La inteligencia artificial ha dejado de ser un asunto exclusivo de tecnólogos y visionarios para convertirse en un eje silencioso de poder. Lo que empezó como una revolución técnica se ha transformado en una reorganización profunda de lo político, lo económico y lo social. Desde los algoritmos que moldean la opinión pública hasta los sistemas que reemplazan tareas humanas en oficinas, fábricas y escuelas, la IA ya no está cambiando el mundo: está decidiendo quién lo controla.
El año 2024 fue testigo de cómo la inteligencia artificial entró de lleno en el terreno electoral. En India, la campaña de Narendra Modi genero contenido con IA para enviar mensajes personalizados en más de veinte lenguas regionales. En Estados Unidos, los comités de acción política experimentan con IA generativa para diseñar discursos, imágenes y narrativas capaces de movilizar nichos específicos del electorado. El resultado no es solo mayor eficiencia: es una mutación del proceso democrático, donde la línea entre lo auténtico y lo simulado se desdibuja y donde el control de los modelos lingüísticos se vuelve tan estratégico como el acceso a los medios o al dinero.
En México, el impacto aún es incipiente pero inevitable. El uso de IA en campañas, encuestas y propaganda se volverá cada vez más sofisticado. Pero el verdadero desafío no está solo en la política electoral, sino en la transformación de fondo del mundo del trabajo y la educación. Un informe del Foro Económico Mundial estima que, para 2027, el 44% de las habilidades laborales actuales serán obsoletas. Mientras tanto, millones de estudiantes mexicanos siguen formándose en modelos pedagógicos del siglo pasado, ajenos a la disrupción que se avecina.
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La IA está generando nuevas élites. Quien entrena, regula o comercializa estos sistemas no solo crea riqueza, sino que fija las reglas del juego. Y hoy, la mayoría de esos modelos son desarrollados por corporaciones privadas de Estados Unidos o China, con poca transparencia y escaso control democrático. ¿Qué implica para un país como México depender de tecnologías diseñadas con otros valores, otros intereses y otras prioridades?
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Frente a este escenario, la pregunta no es si la inteligencia artificial debe ser adoptada, sino cómo, bajo qué principios y con qué contrapesos. Urge discutir una estrategia nacional de soberanía tecnológica, donde la IA no sea solo una herramienta de eficiencia, sino un proyecto político de país. No se trata de competir en el desarrollo de modelos a escala de Silicon Valley, pero sí de formar talento, proteger derechos, evitar monopolios de datos y asegurar que la automatización no profundice las desigualdades.
La inteligencia artificial ya está moldeando el presente y anticipando el futuro. Pero lo decisivo no será la tecnología en sí, sino la voluntad política para gobernarla. ¿Estamos preparados para que las decisiones más relevantes del país no las tomen humanos elegidos, sino sistemas entrenados por empresas que nadie eligió?
