En las últimas semanas, Pachuca ha sido escenario de episodios que, aunque antes habrían escandalizado, hoy apenas provocan un par de comentarios en redes y luego son sepultados por el alud de memes, escándalos triviales o simplemente el silencio. Dos automovilistas golpeándose a plena luz del día sobre el bulevar Colosio, un ciclista atropellado y abandonado, peleas entre taxistas, robos en colonias del sur… todo en menos de un mes. Y sin embargo, nada parece alterar la respiración de fondo de esta ciudad.
La pregunta que flota es brutal, pero necesaria: ¿estamos anestesiados socialmente?
La anestesia no llega de golpe. Es un proceso gradual. Una ciudad como Pachuca, que aún presume de ser "tranquila" frente al caos de la Ciudad de México, vive una contradicción profunda. Mientras crecen los cinturones de pobreza, la corrupción se disfraza de gestiones opacas y los conflictos viales se tornan violentos, los ciudadanos han optado, consciente o inconscientemente por la desconexión emocional. No es que no nos importe, es que ya no sabemos cómo reaccionar.
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En teoría, esta capital de estado con aspiraciones de metrópoli debería estar mejor equipada para resistir el deterioro social. Pero la realidad contradice el discurso. Pachuca es, en muchos sentidos, el espejo de México: un lugar donde la violencia cotidiana ya no escandaliza, la pobreza se vuelve paisaje urbano, y la corrupción, una herramienta para sobrevivir o escalar.
El fenómeno no es exclusivo. A nivel nacional, diversos estudios en psicología social han documentado lo que se llama “desensibilización colectiva”: la exposición constante a situaciones de injusticia o violencia disminuye la capacidad de respuesta ética y emocional. En otras palabras, vemos un homicidio en la glorieta 24 horas, una golpiza en la central de abastos, o una extorsión en los tianguis, y seguimos tomando nuestro café.
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Pero este entumecimiento tiene costos profundos. La anestesia emocional favorece un clima ideal para que florezcan el autoritarismo, la apatía y el individualismo salvaje. Si todo se normaliza, nada se transforma.
Y lo más alarmante es que esta burbuja emocional no distingue clases ni ideologías. Desde quienes viven en fraccionamientos cerrados y creen que la violencia "solo pasa del otro lado", hasta quienes padecen día a día la precariedad en muchas colonias de la capital, la desconexión parece haberse instalado como mecanismo de defensa. Es comprensible, sí, pero también profundamente peligroso.
Pachuca no necesita más rondines de patrullas, sino más rondas de reflexión colectiva. ¿Cómo llegamos a este punto? ¿Por qué preferimos grabar una pelea callejera que intervenir o denunciar? ¿Qué hace falta para romper esta burbuja?
Quizá la solución no venga de las autoridades ni de campañas vacías. Tal vez venga de una decisión íntima y radical: volver a sentir. Volver a incomodarnos. Mirar de frente el conflicto y dejar de ignorarlo por comodidad emocional.
Porque el verdadero problema no es que Pachuca se esté volviendo violenta, pobre o corrupta. El verdadero problema es que estamos empezando a aceptarlo como si fuera normal. Y cuando una ciudad deja de reaccionar, deja también de soñar. Y peor aún: de luchar.
José Luis Lima González, columnista de LSR Hidalgo. X: @pplimaa
