León, Guanajuato.- No había rastro de vida. Solo polvo, grafitis y concreto quebrado. Pero en el piso 9, entre un nido de palomas muertas, alguien encontró un arma. No era una pistola común. Era un tubo de PVC, atado con cinta negra a una varilla de metal filosa, tensada con una liga de motocicleta. Un artefacto rudimentario, casi primitivo, pero creado con tal precisión que parecía diseñado por un mecánico callejero con alma de artista. Así empezó a hablarse de él: el Vago del Parkour.
La Torre Andrade, ubicada frente al Instituto América, es uno de los esqueletos urbanos más famosos de León, Guanajuato. Una torre inconclusa desde hace más de 40 años. En los años 80, prometía ser un desarrollo moderno de oficinas y comercios, pero la crisis económica de la época la dejó congelada. Desde entonces, ha sido ruina, refugio, lienzo y leyenda. En su estructura de concreto gris y acero oxidado, han vivido desde palomas hasta colectivos de arte. Y, entre ellos, una figura fantasmagórica: un hombre que nunca debió estar ahí, pero que convirtió a la torre en su hogar vertical.
Los integrantes del colectivo artístico que hoy ocupa parte del edificio lo recuerdan vagamente. Decían que no era un indigente como tal, pero tampoco tenía un hogar. Medía alrededor de 1.70, usaba siempre gorra y ropa deportiva, y tenía una habilidad inusual: sabía escalar. Se deslizaba entre muros, rejas y estructuras oxidadas con la precisión de un acróbata callejero. Se escondía entre los pisos superiores, aquellos que pocos se atrevían a pisar por temor a caer entre varillas expuestas o losas podridas.
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Vivía entre el concreto y las sombras. Algunos aseguran que lo vieron trepar desde la banqueta hasta el piso 6 sin cuerdas. Otros dicen que dejó pequeñas esculturas hechas con desechos industriales por todo el edificio, como si dejara pistas. Pero la historia más famosa —la que terminó por convertirlo en leyenda— ocurrió una mañana nublada, cuando apareció en calzoncillos, con una máscara de calavera, una pistola de juguete y una botella de whisky en mano. Caminó hasta el piso 10 y se asomó por la terraza que da al Instituto América. Los niños lo vieron. Algunos gritaron. Otros lloraron. El caos fue tal que la policía llegó en cuestión de minutos.
Fue así como descubrieron que ese hombre vivía ahí. Lo sacaron, pero no lo arrestaron. Algunos dicen que lo vieron días después en la Biblioteca Central, leyendo un libro de arquitectura. Otros afirman que sigue rondando los edificios abandonados de la ciudad, como un fantasma urbano.
La Torre Andrade guarda muchas historias. La del Vago del Parkour es solo una de ellas. Pero en una ciudad que olvida fácilmente, su leyenda vive entre los grafitis deslavados y las varillas expuestas de una torre que sigue ahí, esperando su final. O su próximo habitante.
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