El Estadio Azteca se prepara para brillar ante millones de ojos en 2026. Las grúas no descansan, las fachadas se renuevan, y las autoridades celebran el regreso del Mundial como una oportunidad histórica para mostrar al mundo una Ciudad de México “moderna, vibrante, global”. Pero al sur de la capital, en Santa Úrsula Coapa, la historia es otra: vecinas y vecinos viven entre el polvo de la expansión, el ruido de las obras y la incertidumbre de no haber sido escuchados. Mientras el estadio se alista para recibir a selecciones internacionales, la comunidad que lo rodea teme quedarse fuera del partido.
El proyecto contempla la ampliación del estadio, un centro comercial y un hotel de lujo. La narrativa oficial habla de derrama económica, creación de empleos y orgullo nacional. Pero el modelo de desarrollo que se impone es vertical, opaco y excluyente. Organizaciones vecinales han documentado la ausencia de consulta pública, el incremento en la presión inmobiliaria, y —lo más grave— la disminución del acceso al agua potable en algunas zonas. No es solo una cuestión de estética urbana: es una disputa por el derecho a permanecer, a decidir y a vivir con dignidad en el propio territorio.
Las consecuencias
El Mundial 2026 será un mega evento compartido entre México, Estados Unidos y Canadá. Sus promesas de desarrollo se parecen mucho a las de los Juegos Olímpicos, Expos Universales y demás espectáculos globales: inversión extranjera, turismo, renovación urbana. Pero también arrastran un patrón bien documentado por estudios internacionales: desplazamientos, gentrificación, militarización del espacio público y beneficios concentrados en manos privadas. En Río de Janeiro, la Copa del Mundo 2014 dejó estadios sin uso y comunidades desalojadas. En Sudáfrica, el Mundial de 2010 se celebró en medio de protestas por el desvío de recursos públicos. ¿Estamos repitiendo el guion?
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¿Quién gana con el Mundial?
El caso del Azteca refleja una contradicción estructural: usamos dinero, infraestructura y suelo público para atraer inversiones privadas que luego dejan fuera a quienes habitan esos espacios. La comunidad no se opone al futbol, se opone a no tener voz. No rechaza el evento, pero sí el modelo. Preguntarse quién gana con el Mundial no es pesimismo: es un ejercicio mínimo de responsabilidad cívica.
Este megaproyecto podría haber sido una oportunidad para repensar la relación entre ciudad, espectáculo y ciudadanía. Para construir infraestructura compartida, espacios sostenibles, empleos de largo plazo. Pero hasta ahora, el balón rueda solo para un lado. ¿Cuánto cuesta realmente un Mundial que deja sin agua a su comunidad sede? ¿Y quién escribe la historia cuando solo algunos son invitados al juego?
José Luis Lima González, columnista de LSR Hidalgo. X: @pplimaa
