Todo argentino que se precie tiene a Carlos Gardel atravesado en su ser. No hay forma de escapar del ícono tanguero convertido en mito. Y eso es culpa del componente del biberón con el que el argentino se alimenta en su primera infancia. A esa edad, con la leche del rigor, todos recibimos una buena dosis de «Volver». Es ahí la razón del porqué siempre estamos volviendo. O bien a la patria de la devaluación eterna, o a cometer una y mil veces los mismos errores, como sociedad.
Y el hecho de volver, no nos obliga a olvidar que el domingo hay elecciones en España. Allí lo que vaya a pasar, para bien o para mal, será pura responsabilidad de una administración errática (con algunas buenas intenciones) como la de Pedro Sánchez. Tampoco el hecho de reencontrarnos con nuestras calles y nuestra porción en el fracaso hace que no reparemos en la sorprendente visita a Beijing de Henry Kissinger, medio siglo después, con un cometido similar: Si en aquel momento fue clave en el restablecimiento de las relaciones entre China y su país, ahora, entrega sus últimas energías en tratar de normalizarlas, para tratar de evitar (o de demorar) el ruido de las armas.
Una “remake”. Es tiempo de ellas y todas de escasa calidad. Solo hay que ver las protestas que se desatan en medio Perú pidiendo la dimisión de Dina Boularte, en un clima de tensión en aumento. Se trata del regreso de un clásico, desde diciembre, cuando el mandato de Pedro Castillo sucumbió por su propio peso hasta dar con los huesos en la prisión.
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Lo demás en el mundo, es guerra, calor y cambio climático. Ideal, casi para quedarnos en el frío del sur del planeta y, como la sangre tira, con en el tango —aunque más no sea, como metáfora— y sus principales exponentes. Todo en un intento de tratar de explicar lo inexplicable: el fracaso argentino.
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Y es que con Gardel y más allá de él, con la disciplina que lo hizo eterno, bien se podría ir explicando el porqué de semejante desbarajuste –cuando no siempre las ciencias sociales lo logran– en un país que a principios del siglo XX acaparaba las miradas del mundo por su potencial, y por su ubicación entre las diez primeras economías del mundo.
El país asiste a una campaña electoral con un presidente, Alberto Fernández, ausente, tanto de la campaña como del que se supone es su gobierno. Pero como todo presidente, tiene algunos números para mostrar. Una inflación anual que roza el 125 % y con más del 40 % o de los argentinos por debajo de la línea de pobreza, la reservas del Banco Central, en rojo, por lo menos, en 6.800 millones de dólares. Eso sí… «Somos campeones del mundo».
Últimamente, el hombre está en silencio. La sociedad extraña su palabra. Y es que ese es, uno de los pocos momentos de esparcimiento que no está sujeto a la inflación. Algunos se divierten con sus dichos y otros, braman, cada vez que el mandatario narra un país que solo anida en su imaginario o en el de su mentora, Cristina Fernández de Kirchner. Para esos momentos también hay un tango, «Todavía te quiero», por aquello de «… Porque si mentís una vez, si mentís otra vez y volvés a mentir…».
Al parecer, al jefe de Estado, los médicos le prohibieron el Twitter o, al menos, se lo fueron dosificando. Hace un tiempo que ya no se leen más mensajes del tenor «los argentinos vivimos mejor ahora que en 2019», cuando el precio de los alquileres se dispara al igual que el de la canasta básica de alimentos, hasta superar su propio récord, semanalmente.
Pero Fernández, un guitarrista aficionado, es también un hombre de orquesta. Lo acompañan “artistas” acordes a su estilo. La expresidenta Fernández, siempre autopercibida como una dirigente progresista y de izquierda, viene de ungir, a dedazo limpio, al ministro de Economía, Sergio Massa, como candidato de su espacio político. Justo el ministro que recibió la inflación con una inflación mensual del 3?% y la tiene en un 8.4, más o menos, según quien dibuje las cifras. Y no solo eso. La viuda de Kirchner lo acompaña en la campaña, para arriba y para abajo, en un intento de dotarlo de aquello que carece el postulante. Apego por lo popular.
Es verdad, hubo un pasado mejor y mucho más benévolo. Pero he aqu?? una postal más de esa cuesta abajo que parece no terminar nunca, que no encuentra su suelo, como en las pesadillas más ordinarias, y ahí vuelve a alumbrar otra metáfora de origen gardeliana: «La vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser», como para poder analizar tamaño derrotero.
Durante la década de los 60 y principio de los 70, el desempleo no superó nunca el 4 % y la pobreza rondaba el 5 %. La historia estaba teñida mayoritariamente de peronismo y de dictaduras militares La inflación era ya el mecanismo recurrente que sometía a la sociedad por culpa de ese otro deporte nacional: derribar la disciplina fiscal con pelotas confeccionadas de gasto público indiscriminado y la corrupción, que fue invadiéndolo todo.
A la inflación nuestra de cada día –que viene desde tiempos inmemoriales–, con la última dictadura militar (1976-1983) se fraguó un modelo económico basado en el endeudamiento externo constante, la destrucción de la industria nacional y la concentración económica que fue debilitando todos los índices sociales. De la Argentina de la opulencia, de aquel mentado «granero del mundo», queda solo el recuerdo, casi nada, Casi como una mera letra de tango. «… Nada, nada queda en tu casa natal, solo telarañas que teje el yuyal…».
La recuperación de la democracia en 1983 lo hizo con las instituciones, pero no acabó con el tango de la decadencia. A partir de allí, todo se dio en libertad. Más temprano que tarde, los argentinos fuimos derribando la creencia en aquel eslogan de Raúl Alfonsín (1983-1989) en campaña, con aquello de que «con la democracia se come, se educa…».
Como si la inflación ya no fuera suficiente, al promediar aquel mandato se inauguró la era de la hiperinflación, que le abrió las puertas al regreso del peronismo. Un peronismo que, en su vuelta en 1973, desató todos los demonios construidos en 18 años de proscripción, con el enfrentamiento de una derecha y una izquierda que el viejo líder conducía desde el muy madrileño, Puerta de Hierro.
Pero esto es tango y siempre se vuelve al primer amor. En 1989, la sociedad volvería a entonar esa pieza de José María Contursi, «Quiero verte una vez más» y ahí llegó Carlos Menem (1989-1999) y de la hiperinflación y los altos niveles de pobreza se pasó a la convertibilidad –un dólar = un peso– y una estabilidad fiscal y monetaria, fruto de las privatizaciones de los activos del Estado, pero agravando significativamente los índices sociales.
La salida de la convertibilidad fue violenta, con un gobierno indescriptible como el de Fernando de la Rúa (1999-2001), con la inflación volviendo en clave gardeliana «con la frente marchita». A esta altura, queda más que claro que nada ni nadie haría posible un cambio de género, musical, al menos.
El interinato de Eduardo Duhalde (2001-2003) fue otra remake, pero de aquel tango de Celedonio Flores, al que también Gardel le prestó su voz, «Mentiras». Había prometido, tras el congelamiento de los depósitos bancarios de los ahorristas, que «el que depositó dólares recibirá dólares», pero terminaron recibiendo bonos y, en el peor de los casos, pesos devaluados.
Con la incipiente recuperación de la economía –gracias a los altos precios de los commodities del primer lustro del siglo–, en el 2003 Duhalde y su mala praxis política se vieron obligados a llamar a elecciones. Como de costumbre, los argentinos se debatían entre el pasado y lo desconocido. Pero todo dentro del peronismo: Menem o un gobernador patagónico, Néstor Kirchner.
Y aquí vale introducir una referencia ineludible. El más grande escritor argentino fue Jorge Luis Borges, hombre de una erudición notoria. Cuando le preguntaron por el peronismo o los peronistas respondió: «Son una maravilla, tienen todo el pasado por delante…» y en Argentina, siempre será bueno aclararlo, muchos son peronistas y el resto –con la excepción de Borges– todavía no se da cuenta de que también lo es.
En aquellas elecciones el abandono de Menem le abrió las puertas a una suerte de sinfonía en cuatro tiempos, siempre dentro del tango. Néstor Kirchner, su esposa, Cristina Kirchner; Mauricio Macri y el actual, Fernández. La pieza que prima en semejante obra fue «Desencuentro» de Cátulo Castillo y Aníbal Troilo, que se adapta casi con crueldad a la realidad nacional de estos años, ya desde el comienzo: «Estás desorientado/ y no sabés qué trole hay que tomar para seguir/ Y en ese desencuentro con la fe/ querés cruzar el mar y no podés…».
Dos décadas en las que el endeudamiento externo se duplicó. Pasó de los 190 000 millones a los 390 000 millones de la actualidad, la pobreza –tras la leve recuperación hasta el 2009– supera el 40 % y la inseguridad se incrementó al compás de las necesidades básicas de una población, que asiste azorada a una proceso de descomposición en el que solo se le permite festejar éxitos futbolísticos, mientras la elite dirigente parece vivir en un mundo paralelo, de lo que da muestras casi a diario, además del presidente y su jefa, la vicepresidenta, los principales referentes y candidatos a la presidencia cada vez que interactúan en las redes sociales y o tienen cerca un micrófono
Y ese «Desencuentro», plasmado con una grieta política utilizada como estrategia de poder, lo tiñe todo. El gobierno, fiel a la letra de esa canción que prima por encima de cualquier sinfonía, pone en el bando de los enemigos hasta a Lionel Messi, el astro futbolístico, quien no hace mucho hasta recibió una amenaza cuando balearon el supermercado de sus suegros en la ciudad de Rosario, convertida en, los últimos años, en una Medellín de opereta.
A tal punto, es el avance del narco por aquellos lares, que vieron nacer a Fito Páez y al Che Guevara, entre otros, que el ministro de Seguridad, Aníbal Fernández, reconoció en su momento ante la prensa y a modo confesión: «Los narcos han ganado».
Experto como lo es en estas lides, el tercer Fernández del gobierno, vaticinó que «Esto tardó 20 años en instalarse, no se va a desinstalar en 20 minutos…».
Casi una evocación a aquella canción que popularizó Eladia Blázquez, «Contame una historia», como si hubiese sido compuesto a la medida del ministro, famoso por sus declaraciones rocambolescas. «Vos que tenés labia, contame una historia…Frename este absurdo girar en la noria moliendo una cosa que llaman verdad…».
Solo basta con leer las encuestas o conversar en la calle con gente de a pie, para darse cuenta de por qué nadie vislumbra un futuro promisorio en el corto plazo. A poco más de tres semanas para las elecciones primarias y a tres meses presidenciales, lo que prima es la sensación de que el fracaso argentino no es más que «una tarea colectiva», ese término que por aquí los políticos usan hasta el agotamiento.
Salvo la candidatura (tal vez testimonial) del dirigente social, Juan Grabois (un hombre cercano al Papa Francisco) y algún nombre de la izquierda trotskista, los demás asoman muy iguales. Ya sean lo de la oposición, como Patricia Bullrich (una exdirigente de la agrupación armada Montoneros, devenida en una Giorgia Meloni del subdesarrollo) o el alcalde de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, hasta el libertario, Javier Milei (ungido por el establishment cuál payaso Cepillín proselitista para animar una campaña deslucida y sin público) o Massa, un neoliberal convencido al servicio de grupos empresarios, cuya cercanía ni trata de disimular.
Y es por eso, que a nadie deberá sorprender el futuro inmediato de la Argentina. En el mejor de los casos, hay que permitirle al que surja de las elecciones a que fracase tranquilo. País generoso el del uno. El Desencuentro nacional es tal, que aquí un fracaso no se le niega a ningún presidente.
A tal punto, ese tango bien podría transformarse en el himno nacional de un país sin rumbo. Siempre parece plasmar la vida cotidiana de los argentinos por aquello de «Amargo desencuentro, porque ves que es al revés/ Creíste en la honradez y en la moral, ¡qué estupidez!/ Por eso en tu total fracaso de vivir/ Ni el tiro del final te va a salir.
DJC