No hay ambientalista en el mundo que no descuente que el planeta evidenciará, en breve, un incremento de la temperatura mayor a la meta de 1.5 grados centígrados pactada en el histórico Acuerdo de París, en el 2016. El calentamiento global acecha. Las evidencias sobran, afloran en sequías e incendios forestales, inundaciones y otros accidentes climáticos que recuerdan las promesas incumplidas de reducir los combustibles fósiles y terminar con las usinas de carbón, por ejemplo.
La climática es una discusión que nadie puede darse el lujo de pasar por alto. Pero pareciera ser que ese cambio climático no sólo afecta geográfica y climatológicamente, sino que también se vislumbra en términos políticos y, ni más faltaba, económicos.
Gobiernos, a priori, progresistas o neoliberales suelen caer por igual en la hoguera del descontento popular, con medidas de fondo cada vez más parecidas, en medio de una crisis global marcada por una inflación galopante y los reflejos de una guerra —más allá de la de Ucrania— comercial que se desarrolla en todos los frentes.
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Nombres como (Georgia) Meloni y (Nayib) Bukele, entre otros tantos, marcan el trending topic de la dirección que parecen adoptar las sociedades en esta suerte de nueva etapa pospandémica. Propuestas encadenadas al autoritarismo de diversos orígenes ganan elecciones o escalan posiciones entre un electorado cada vez más harto de las facciones políticas tradicionales, esas que suelen darles oxígeno a la democracia y al estado de derecho.
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Las últimas elecciones en Finlandia abrieron un interrogante y pusieron fin al gobierno de Sanna Marín, la joven política que, allá por 2019, cuando llegó al cargo, había entusiasmado a medio mundo por su juventud y por sus ideas. La derrota de su partido, el socialdemócrata (justo en el momento en que el país formaliza su sensible ingreso a la OTAN), le dejó el campo fértil a un inminente acuerdo entre la derecha y la ultraderecha para gobernar en coalición. Nada distinto a lo que podría pasar en destinos tan disímiles como España o Argentina, antes de fin de año.
Y es que el clima político está tan alterado que son los propios gobiernos que se referencian en el progresismo los que, por acción u omisión, les abren las puertas a esas opciones de tinte autoritario, algunas surgidas de las canteras de outsiders, explotadas casi excluyentemente por sectores económicos, como cada vez que los pronósticos advierten un cambio de época.
En ese terreno hay un nombre con sobrada experiencia en articular, desde el poder, ese tipo de giros: la expresidenta y actual vicepresidenta argentina, Crístina Kirchner, quien en el 2015 supo fungir como una eficaz “jefa de campaña” de Mauricio Macri (2015-2019) y ahora, parece pretender repetir, mediante su habitual mala praxis en la materia, para que el sucesor de su adlátere, Alberto Fernández, se dirima entre Patricia Bullrich y Javier Milei. La primera, ubicada más a la derecha de lo que el peronismo puede tolerar; el economista, lo más cerca posible de lo que permita el neofacismo.
Si la docencia fuera el fuerte de la viuda de Kirchner, ya podría arrogarse la idea de haberle dado cátedra a Emmanuel Macron, de la misma forma que se autopercibió como una mujer de izquierda, por meras necesidades coyunturales. Y es que en Francia nunca nadie se había esforzado tanto como el presidente por favorecer los intereses políticos de Marine Le Pen, la heredera de esa ultraderecha encarnada en la Agrupación Nacional (antes Frente Nacional) que siempre acechó a la elite política francesa, la que, desde mediados de los años 80, supo esgrimirla como un espectro para concentrar el voto de la clase media y frenar el drenaje del sufragio de los trabajadores.
Macron y su estilo de gobierno, pusieron al país en una crisis de difícil resolución, como lo evidenció el miércoles último su primera ministra, Élisabeth Borne, en la fracasada reunión con los sindicatos, para tratar de llegar a un acuerdo con la polémica reforma previsional. Todo mientras el presidente se encontraba en China dizque tratando de convencer a Xi Jinping para que modere su apoyo militar a Rusia y trate de trabajar para la paz. Para reforzar ese intento, sumó al cónclave a la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula Von der Leyen.
Tarea difícil la del presidente francés. Tan difícil como recuperar el terreno perdido a escasos meses de transitar su segundo gobierno. Pero así, como desde París, parece ir marcándose el paso de lo que vendrá en el resto de Europa. Su gobierno ya se anotó un punto en su nueva relación con China, cuando a fines de marzo vendió 65 mil toneladas de gas en yuanes. Un paso sólido —junto al anuncio de Brasilia y Pekín para someter todo su comercio bilateral en la moneda china—, para ir dejando en el camino el dólar como moneda de referencia. Otro dato concreto, que certifica la realidad global y los renovados bríos chinos en la pulseada geopolítica con Estados Unidos, la que se lleva a cabo en múltiples escenarios.
El reciente acuerdo de paz alcanzado entre Irán y Arabia Saudí, a instancias de Pekín, no sólo demuestra la decisión China de hacer valer su influencia allí donde todo (o casi todo) era exclusividad del Departamento de Estado, sino también el cambio de clima geopolítico que viene alterándolo todo. Desde las posiciones ideológicas hasta las relaciones de poder, al compás del calentamiento planetario. Un concepto, ese, que lejos de ver cumplidas las metas para aminorarlo, bien podría servir como reservorio de todas las culpas que los encargados de administrar el poder vayan acumulando.
VGB