturas, ese ya no es un pecado menor.
Sin ir más lejos, en octubre próximo habrá elecciones para alcalde en Colombia. En lo que a Bogotá respecta, hay dos candidatos descendientes de dos familias fracturadas en su momento por el cartel de Medellín, la del exministro Rodrigo Lara Bonilla y la del excandidato a la presidencia, Luis Carlos Galán (ambos asesinados por orden de Pablo Escobar). Se trata de Rodrigo Lara Restrepo y Carlos Fernando Galán Pachón. Hijos respectivos de los anteriores. “Condenados” casi a seguir el camino —y bajo la vara histórica— de sus padres, como ocurrió con los hijos de Álvaro Uribe, por citar solo un ejemplo más cercano en el tiempo.
Ese clasismo extremo que aflora permanentemente en los espacios de poder en Colombia, perenne como un homenaje permanente al medioevo, es un símbolo de la desigualdad social en ese, y en algunos otros países latinoamericanos. Precisamente, allí radica el error del Petro presidente, en esta historia. Tampoco alcanza con parecer distinto, también hay que serlo (aquí tampoco el orden de los factores altera el producto).
Pudo no haberlo criado, pero sí lo introdujo en su entorno político desde su tierna adolescencia, como manda la muy conservadora tradición colombiana del poder. Una costumbre que gana cada vez más adeptos en el vecindario sudamericano, donde el accionar político se asemeja cada vez más al de una casta. Nada más alejado a cualquier intento de cambio, de esos que se propalan con ligereza proselitista.
Así es como Petro también mordió esa manzana y ahora deberá enfrentar la realidad. Todo, en un momento donde su gobierno parecía no terminar de arrancar, y cuando acaba de deshacer su primer gabinete estructurado con aliados, para terminar abroquelándose con los propios. Observando el caso de la familia Petro, podría pensarse que Colombia necesitaría un psicólogo, pero no. Los problemas estructurales son tanto, que no solo se necesitaría un ejército multidisciplinario, sino también nuevos tratados éticos.
Para el consuelo de Petro y los colombianos, cabe recordar que no está solo en ese vía crucis. Cristina Kirchner, la expresidenta y actual vicepresidenta argentina, tiene a sus hijos tan investigados como ella misma en el seno de la Justicia. Recurrencias cuasi monárquicas, que no suelen terminar bien.
En honor a la verdad no abunda la teoría al respecto. Mucho menos para este tipo de “parricidio” gubernamental que experimenta Colombia. Tal vez el mejor consejo para no repetir este tipo de “pecados” se puede encontrar en algunas biografías de los delincuentes de vieja estirpe, como por ejemplo la del argentino Juan José Ernesto Laginestra, quienes, como él, trataban por todos los medios de dejar a los hijos bien lejos del lugar de los hechos con el único fin de que no se contaminen del delito ni los alcancen las esquirlas cuando el artefacto de la ley explotara en sus manos.
Después de todo, la política rige, indefectiblemente, todos los órdenes de la vida. Incluso, el del delito.
VGB