AMIGAS Y SIMBIOSIS

Amigas y simbiosis

Las simbiosis suelen terminar en choque de trenes, en algún punto la separación se da en la sorpresa y en la desgarradura. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

Sucede con tanta frecuencia durante la adolescencia: la urgencia de simbiosis. Las amigas que construyen una burbuja juntas para conversar, para soñar, para hacer planes juntas, para defenderse del afuera. Un “nosotras contra el mundo”. Ese mundo que parece tan hostil. Tan incomprensible y tan injusto. El “nosotras” sigue lo que Celia Amorós llama: “la lógica de las idénticas”. Esa simbiosis en la que se anulan las diferencias. Quizá porque existe a esa edad algo insoportable de vivir: el miedo a lo que separa. Un “Nosotras” construido en un engaño ingenuo y plagado de miedos y de buena voluntad.

Esa amiga que elegimos y que nos elige para atravesar las tormentas de la adolescencia sin reconocer que quizá no éramos “las mismas”, que quizá éramos tan diferentes, tan opuestas. Digamos que la simbiosis sólo puede darse en una suerte de engaño compartido en la que ninguna de las dos tiene deseos de mentir. Lo que queríamos era salvarnos. Y ese encuentro con la amiga preferida es para ambas el refugio, la tablita de salvación. La esperanza. “Somos idénticas y un abismo nos separa del entorno, pero es menos aterrador porque estamos juntas”. Así fue. Y los años pasan.

Las simbiosis suelen terminar en choque de trenes. En algún punto. La separación se da en la sorpresa y en la desgarradura. De un lado y del otro en algún momento llega la pregunta: “¿quién es esa mujer que está frente a mí? ¿quién fue? quién ha sido?” Y una puede suponer que conoce su vida, que conoce tu vida. Porque sí, hay una memoria de la infancia, de la adolescencia compartida, de todo lo que se fue conversando a lo largo de los años. Sobre arenas movedizas. Es el punto. El castillo levantado juntas ladrillo a ladrillo con su foso y sus lagartos que nos aislaban del exterior se tambaleó en la edad adulta. 

Pero ninguna de las dos lo sabía. Eso. Las arenas movedizas. Esa amistad tan rotunda, tan entrañable, tan de toda la vida, se tejió en la negación mutua. No era la intención. No supimos, no tuvimos las herramientas para hacerlo de otra manera. En aquellos tiempos, en medio de aquella soledad intensa, ¿había otra manera? Y esa mutua negación se conservó a través de las décadas porque lo que siempre estuvo allí fue el miedo de la una y de la otra a perderse. Pero cada una se perdía a sí misma en ese afán de no perderse. 

¿Cómo aceptarlo? Detenerse de golpe después de toda una vida y tratar de rescatar lo rescatable. ¿Con quién ha hablado ella durante tanto tiempo? ¿con quién he hablado yo? ¿qué fue verdadero? ¿qué inventamos? ¿cuántas palabras fueron injustas porque estaban dirigidas a una ella que no es ella? Y viceversa. ¿Cuántas expectativas de planes en común irrealizables? Se necesitó tiempo después del choque de trenes, mucho tiempo para intentar recomenzar. Pero no nos hemos sanado. El engaño nos sigue nublando la percepción. Aquel antiguo e indispensable engaño que de tantas maneras cumplió su objetivo: nos ayudó a salvarnos.

El amor fue verdadero. Lo es. Es verdadera aquella sensación de catástrofe que me amenazaba cuando vivíamos tan lejos la una de la otra y temía que la distancia arruinara la amistad. Si me quedaba sin ella me quedaba sin arraigo. Sin el último cordón que me unía a mis raíces. Éramos, creíamos ser la memoria del pasado de la otra. Las guardadoras de esa memoria compartida. ¿Quién iba a entender sus referencias mejor que yo? ¿quién iba a entender con más exactitud las mías? La amenaza era de tales dimensiones que elegimos seguir negando. No sabíamos bien cómo hacer otra cosa. Aún no lo logramos. Nos seguimos sorprendiendo de lo evidente: siempre fuimos muy distintas. Quizá para tantas cosas: opuestas. Claramente opuestas.

Caemos entonces, en que le pida lo que no tiene y me pida lo que no tengo. Ya nos atrapamos haciéndolo. Aunque no de inmediato. No sé cómo dejar de hablar con aquella mi amiga de los inventos. En ocasiones seguimos conversando las que no existen. Qué aferrada es la huella de la simbiosis. Está en la piel. Nos con-funde. “A estas alturas”, me digo. Sí. A estas alturas. ¿Qué estaríamos soltando si soltamos esa manera de mirarnos? Un ideal. Eso. Quizá nos sentiríamos ahogadas en una inmensa soledad retrospectiva. Quizá tendríamos que transitar la pérdida tan temida. ¿Qué puede corresponder al ideal? Casi nada. 

Nos sentamos a intentar encontrarnos con la madurez que tocaría. Pero todo se enreda. Es que ella es la infancia, la adolescencia. Ella sabe. Yo sé. Intentamos con todo el corazón re-conocernos. Reencontrarnos en las que sí somos. En lo que sí tenemos en común. Porque el amor, ese amor que ha atravesado las décadas, tan hecho de “toda una vida”, es, ha sido verdadero.

María Teresa Priego

@Marteresapriego