En un mundo donde los límites entre empresa, Estado y celebridad se han vuelto borrosos, la noticia de que Elon Musk planea fundar su propio partido político en Estados Unidos suena menos a distopía y más a continuación lógica. Después de conquistar el espacio, la inteligencia artificial, el transporte eléctrico y —en su versión más controvertida— la conversación pública vía X (antes Twitter), Musk parece decidido a incidir de manera directa en la política, más allá de sus ya habituales intervenciones en debates nacionales desde su teléfono.
El anuncio, que todavía no tiene nombre ni estructura oficial, circula entre rumores y filtraciones cercanas a sus empresas. Se habla de un partido libertario-tecnocrático, una especie de híbrido entre Silicon Valley y la América profunda. Uno que promueva menos regulación, más disrupción y una fe casi religiosa en la tecnología como redentora del orden social. No es nuevo que empresarios se involucren en política, pero Musk no es cualquier empresario: es un símbolo. Para muchos, un visionario. Para otros, un hombre que juega con el futuro sin frenos ni contrapesos.
Las condiciones están dadas. La polarización de Estados Unidos ha erosionado los partidos tradicionales. El desencanto con las élites políticas —de izquierda y derecha— ha generado un terreno fértil para figuras carismáticas que prometen soluciones desde fuera del sistema. Musk, con su estilo provocador y sus millones de seguidores, ha logrado construir una marca que trasciende la industria: representa el sueño tecnocrático de una modernidad sin ataduras, sin sindicatos, sin burocracias. Solo ideas, algoritmos y ambición.
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Pero, ¿puede un partido político construirse con memes, millones y misiles? ¿Qué significa que alguien con acceso directo a satélites, redes sociales y datos personales quiera también controlar marcos legales y decisiones colectivas? La democracia, como concepto, se basa en la representación y el equilibrio. La visión muskiniana, en cambio, parece orientarse hacia la eficiencia, la velocidad, el dominio técnico de los problemas humanos. Si algo no funciona, se itera. Se lanza una versión 2.0. Pero los ciudadanos no son usuarios. Y el disenso no se resuelve con código.
Los analistas advierten que, aunque una candidatura presidencial sea aún improbable, el solo hecho de crear un partido puede servir como palanca para inclinar agendas, influir en votaciones y negociar desde una nueva posición de poder. Con Musk, cada jugada tiene múltiples capas. Algunas estratégicas, otras egoicas, muchas simplemente impredecibles.
Más allá de simpatías o rechazos, la pregunta es incómoda pero urgente: ¿en qué momento dejamos de esperar soluciones del Estado y empezamos a mirar a empresarios como salvadores? ¿Qué vacíos dejamos que hoy ocupan los Musk, los Bezos o los Thiel con discursos de redención tecnológica?
La política, en su sentido más profundo, es un acto colectivo. Requiere no solo innovación, sino también humildad, escucha, memoria. Tal vez la verdadera pregunta no sea si Elon Musk puede tener un partido, sino si nosotros, como sociedad, aún sabemos por qué existen los partidos en primer lugar. Y si estamos dispuestos a defenderlos cuando la política se vuelve un producto más en el escaparate del futuro.
José Luis Lima González, columnista de LSR Hidalgo. X: @pplimaa
