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Las medusas no tienen orejas • Adèle Rosenfeld

Las cosas más importantes de la vida tienen su propia voz.

Escrito en OPINIÓN el

Louise tiene veinticinco años y aunque es parcialmente sorda hasta ahora ha conseguido construir su vida y maniobrar con esa incapacidad invisible, en gran parte gracias a su poética relación con el mundo: cuando se enfrenta a algún malentendido por su sordera acuden a su mente varios personajes, desde un soldado de la Primera Guerra Mundial a una excéntrica botánica, que la acompañan y ayudan a hacer frente a una realidad cada vez más complicada.
Su último diagnóstico es claro: ha perdido aún más audición de lo esperado y la única posibilidad es que se opere para llevar un implante pero esta decisión no es tan simple como pudiera parecer; el resultado es irreversible y si bien volvería a oír con claridad, implica perder su audición natural y oír todas las voces con un mismo tono metálico. ¿Será capaz de renunciar a reconocer la ironía, o la voz de su madre, y de entrar en un nuevo mundo sin matices?

Las cosas más importantes de la vida tienen su propia voz. Solo debes aprender a escucharlas con el corazón. 

Fragmento del libro de Adèle Rosenfeld Las medusas no tienen orejas” publicado por Seix Barral, ©2024, Traducción: Isabel González-Gallarza. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Adèle Rosenfeld | Nació en 1986. En su debut, Las medusas no tienen orejas, ha sido capaz de poner sobre la mesa con gran autoridad el tema de la discapacidad auditiva y las dificultades y desafíos a los que se enfrentan a diario las personas que la padecen.

Las medusas no tienen orejas • Adèle Rosenfeld

#AdelantosEditoriales

1

Era el edificio Castaigne, yo había oído «castaña». Antes de franquear la puerta de doble hoja, como en las viejas películas del Oeste, había un cartelito que decía: OTORRINOLARINGOLOGÍA

(ORL) Y CIRUGÍA CERVICOFACIAL. SERVICIO DE IMPLANTOLOGÍA. Solo me era familiar la palabra otorrinolaringología. De niña, creía que era una rama del estudio de los rinocerontes.

En mis oídos, unos golpes sordos seguían el ritmo de mi pulso. Me senté a esperar al final del pasillo, junto a una mesa cubierta de revistas especializadas en sordera, una de las cuales ofrecía testimonios sobre el aislamiento en el trabajo. Levantaba la mirada a cada línea para que no se pasara mi turno de consulta, y entonces me di cuenta de que una anciana en silla de ruedas se me había colocado enfrente, justo delante de la revista Treinta Millones de Sordos. En la portada se leía una frase dentro de un recuadro: «El lenguaje también puede ser protector, a veces en exceso: creemos atenuar la dureza de las palabras complicándolas. Sordos, ciegos, viejos, enfermos mentales, hablar de todos ellos nos causa vergüenza: desde los hipoacúsicos hasta los pacientes hospitalizados con necesidades especiales, pasando por los invidentes y los sénior, a este paso acabaremos refiriéndonos a los muertos como no-vivos». Cuando me di cuenta de que la vieja o la sénior o la persona de edad avanzada, ya no sabía cómo llamarla, me estaba gritando, la interrumpí:

—Señora, no creo que oiga mejor que usted. Pero no me entendió y siguió con su monólogo ronco.

Un hombre puso fin al diálogo distorsionado.

—Es su turno.

Lo seguí hasta la cabina insonorizada y cerró la puerta tras de mí. Me quedé mirando el inmenso pomo de hierro cromado y no pude evitar pensar en las cámaras frigoríficas de las carnicerías. Aquí se despieza el sonido, rodaja a rodaja, meticulosamente. El hombre me puso el casco sobre las orejas con suavidad, como si estuviera colocando electrodos en la cabeza de una gallina, y me entregó un mando. Empezaron a llegarme los primeros sonidos, no todos, algunos pulsaban contra mi tímpano.

Luego pasamos a las palabras, se trataba de repetir una lista como un loro herido. Muchas veces era absurdo y había que luchar contra la imaginación, que se colaba por las rendijas.

cabello,

limón,

roca,

soldado,

muguete,

botón,

vidriero,

vestido,

pelvis.

La voz grave desgranaba las palabras, que se ensordecían progresivamente hasta perderse en la bruma. Había que perseguirlas mentalmente en la penumbra, a tientas, y luchar contra los paisajes que se iban dibujando; un refugio contra los agujeros de mortero del lenguaje. Estaba acostumbrada a divagar en los silencios y las palabras perdidas, a dejarme aspirar por la fuerza de la imaginación, pero esta vez la realidad estaba tan mellada por los sonidos apagados que las imágenes se encarnaban en mí con una intensidad nueva. Me sumí en un universo anticuado de posguerra, en la historia de un marido que vuelve de entre los muertos a su pueblo y redescubre un mundo olvidado. Veía su rostro a contraluz, estaba ahí, nombrando las cosas con voz átona para reapropiarse de una existencia que había sido suya. Dijo «cabello» y la mirada se le perdió entre los rizos de su mujer, que sollozaba en silencio; luego sus ojos se posaron sobre el frutero y dijo «limón», levantó el rostro hacia la ventana, desde la que se veía el litoral escarpado de Bretaña, y señaló con la barbilla: «roca». Entonces recordó de dónde venía: «soldado», y todas las estaciones del año vividas como tal. Dijo «muguete», mirando ese pedazo de primavera que oscilaba entre su mujer y él y que terminó de desgarrarle el pecho. Bajó la mirada para ocultar sus ojos empañados, pronunció «botón» y el uniforme le hizo pensar en sus compañeros soldados. Sus labios se movieron para pronunciar «vidriero», ante sus ojos estaba muerto, pero sus labios siguieron murmurando algo que su mujer no oyó, «vestido» —el vidriero siempre llevaba encima un retal del vestido de la mujer amada—. El soldado no pudo reprimir una sonrisa, pronunció «pelvis» lo bastante alto como para que su mujer se sobresaltara y lo mirara asustada, mientras él recordaba la pelvis de un compañero, reventada por un disparo de artillería.

—Ahora vamos con el izquierdo —me dijo el audiometrista, señalándome el otro oído.

La historia del soldado resonaba en mi oído sordo. Los sonidos que golpeaban contra mi tímpano muerto eran la banda sonora de sus recuerdos. El rastro memorial de las palabras se había transformado en una presencia.

Volví a sentarme en las sillas frente a la consulta para comprobar los daños en el audiograma. Observé con atención la curva resaltada sobre la hojita cuadriculada, las abscisas y las ordenadas cuantificaban el sonido. Parecía una vista aérea de la playa del desembarco de Normandía: la marea del silencio había cubierto más de la mitad de la página.

2

La consulta de la especialista estaba decorada con unos carteles con secciones del oído interno en tonos rojos y azules. El oído externo era de un rosa vulgar, mientras que el oído interno estaba representado primero en color arena, luego rojo carmín, seguido de beige rosado, hasta desembocar en un laberinto azul: la cóclea. Parecía un caracol de Borgoña recocido.

La doctora se instaló frente a su escritorio con la carpeta que contenía todos mis audiogramas en la mano y se puso a articular de manera exagerada. No era buena señal que, ante tu último audiograma, un especialista en implantes te hablara como si fueras idiota. Empecé a encontrarme regular.

—Efectivamente, ha perdido quince decibelios; es mucho.

Le expliqué cómo había ocurrido, o más bien cómo no había ocurrido.

No había habido señales precursoras; de hecho, ¿por qué tenía que cursar algo una señal?

Mi oído se había erosionado como quien no quiere la cosa.

Bueno, sí, en realidad sí que hubo dos pausas en la imagen en las que me di cuenta de que no había sonido.

La primera vez fue en Londres, a principios de agosto. Mientras tomaba un café, el camarero se dirigió a mí. Lo tenía ahí delante, con los labios colgando, sin que de su boca saliera sonido alguno. Con el semblante demudado, farfullé en mi inglés macarrónico que no le entendía, no entendía nada, ya no entendía nada. Él me contestó que hablaba muy mal inglés, o al menos eso me pareció, las palabras patinaban entre sus labios. En ese momento perdí la banda sonora. En la ciudad de Londres, en la esquina de Churchway con Stoneway, la marea se retiró.

La segunda vez fue en Plougrescant, Bretaña. Había ido a visitar a un amigo y, cuando estábamos cenando, volvió a apagarse la banda sonora. Veía sus canas y su boca que se estiraba en las sonrisas, la anécdota que contaba goteaba al viento, siguiendo la comisura de sus labios, pero el silencio había cubierto nuestro reencuentro con una capa de plomo. Con todo, alcancé a descifrar la palabra «Brasil», debía de estar hablando de su conferencia. Yo me reía, haciendo como si nada.

Me limité a decirle a la doctora:

—Ha sido progresivo, desde agosto.

Ella contestó que había que probar un ingreso hospitalario para seguir un tratamiento, pero que no era seguro que funcionara. Que luego había otra solución : «el implante coclear». Estaba pensando en un implante a la derecha, sobre el oído que aún funcionaba; sobre el izquierdo no sería más que un guirigay ininteligible. Me precisó que, tras un largo periodo de rehabilitación, de seis meses a un año, oiría mejor en todas las frecuencias. Pero era una operación irreversible, perdería mi audición actual «natural».

Los pocos cilios que me quedaban en el fondo del oído captaban los agudos y algunos graves, lo que me permitía a duras penas reconstituir el sentido y, sobre todo, seguir percibiendo la calidez de los sonidos, esa pátina hecha de viento, de color y de todas las asperezas que componían el sonido.

Miré los botones de plástico grises y azules que había sobre la mesa, eran implantes en miniatura. Parecían imanes de nevera.

No sabía qué más decir, ella me tendió la mano y yo se la agarré como quien se aferra a una rama.

3

Pasé por el despacho 237 para que la secretaria me diera los documentos, y de allí me fui al edificio Babinski, llamado así por un neurólogo de principios del siglo xx. Se veía su retrato en la entrada, en un pequeño cartel turístico esmaltado: JOSEPH BABINSKI (1857-1932).

Me enteré de que debía su notoriedad a una prueba neurológica que consistía en acariciar el arco plantar de adultos y bebés para detectar los casos de demencia. Menos conocido era su concepto de trastorno de pitiatismo (que en griego significaba «persuadir»), a pesar de sus graves consecuencias en numerosos soldados de la Primera Guerra Mundial. Por aquel entonces, aún no se reconocían los traumas vinculados a la guerra. En la línea del profesor Jean-Martin Charcot, jefe de la Escuela de Neurología, Babinski definió una nueva forma de histeria: sin que existiera una aparente relación de causa-efecto, numerosos soldados sufrían enfermedades raras.

Rara.

Sí, sin duda así me había sentido yo siempre, como si no perteneciera a ningún mundo. No era lo bastante sorda para estar ligada a la cultura sorda, ni lo bastante oyente para participar del todo del mundo de los oyentes. Todo dependía de lo que yo pensaba ser o no ser. Los daños colaterales, que habían abollado de mala manera mi ego y la confianza en mí misma, eran enfermedades raras que a los demás les costaba comprender. ¿De ahí venía la carencia que sentía? ¿De esa ausencia que había que colmar hasta el exceso?

—Contigo, todo es o blanco o negro —me repetía la gente, y yo siempre oía «todo negro» y pensaba en un agujero negro. —Oyes lo que quieres oír.

¿Cómo podía decirles que se equivocaban? Todo eso era real, sin embargo, muy real, y el hospital agrandaba ese vacío original.

A mi lado, mi madre se extasió:

—¿Has visto?, es la primera foto de un agujero negro — me dijo, enseñándome la portada de la revista.

4

La habitación estaba en la segunda planta; podía dejar allí mis cosas, tenía por delante unos días intensos y un protocolo que respetar. Vino una enfermera a hacerme unas preguntas algo absurdas, quería saber cuáles eran mis costumbres de higiene: ¿baño o ducha? Jacuzzi, no te fastidia.

La enfermera me dejó ahí, un poco grogui, y mi madre se marchó. Todavía me costaba hacerme a la idea de que eran mis oídos los que me habían llevado hasta ese preciso momento. Pese a mis esfuerzos por amordazarlos en secreto, habían tomado el poder para encerrarme entre esas cuatro paredes blancas y obligarme a reconsiderar mi vida.

Y eso que había intentado solucionar la cuestión, después de años de negación y de años de luchar contra esa negación, años de retorcer la vida en un sentido y en otro, pero la pérdida se había empeñado en estallar.

La puerta se abrió y entró un enfermero llamado Eddy para perforarme el tímpano e inyectarme unos productos directamente sobre el órgano auditivo. La anestesia no servía de nada, era solo un protocolo para hacer creer que controlaban la situación. Cuando vi la aguja, no podía creerlo. ¿Iba a clavármela así sin más en el oído? Sentía que mi tímpano se acurrucaba como una ostra bajo un chorro de limón.

El protocolo incluía también una sesión de psicoterapia a cargo de una mujer alta de mirada triste. Con un gesto elegante, me invitó a sentarme en un sillón frente a ella y precisó que esa sesión era una reunión informal para calibrar mi experiencia como hipoacúsica. Le conté mi currículo en detalle: un éxito escolar casi rotundo y un diploma de grado universitario —todo ello sin ayuda.

La psicóloga me escuchó con expresión seria y a continuación me comunicó sus conclusiones, esforzándose por repetir la frase en cuanto yo fruncía mínimamente el ceño. Según ella, había desplegado tanta energía para adaptarme que debía de estar agotada, la pérdida reciente de audición podía reavivar viejos fantasmas traumáticos.

No era la única, me precisó, todos los hipoacúsicos pasan por fases depresivas, resultado de tanto esfuerzo acumulado que la sociedad oyente no percibe. Es difícil medir esa energía, y al entorno le cuesta darse cuenta, es lo que caracteriza a esta discapacidad invisible. Por ello, el sujeto hipoacúsico tiende a aislarse del mundo.

Ante mi expresión, devastada de dudas y preguntas, quiso mostrarse tranquilizadora:

—Hay soluciones —dijo—, y el implante es una de ellas.

—Pero con un implante ya no oiré como antes. —Su cerebro habrá olvidado lo que significa antes. —Y añadió—: Es cierto que hay una idea de duelo, se pierde algo y no se sabe lo que se va a encontrar.

 

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