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Oona O'Neill • Jane Scovell

Una vida en la sombra.

Créditos: #OpiniónLSR
Escrito en OPINIÓN el

Un padre famoso, el dramaturgo y premio Nobel de Literatura Eugene O’Neill, marcó la vida de Oona O’Neill, a la que abandonó cuando solo tenía dos años. Crecer en esa familia no fue fácil: las secuelas del abandono se cebaron con su madre, atrapada entre las turbulencias de la depresión y del alcohol, y con su hermano que, impotente ante la fuerza de su destino, acabaría suicidándose.

Contra ese trágico lastre, la joven Oona encontró en su obstinación por convertirse en actriz una vía de escape que la llevó a frecuentar los ambientes bohemios de Nueva York. Orson Welles le leyó la mano, a Truman Capote le cautivó su personalidad, su alegría desbordante, su carisma y su sonrisa y, antes de convertirse en el autor de El guardián en el centeno, J. D. Salinger se enamoró de ella. Cuando quiso decírselo, ya era tarde: Oona se había casado con Charles Chaplin, que le llevaba treinta y seis años. Con él tuvo ocho hijos y una vida en el exilio suizo, perseguidos por las acusaciones de comunismo.

La fuerza de carácter, la determinación y el talento de Oona para adaptarse a las circunstancias más imprevisibles y al lado oscuro –colérico, mujeriego, manipulador– de Charlie Chaplin marcaron a quienes la conocieron. Tras la muerte de su marido, se refugió en la tristeza y el alcohol, aunque siempre contó con la compañía y el afecto de sus hijos y sus nietos. Oona O’Neill está enterrada en el cementerio suizo de Corsier-sur-Vevey, junto a la tumba de Chaplin.

Fragmento del libro de Jane Scovell Ona O’Neill. Una vida en la sombra”, publicado por Circe. Con autorización de Océano.

Jane Scovell es una autora, periodista y dramaturga estadounidense.

Oona O'Neill | Jane Scovell

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PRÓLOGO

Oona. ¿Dónde tiene su origen este mágico nombre? Con raíces en lenguas muy antiguas, es una variante de Una, derivación directa de «uno» en latín, y hay quien lo considera una adaptación al inglés de Juno, mientras que otros apuntan a la posibilidad de que proceda de uan, «cordero» en irlandés, en cuyo caso sería una forma alternativa de Agnes, como se llamaba la madre de Oona. Si bien el nombre en sí es bastante común en tierras irlandesas, no lo es tanto la doble o, que refuerza su atractivo visual, haciéndolo tan agradable de ver como de oír. «Una» no hay una sola –pensemos en actrices como Una Merkel y Una O’Connor, o en la protagonista de La reina hada, de Edmund Spenser–; «Oona», en cambio, ha quedado como propiedad exclusiva de la hija de Eugene O’Neill y esposa de Charlie Chaplin.

El dramaturgo y premio Nobel estadounidense Eugene O’Neill y su segunda esposa, Agnes Boulton, eran amantes de lo insólito, y no dudaron en pedir consejo a otras personas para elegir los nombres de los dos hijos que tuvieron. Con su primer vástago en camino recibieron una lista de nombres irlandeses de su amigo Edmund T. Quinn, y al nacer el pequeño, guiados por otra de sus amistades, James Stevens, se decantaron por llamarlo Shane Rudraighe. Shane es Juan en gaélico. El primer «Shane Rudraighe» del que se tiene noticia fue uno los grandes reyes de Irlanda. Cinco años después, la pareja acudió de nuevo a la lista de Quinn, y al tener a su primera hija volvieron a seguir los consejos de James Stevens, que en esta ocasión les aconsejó el nombre de Oona, sonoro complemento de «O’Neill», singularizado, además, por una peculiar ortografía. A Oona le gustaba tener un nombre tan original, aunque el día en que le dijeron que era una variante de Winifred confesó que «ese lo odiaba».

Oona O’Neill nació en las islas Bermudas el 14 de mayo de 1925 y falleció el 27 de septiembre de 1991 en la localidad suiza de Corsier-sur-Vevey, donde vivió más de la mitad de sus sesenta y seis años de vida, como más de la mitad fueron los que pasó casada con Charlie Chaplin. Mujer discreta y reservada por naturaleza, su filiación y matrimonio hicieron de ella una figura pública.

A finales de los años treinta, y en la década de los cuarenta (los años de juventud de Oona O’Neill), los estadounidenses idolatraban a las diosas de la gran pantalla, Dianas de celuloide tan alejadas de sus fieles como la luna misma. Como sintetizó en pocas palabras Joan Crawford, «si quieres a la vecina de al lado, busca al lado». Muy rara vez se inmiscuía en el gélido ambiente de la fama alguien con quien pudieran identificarse sus admiradores, alguien como Oona O’Neill, cuya belleza limpia y natural le granjeó el cariño de un país que solía obsesionarse por lo exótico. Oona, versión enaltecida de la vecinita de al lado, quería ser estrella de cine y, si bien no llegó a ver cumplido ese objetivo, sí llegó a los titulares. Los puntales de su fama eran dos: ser hija de un premio Nobel y estar casada con el gran genio cómico del cine. Hoy, su nombre, relegado desde la primera plana a la sección de pasatiempos, ha quedado como la respuesta horizontal o vertical de dos definiciones intercambiables en los crucigramas: «Mujer de Charlie Chaplin» o «Hija de Eugene O’Neill».

Eugene O’Neill fue un padre desastroso. Abandonada por él a los dos años, la Oona niña y adolescente solo tuvo contactos esporádicos con su progenitor, al que a partir de los dieciocho años ya no vio nunca más. Tenía también dieciocho años cuando se convirtió en la cuarta esposa de un hombre de cincuenta y cuatro años, Charlie Chaplin. Superados los seis meses de rigor que se le pronosticaban a un matrimonio de edades tan disímiles, desmintieron a los escépticos siguiendo juntos, criando a ocho hijos y gozando, según ellos mismos, de la mayor de las felicidades.

Fue un matrimonio expuesto a duras pruebas, como la tan pregonada demanda por paternidad de la que, coincidiendo con la boda, fue objeto el novio, o los años de zozobra de la caza de brujas contra el comunismo, pero en realidad el auténtico peligro siempre fue otro: el tiempo. Separados nada menos que por tres décadas y media, ninguno de los dos podía detener el curso de los días. Teniendo en cuenta sus proverbiales reservas de agilidad y energía, Charlie Chaplin no envejeció especialmente bien. Cumplidos los setenta aún se mantenía en forma – no en vano tuvo un hijo a los setenta y dos–, pero al final de su octava década el debilitamiento saltaba a la vista. Sus últimos diez años fueron un duro ocaso en el que Oona no dejó de cuidarlo y protegerlo ni un momento hasta el final. Para una mujer de apenas cuarenta años no debió de ser fácil pisar el freno y adaptar el ritmo de su vida al de un anciano, pero siempre se mantuvo a su lado, y a quienes se extrañaban de su abnegación les decía: «Estuvo cuando le necesitaba, y ahora tengo que estar yo.»

Con el paso de los años se espaciaron las noticias sobre el matrimonio en el exilio, y las pocas que había se centraban en Charlie, cuyo fallecimiento, en diciembre de 1977, sumió a Oona prácticamente en el olvido. Catorce años después moría ella, y su nombre volvió fugazmente a los titulares: «Fallece a los 66 la viuda de Charlie Chaplin e hija de Eugene O’Neill.»

Aunque haya quedado encasillada como figurante en las vidas de un padre ilustre y un marido famoso, Oona O’Neill Chaplin tenía su propia historia, tan compleja como sugestiva, y una vida que difiere mucho de la que dibujan los titulares superficiales de su juventud, los deferentes pies de foto de su madurez e incluso las escandalosas insinuaciones que se le han dedicado una vez muerta. Rechazada y abandonada por su padre, enlazó su destino con el de otro genio, cuya figura la absorbió. ¿Renunció a todo para casarse con un hombre mucho mayor que ella, y de reputación cuando menos dudosa, solo para disgustar a su padre? ¿O lo hizo por dinero? ¿Era realmente tan perfecta su vida conyugal? ¿Fue realmente feliz? ¿Trató bien a sus hijos? ¿La trataron ellos bien? ¿Y su viudez? ¿Es cierto que se recluyó? ¿Hubo otros hombres? Y, lo que es más importante, ¿supo gestionar bastante bien el abandono de su padre para no caer, como era habitual en su familia, en el alcoholismo y la melancolía?

Según una de sus mejores amistades, la vida de Oona fue un cuento de hadas sin final feliz. Como las protagonistas de los cuentos, fue amenazada por un ogro y rescatada por un príncipe azul. He aquí la historia de su lucha por librarse de un pasado asfixiante.

PRIMERA PARTE

UNO

«SER IRLANDÉS»

La ascendencia paterna de O’Neill Chaplin ha sido descrita y estudiada en muchas obras biográficas y críticas sobre su marido y su padre. Transformándose a sí mismo, a sus padres y a su hermano mayor en los Tyrone de Largo viaje hacia la noche , Eugene O’Neill, el padre de Oona, no solo creó uno de los grandes hitos de la literatura teatral estadounidense, sino que prácticamente aseguró el predominio de su familia en cualquier futuro examen de la vida de su hija. Teniendo en cuenta la fama de los O’Neill, y lo mucho que se ha escrito acerca de ellos, no es de extrañar que los antepasados maternos de Oona, los Boulton, hayan quedado en un segundo plano. Lo cierto, sin embargo, es que Oona nació de la unión de ambas estirpes, y una imagen completa de su figura requiere necesariamente una inspección de uno y otro linaje, que (por una simple cuestión de accesibilidad) abriremos con los afamados O’Neill, cuya historia, hasta el ascenso a la fama dramatúrgica de James O’Neill, no deja de seguir el típico patrón norteamericano de familia inmigrante.

Los bisabuelos paternos de Oona, Mary y Edward O’Neil (apellido gaélico cuyo significado es «campeón»), salieron de Irlanda a mediados del siglo XIX, huyendo de los estragos de la Gran Hambruna. Edward llevó a su mujer e hijos a Estados Unidos, donde se establecieron primero en Buffalo, en el estado Nueva York, y luego en Cincinnati; fue en esa época cuando se añadió una segunda ele al apellido. El Nuevo Mundo no le fue propicio a Edward O’Neill, cuyos dos hijos mayores se fueron casi enseguida de casa, dejando al tercero, James, nacido en 1846 en Kilkenny (provincia de Leinster), como el mayor de los varones de una familia que contaba también con cinco hermanas. Nostálgico de su país, incapaz de mantener a los suyos y temeroso de morir en tierra extraña, Edward abandonó a su familia para regresar a Irlanda, mientras su mujer sobrevivía a duras penas como limpiadora. Estos años iniciales de humillante pobreza se grabaron para siempre en la memoria de James O’Neill, que, obligado a trabajar desde los diez años por cincuenta centavos semanales, nunca dejó de recordárselos a su mujer e hijos, ni siquiera cuando ya tenía un más que buen patrimonio. La vida llevó al joven James hacia los escenarios, donde le esperaba un largo y trabajoso aprendizaje, y donde logró superar un acento irlandés que era su mayor lastre. En esa época de transición desde los excesos declamatorios de actores como Edwin Forrest hasta figuras más sutiles – pero no menos expresivas– como Edwin Booth, James O’Neill, con su agraciado físico, talento y atractivo, acabó erigiéndose en un galán de toda confianza, dotado de un potencial indiscutible.

Nacida en New Haven (Connecticut) en 1857, la abuela paterna de Oona, Mary Ellen Quinlan, había pasado su infancia y juventud en Cleveland (Ohio), pero sus padres, Thomas y Bridget Quinlan, también inmigrantes irlandeses, sí alcanzaron la prosperidad que a los O’Neill se les negaba. Dedicado con éxito al negocio inmobiliario, su padre era uno de los dueños de una tienda de bebidas alcohólicas y tabaco cerca de la Academia de Música, entre cuyos actores, asiduos del establecimiento, se encontraba Jimmy O’Neill. Al poco tiempo de trabar amistad con Quinlan, James conoció a su única hija, Mary Ellen, de catorce años, diez menos que él. La adolescente Ella, como prefería ser llamada, se enamoró del guapo y simpático joven, para quien era poco más que una dulce criatura con quien bromear, pero sin ningún tipo de interés amoroso. En la personalidad de Ella, tímida y recatada, había rasgos que podrían haberla llevado a la vida religiosa; de hecho, como muchas católicas de su edad, sopesó fugazmente la posibilidad de hacerse monja.

A los cuarenta, Thomas Quinlan, hasta entonces abstemio, puso en peligro su salud al darse de pronto a la bebida. Moriría de tuberculosis antes de que su hija hubiera salido del colegio, y Ella, que siempre había sido la niña de sus ojos, volcó su dolor en los estudios, sobre todo de música, para la que mostró bastantes facultades como para recibir una medalla de oro por su desempeño como pianista. Tras graduarse en la St. Mary’s Academy de Indiana, institución de gran prestigio pedagógico, se trasladó a Nueva York, pese a los reparos de su madre, y reanudó casi enseguida el contacto con James O’Neill, convertido a la sazón en uno de los directivos de la Union Square Stock Company. Si Ella llevaba soñando con él desde el primer encuentro, esta vez fue James quien se prendó de la joven hasta el punto de pedir su mano. Pese a los puntos en común que les daba su ascendencia irlandesa – también James había pensado en el sacerdocio, como Ella en los hábitos–, el extrovertido y campechano actor y la tímida y refinada instrumentista formaban una pareja anómala, unida por una gran pasión recíproca, y por el deseo inconsciente de Ella de hallar un sustituto de su amado padre. Una mujer como Ella Quinlan, que había recibido una educación convencional en un colegio de monjas, debería haberse casado con un ciudadano de bien que, prósperamente dedicado a los negocios, o a una profesión liberal, pudiera mimarla y protegerla, pero con quien contrajo matrimonio fue con un actor. Su padre habría visto sin duda con muy malos ojos esta unión, ya que, a pesar de su buen trato con Jimmy O’Neill, parece dudoso que a Thomas Quinlan le hubiera gustado tener como yerno a un actor itinerante. Se tiene constancia, en todo caso, de que Bridget, su viuda, expresó sus reservas sobre James como marido de su hija.

La boda entre James O’Neill y Ella Quinlan se celebró el 14 de junio de 1877 en la iglesia de St. Ann, en la calle Doce Este de Nueva York. Amante de la ropa de lujo, la novia llevaba un vestido de raso y encaje, caro y exquisito, que acabaría por simbolizar su juventud e inocencia perdidas. A partir de entonces lo sacó muchas veces del armario para rumiar sobre el pasado, con tanta congoja y tantas lágrimas que al final renunció a volver a verlo. De este recuerdo hizo un magistral uso Eugene O’Neill en la última escena de Largo viaje hacia la noche, cuando el personaje de Mary Tyrone, ofuscado por el consumo de drogas, erra con su ajado vestido de novia por el escenario, hablando de tiempos más felices.

El ambiente teatral, al que la condujeron el trabajo y la vida social de su marido, se mostró desde muy pronto pernicioso para una sensibilidad como la de Ella, formada entre monjas y muy distinta a las mujeres de mundo de las que se había rodeado siempre su marido. Una de estas últimas, la actriz Louise Hawthorne, se suicidó por la desafección de James, mientras que otra, Nettie Walsh, juraba y perjuraba haberse casado con él. La demanda que le puso Walsh a James justo después de la boda dificultó aún más la adaptación de Ella a su nueva vida, y, si bien acabó siendo desestimada, sumió a la señora Quinlan O’Neill en una gran vergüenza y desencanto. A este duro golpe le siguieron muchos más, como el descubrimiento, según testimonio de la propia Ella, de la debilidad por el alcohol de su marido en plena luna de miel. No cabe duda de que James O’Neill le daba a la botella, aunque los hombres de esa época eran por norma bebedores sociales, y más en un mundo como el del teatro. Por otra parte, pese a la frecuencia con la que bebía, y a su volumen de consumo, parece que James tenía mucho aguante, capacidad que no heredaron ninguno de sus hijos.

El consumo de alcohol no fue el único disgusto que le dio O’Neill a su mujer. La propia profesión de actor era un obstáculo continuo, ya que en esos tiempos aún se consideraba muy poco respetable, y el estatus social de Ella cayó en picado tras casarse con uno. Repudiada por sus viejas amigas y compañeras de clase, no tuvo más remedio que moverse en los extravagantes ambientes de su esposo, renunciando a la seguridad de un hogar estable por una sucesión de hoteles y ciudades. A pesar de que siempre acompañó de gira a su marido, a lo que nunca se dignó fue a esperarlo a la salida del teatro, lo cual se tradujo en muchas horas de anodina soledad en habitaciones de hotel. Por su parte, muy consciente de haberse casado con alguien de estatus superior al suyo, James O’Neill, que adoraba a su esposa, vivía aquejado por la culpa de estar sometiendo a una mujer tan delicada a las penosas vicisitudes de la vida actoral.

Al poco tiempo de desestimarse la demanda de Nettie Walsh, O’Neill llevó a Ella a San Francisco, donde pasaron casi dos años, tal vez los más felices de su vida conyugal. Apaciguada por el plácido ambiente que se respiraba en la ciudad, Ella se relajó hasta el punto de empezar a congeniar con más de un conocido de su esposo, y fue en casa de uno de los amigos de James donde el 28 de septiembre de 1878 dio a luz al primogénito del matrimonio, bautizado también como James. Cinco años después nacería su segundo hijo, Edmund, en un hotel de Saint Louis, Misuri.

Mientras Ella se esforzaba por cuidar bien a sus hijos y seguir acompañando de gira a su marido, este conoció un gran éxito encarnando a Edmond Dantès en una dramatización de El conde de Montecristo, la novela de Alexandre Dumas, triunfo que tuvo sus pros y sus contras: por un lado le garantizó ingresos constantes, pero por el otro le llevó a dilapidar su talento en una obra de escaso valor artístico. A juicio de los críticos de la época, y de los demás actores, de no haberse recluido en el castillo de If James O’Neill podría haberse convertido en uno de los inmortales del teatro, un nombre a la altura de los de Edwin Booth (en Estados Unidos) o sir Henry Irving (en Inglaterra). Su miedo a la pobreza le impedía desmarcarse de un papel muy lucrativo, y toda su fama y su fortuna acabarían dependiendo de un personaje al que odiaba. Él mismo se quejaba de que la avidez sin fin con que acudía el público a ver a Dantès le impedía dedicarse al repertorio clásico, empantanándolo en el melodrama. En cierto sentido tenía razón, ya que no hacía sino dar respuesta a los deseos del público, pero también él tenía su parte de culpa. Los actores entregados a su oficio optan a menudo por ampliar su registro cobrando menos por mejores papeles, sacrificio que no estaba dispuesto a hacer James O’Neill, incapaz de sustraerse a una fuente fiable de ingresos para profundizar en su talento. No cabe duda de que esta frustración contribuyó a su sed. En sus últimos años no hacía más que desfogarse con constantes quejas, que llegaban siempre a los oídos de su impresionable hijo Eugene. A juicio de este último, el conformismo de su padre era el camino fácil, que él se juró no tomar nunca. Al contrario: siempre aspiraría a más de lo que podía conseguir. Si algo le salía con facilidad, consideraba que no valía la pena. Irónicamente, tras interpretar al conde en más de cuatro mil de las seis mil funciones que se calcula que ofreció a lo largo de su vida, James O’Neill sí trató de apartarse, y apartar a su público, de Dumas, eligiendo otras obras, pero para entonces era tarde, y había perdido la antigua chispa de su juventud. El tan alabado potencial se había descalabrado contra los muros del castillo de If.

Pese a estar casi todo el año de gira, James O’Neill tenía reservado un apartamento de un hotel de Nueva York donde vivía Ella con los niños. La pasión marital seguía incólume e, incapaz –como James– de sobrellevar una separación muy larga, Ella dejaba cada cierto tiempo a sus hijos a cargo de su madre y una criada para seguir a su marido en parte de sus giras. El deseo físico de estar con él se sobreponía episódicamente a su instinto maternal. Esas visitas conyugales, sin embargo, además de por el ardor, estaban marcadas por la culpa. ¿Esposa? ¿Madre? En un dilema similar al que arrostraría más tarde su nieta Oona, Ella, católica de pro, se debatía entre el exigente deseo de estar junto a su esposo y otro papel no menos exigente como era el de cuidar a sus hijos. Hay que decir que la balanza solía decantarse hacia lo primero, ya que no solo la necesitaba James, sino que también a ella se le hacía intolerable la separación.

En el invierno de 1885, durante una gira por el oeste del país, James le suplicó por carta que se reuniese con él. Venciendo sus reparos, Ella accedió y emprendió el viaje a Colorado, dejando a Jamie y Edmund con su madre y la niñera. En su ausencia, Jamie contrajo el sarampión y se lo contagió con mucha más virulencia a su hermano pequeño, todavía un bebé. Al recibir en Denver la noticia, su madre, loca de inquietud, se dispuso a coger el primer tren hacia el este, mientras James O’Neill, ligado por la tradición de no cancelar por nada del mundo las funciones, no tuvo más remedio que quedarse. Justo antes de salir Ella de la ciudad llegó un telegrama con la noticia de que Edmund había muerto. Sola, y destrozada, emprendió el largo viaje de regreso mientras su marido, aparcando su propio sufrimiento, pisaba de nuevo el escenario como Edmond Dantès.

Meses después de la muerte de su hijo, y tras dos años y medio interpretando al conde de Montecristo, James compró los derechos de la obra y se hizo con el control de la producción, pasando a trabajar por cuenta propia. Este mayor empeño, que elevó a nuevas cotas el fervor del público, se tradujo nada menos que en veinticinco mil dólares al año, aunque la alegría que sintió el actor al darse cuenta de que se estaba haciendo rico se vio algo deslucida por la conducta de Ella, incapaz de superar del todo la pérdida de su hijo, y por la parte de culpa que se atribuía en su muerte. Veinticinco años después, Ella seguía llorando a Edmund, a quien se reprochaba haber dejado solo a tan tierna edad.

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