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La violinista • Harriet Constable

El mundo olvidó su nombre, es hora de conocer la historia de Anna Maria della Pietà.

Escrito en OPINIÓN el

Una novela inolvidable sobre una mujer de un talento excepcional. La historia real de la orquesta de Vivaldi y su verdadera estrella, Anna Maria della Pietà

En la esplendorosa Venecia del siglo XVIII, la desesperación y la miseria nunca están lejos. A través de un agujero en la pared , las niñas huérfanas son abandonadas en el Ospedale della Pietà cada día.

Anna Maria, de ocho años, es solo una de las trescientas niñas que crecen dentro de las muros de la Pietà, pero sabe que es diferente. Obsesiva y talentosa, tiene la misión de convertirse en la mejor violinista y compositora de Venecia y en su mundo de color y sonido parece que nada la detendrá.

Pero las probabilidades siempre están en contra de una niña huérfana, así que cuando el maestro Vivaldi la toma como alumna predilecta Anna Maria es consciente de que esta es su única oportunidad. A medida que su estrella se eleva, amenazando con eclipsar a su mentor, el sueño que ella ha perseguido con tanta determinación se ve en peligro...

De los lujosos palacios de Venecia a sus angostos callejones, esta es la historia de una mujer ambiciosa y de su ascenso a la cima, de la pérdida y el triunfo, y de quiénes elegimos recordar y dejar atrás en el camino hacia el éxito.

Harriet Constable

Es periodista, escritora y documentalista londinense. Creció tocando la flauta, el piano y cantando con su madre, cantante y pianista de formación clásica. Licenciada en Filología Inglesa por la Universidad de Birmingham, asistió a la escuela de cine de verano en la Universidad de Columbia y recibió la Beca Pulitzer. Trabajó en el Financial Times antes de pasar varios años en África. Con residencia primero en Nairobi y luego en Johannesburgo, fue miembro de la junta directiva de la Asociación de Corresponsales Extranjeros de África Oriental en 2016/17 y ha recibido capacitación en entornos hostiles y primeros auxilios de emergencia. Su trabajo periodístico y documental se ha publicado en medios como The New York Times, BBC, The Guardian, The Times, Financial Times, NPR y The Economist y ha sido nominada a diversos premios de periodismo (Online Journalism Awards 2021, Freelance Writing Awards 2021, Travel Media Award 2018, Young Travel Writer of the Year 2017, entre otros). Ha producido y dirigido los premios de noticias de la BBC en 2019 y 2020 y produjo para esta cadena las noticias de la mañana. Formó parte del equipo del documental 9/11: Inside the President's War Room, merecedor de un premio BAFTA. Ha coescrito la guía de viajes Rough de Kenya. The Guardian la ha destacado ya como una de las mejores nuevas autoras de 2024.

La violinista  | Harriet Constable

#NovedadesEditoriales

Fragmento del libro de Harriet Constable La violinista” publicado por Planeta, ©2024, Traducción: Lara Agnelli Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

1

Venecia, 1695

Anochece, y la Marangona repica en la piazza San Marco. Las campanadas salen tiritando de la boca de bronce, se deslizan sobre la cúpula de la basílica, lamen los moluscos que revisten el canal embarrado y se filtran por el hueco que queda entre la acera y la puerta de madera. Tras ella, una muchacha que espera en un pasillo estrecho y poco ilu­minado alza la vista.

Para algunos, la campana marca el paso del tiempo. Para otros, indica las fiestas de guardar, las reuniones del concilio o las ejecuciones públicas; pero para ella es la se­ñal de que puede salir a la calle junto con sus compañeras de profesión. Cae la noche, es hora de trabajar.

Se envuelve el cuello con el chal amarillo de fina lana que anuncia su oficio y sale a la calle. Se aloja en un burdel del distrito de San Polo, que queda escondido tras la Ruga dei Oresi, la vía principal tanto para los viajeros como para los habitantes de la ciudad que cruzan el puente hacia San Marco todos los días. Una ubicación estratégica donde nunca falta trabajo.

El sonido de sus tacones resuena en el suelo empedrado al caminar. Gira a la izquierda al salir del burdel; de nuevo a la izquierda en la esquina donde el carnicero vende vísce­ras, y sigue derecho hasta llegar a su lugar de siempre, junto a la entrada del puente de Rialto. Con una inclinación de cabeza saluda a otra mujer que acaba de llegar y está prepa­rándose. Dobla el manto y el chal, y los deja en el suelo, debajo del puente. Han llegado a un acuerdo tácito: «Aquí se guardan las cosas, bien colocadas, mientras trabajamos».

Lleva un vestido de lino verde, de cintura alta. El rema­te del pronunciado escote es cuadrado, y va decorado con un listón. Se lleva las manos al escote, lo jala de los dos la­ dos a la vez hasta dejar los pechos desnudos y, apoyada en una pared de ladrillos claros, espera al primer cliente de la noche. Lo normal es que se trate de un hombre y que vaya solo; también suele ser normal que apeste a vino.

El corazón le late con fuerza, pero menos que al princi­pio. A los diecisiete años se siente ya capaz de soportarlo casi todo. Son tres al día en promedio. En seis meses, casi seiscientos clientes. Da golpecitos con el pie, siguiendo un ritmo que oye en su cabeza. Es una noche de trabajo como otra cualquiera.

No es uno de los clientes habituales. Es un hombre, sí; va solo, sí. Pero nunca lo había visto antes. No se anda por las ramas. Eso a la prostituta no le importa, pero debe de tener unos cuarenta años más que ella y sus ojos son oscuros como los de un demonio.

—Vamos —dice? mirando por encima del hombro, como si tuviera miedo de que lo descubrieran. Huele a humo de leña, a tabaco. Tiene la voz grave y habla en tono bajo.

Ella le muestra el camino hasta el burdel y suben los escalones de madera, que crujen bajo el peso del cliente. Este refunfuña y agacha la cabeza para no golpeársela contra el marco cuando entran en la habitación. La gorra roja y el abrigo con botones de hierro hacen pensar que se trata de algún empleado de los astilleros. Escuchó de­cir que pueden construir un barco de guerra en un día.

Hay una cama grande con cuatro postes de madera oscura y unas cuantas velas, ya muy gastadas, cuyas som­bras parpadean y tiemblan contra las paredes. Respira hondo y la puerta se cierra a su espalda.

Nueve meses más tarde tiene el vientre hinchado y en­durecido. Se despierta antes del alba porque un dolor, eléctrico y abrumador, se apodera de ella y la recorre de arriba abajo. Siguiendo el plan previsto, se cubre con el apelmazado chal amarillo y se guarda en el bolsillo la tela que ha estado bordando.

El primer obstáculo que debe superar es la escalera. El dolor hace que lo vea todo rojo escarlata. Siente un calor que la desgarra por dentro, en el bajo vientre, y debe agarrarse con fuerza al barandal astillado para no caer rodando cuando le fallan las piernas. Logra llegar a la calle, pero una vez fuera cae de rodillas y se agarra el vientre, inclinándose hacia el suelo. ¿Logrará llegar a tiempo? No está lejos de aquí, pero en su estado…

«No puedes detenerte», se dice. «Puedes hacerlo», decide.

Se levanta con esfuerzo y sigue caminando calle abajo, apoyándose en las paredes de ladrillo. La superficie de los charcos se rompe bajo sus zapatos, partiendo los reflejos por la mitad. Solo debe recorrer unas cuantas calles, pero el trayecto se le hace eterno. El dolor es insoportable, mu­ cho más fuerte que hace un cuarto de hora.

Tres golpes en la puerta, alguien que se acerca arrastrando los pies y al fin una matrona, gris y arrugada, abre un poco la puerta. A través de la rendija ve el prominente vientre, que una mano joven agarra con todas sus fuerzas. Entonces la expresión de la comadrona cambia, ya no es de fastidio, sino de preocupación. Esta vez abre la puerta del todo.

—Entre los dientes —le? ordena la matrona, tras arre­ batarle un hueso a su perro, pequeño, blanco y negro, y dárselo a ella.

El perro gruñe, pero la muchacha gruñe con más ga­nas. Muerde el hueso, sintiéndose más animal que nunca. El dolor se vuelve espectacular, de un rojo vívido, como si la estuvieran partiendo en dos desde dentro.

Es lo último que se le pasa por la cabeza antes de per­der el sentido. Espectacular.

Han pasado dos días en el oscuro cuartito de la matrona. El cuerpo desgarrado de la muchacha necesita mucho más tiempo para recuperarse, pero alguien necesita la cama más que ella. Ahora es otra joven la que chilla.

—Es hora de irse —le? anuncia la comadrona.

—Pero ¿adónde? —pregunta? la muchacha, que no había previsto sobrevivir al parto.

La matrona le devuelve el chal amarillo y se sorpren­ de al ver una criatura dentro que no se está quieta. Casi se había olvidado de ella. Tiene la piel moteada, arrugada, y se le marcan mucho las venas. La matrona le acerca una cuchara para que beba las últimas gotas de agua azucarada. La muchacha sostiene con dificultad el rollito de brazos y piernas que no deja de moverse, incapaz de concentrarse, incapaz de pensar. Se le ponen los ojos en blanco cuando el dolor le atenaza los muslos. Cuando las lágrimas caen en la cara de la criatura, esta empieza a berrear, enojada.

La muchacha camina sin rumbo, recorriendo el laberinto de callejones y puentes sin saber adónde va. Sigue sangrando; está agotada y muy adolorida. Pasó la noche soportando el llanto penetrante de la criatura, que al fin se ha callado.

Se acerca el amanecer y una espesa niebla serpentea sobre el canal. Lo único que tiene que hacer es seguir caminando. Si no deja de hacerlo, la cosa esta seguirá callada. Llega a una zona más ancha, de edificios orna­mentados con ventanas lanceoladas que se asoman al canal, verde como el jade. Cuatro escalones descienden hacia el agua, que rompe contra ellos de un modo muy seductor.

«Ven a mí —la? llama—. Ven a mí.»

El agua está fría, pero, a pesar de la hora temprana de esa mañana de primavera, sumergirse en ella le resulta agradable. Con la criatura aferrada a su pecho, se adentra cada vez más en el canal.

Esta es la solución, claro. Aquí está tranquila, en paz. La muchacha se deja caer hacia atrás y, en un movimiento tan natural como el respirar, hunde ambos cuerpos bajo la superficie.

Pero la criatura, sorprendida por el frío, la humedad y la falta de oxígeno, se rebela. Indignada, furiosa y más viva que nunca, lucha por liberarse de los brazos que la sujetan.

«Estate quieta, cállate», le ruega. Ya no falta mucho. Ya casi está.

Pero la criatura se resiste con la fuerza de un huracán y no puede controlarla. Cuando las dos asoman la cabeza fuera del agua, gritan reclamando aire, reclamando vida.

La criatura se aferra a ella con más fuerza. Ya no grita, le está rogando. Y en ese momento, en algún lugar a lo lejos, se deja oír una única nota, elegante, larga. Saca a la criatura del agua, la envuelve en su manto empapado y echa a correr.

Las gigantescas puertas talladas de Santa Maria della Fava están abiertas a la espera de que lleguen los primeros feligreses. La muchacha está empapada y le castañetean los dientes. Mientras avanza, la criatura permanece callada entre sus brazos. La recibe el sacerdote, que se acerca a ella por el pasillo central, con pasos ágiles que resuenan en la iglesia vacía.

—Las putas no pueden entrar.

Le da un empujón en dirección a las altas puertas de madera. La sotana de seda bordada se hincha con la brisa. Ella se abre el mantón para dejarle ver la criatura que lleva en brazos.

—Por favor..., hermano —le? ruega.

Pero la expresión del cura pasa de la condena a la re­ pugnancia. Cuando vuelve a empujarla y le cierra las puer­ tas en la cara, la muchacha siente la bofetada del viento. Se deja caer al suelo y se queda sentada, con las piernas abiertas ante ella.

Respira y suelta el aire mientras otra descarga de dolor le recorre los muslos. Hace una mueca, fruto del dolor que le provoca su propio cuerpo, aunque al mismo tiempo se da cuenta de que el aire huele dulce: a una mezcla de mantequilla, azúcar y harina que proviene de una pastelería cercana.

Nota los pechos hinchados y palpitantes. La criatura vuelve a berrear. La solución es tan simple como animal; ya sabe lo que tiene que hacer. Con una mano lánguida, se baja el vestido, dejando un seno al aire. La criatura se aferra con fuerza y empieza a succionar.

La mujer que la encuentra fue también una cortigna lume en otra época, una prostituta que perdió la belleza, pero no las ganas de luchar. La muchacha se despierta en la humilde casa de la prostituta, en el suelo, rodeada por unos cuantos cojines y una cobija. Ve una mesa junto a la pared, y en ella una caja llena de naipes. La mujer le ofrece una taza de café humeante. Se lo lleva a los labios, sopla con suavidad, da un sorbito y está a punto de echarse a llorar al sentir el calor que le recorre el cuerpo.

La prostituta se agacha y le habla, con una mano en la espalda baja, mientras recoge del suelo el plato y la taza ya vacíos. No la mira a los ojos al hablar.

—Puedes quedarte aquí hasta que estés recuperada y luego me pagas a final de mes. Puedo conseguirte trabajo en mi antiguo burdel. Les gustarás cuando se te haya curado allá abajo. —?El plato y la taza tintinean al levantarse la mujer. Señalando con la taza, añade—: La llevarás a la Pie­ tà, dentro de dos semanas, cuando estés más fuerte. Pero no más tarde, o no cabrá por el hueco.

—¿Qué es la Pietà? —pregunta? la muchacha en voz baja. —Allí la criarán, le darán una buena vida. Tendrá una educación, oportunidades, hasta les enseñan a tocar ins­trumentos.

La prostituta no espera respuesta, porque no se trata de una conversación. Se da la vuelta y sale de la estancia.

La muchacha pestañea mientras la sigue con la vista. Nota un serpenteo acompañado de un arrullo. Siente que algo se hincha en su interior y se prepara para un dolor que no llega. En su lugar se presenta algo más intenso y duradero, algo bueno. Baja la vista para descubrir la causa y, por primera vez, se da cuenta de que lo que tiene entre los brazos es una niña.

Los siguientes diez días son los más dulces de su vida. Contempla al bebé, que empieza a fijar la mirada, claván­dola en ella y aprendiendo que ella es su madre. La mucha­ cha la alimenta, la abraza, le acaricia las mejillas y le limpia las babas. Y aunque ya no comparten el mismo cuerpo, entre ellas se establece un acuerdo tácito: forman, y siempre formarán, parte de la otra.

Inhala su cálido aroma a leche y piensa en lo que le gus­taría decirle algún día; lo que le habría gustado que alguien le dijera a ella alguna vez.

Le dirá que corra, que sueñe. Le dirá que deje salir todo lo que lleva dentro. Y cuando su hija algún día le pregunte qué hacer con su vida, qué puede llegar a ser, le responderá: «Cualquier cosa. Cualquier cosa que ilumine tu mundo y lo pinte de colores».

Tres días antes de la fecha acordada, la muchacha recorre la ciudad cargada con sus monedas y su hija. Ha decidido gastar el poco dinero que tiene ahorrado en papel, precioso papel veneciano, digno de una reina.

El dependiente no esconde su desaprobación mientras ella elige el mejor papel que puede permitirse, una hoja gruesa de color crema con vetas verdes. Le cuesta más de lo que se gasta­rá en comida durante los próximos tres días, pero no lo duda.

En la tienda de al lado hay un escriba. La muchacha hace sonar tres veces la campanilla de metal negro que hay en la entrada y un hombre guapo, con las manos mancha­ das de tinta, le abre la puerta.

—Escriba esto —le? pide cuando entran, y él transforma sus palabras en bonitos trazos sobre el papel.

Lo dobla con cuidado y se lo guarda bajo el manto.

Al regresar a casa de la prostituta, toma un naipe de la caja de la mesita y, con un cuchillo de cocina, lo parte en dos mitades, en diagonal. Una de las mitades se la guarda en el corsé.

Llega un nuevo amanecer, un momento del día que aso­ciará al dolor durante el resto de su vida.

—Tiene que ser hoy —le? advierte la prostituta.

La muchacha envuelve a su bebé en el chal amarillo y vuelve a salir con ella a la calle. A cada paso sacude la den­sa niebla que se arremolina a sus pies. Las faldas le gol­pean los tobillos mientras se apresura a cruzar el laberinto de calles con el corazón bombeándole con fuerza en el pecho. Al pasar ve en las ventanas máscaras doradas, que parecen burlarse de ella. Su animal interior está en guar­dia, como una presa que presiente un ataque. Tiene los oídos bien abiertos para que no se le escape ni un sonido y abraza al bebé, que oculta bajo el manto con gesto protector.

«Vamos, date prisa, no te entretengas ni te distraigas —se? dice—. A la izquierda, a la derecha, a la derecha, a la izquierda, a la derecha. Si oyes algo sospechoso, sal co­rriendo. Corre.»

Pero el trayecto es tranquilo y, a medida que se acerca a la Pietà desde el callejón lateral, va aflojando el ritmo. No sabe el rato que tarda en dar los últimos pasos, pero es mucho más del estrictamente necesario.

Se queda quieta con la mirada fija en la reja, en el hueco del muro donde está a punto de depositar a su bebé, ese manojo de fuego y energía que le llena el pecho de orgullo; la criatura que le rogó por su vida.

No es capaz de hacerlo. Retrocede tambaleándose, su­jetando a su hija con más fuerza, pero un gemido le lla­ma la atención.

En el suelo, bajo el hueco del muro, hay varias cajas. Le había parecido que estaban llenas de retazos, restos de co­mida y basura en general, pero el ruido que sale de una de ellas le llama la atención. Al retirar la caja debe contener un grito, porque dentro de la caja hay un bebé, amoratado de frío y cubierto por los arañazos de algún animal. Mien­tras lo observa, deja de respirar. Es un bebé grande, tanto que no pasa por el hueco de la pared.

La muchacha respira hondo y le coloca los dedos en el cuello, pero no encuentra latido. Le cierra los párpa­dos y, con delicadeza, le cubre la cara con un trozo de tela.

No necesita ver más.

Se levanta, le dirige una última mirada a su hija y la deposita con cuidado en el hueco de la pared. Desliza la nota doblada y la otra mitad del naipe dentro de la man­tita que la envuelve. Le da un beso en la coronilla, se incorpora y jala de la campanilla. Luego se da la vuelta e, incapaz de mirar atrás, desaparece para siempre.

«Sigue tu camino, dulce bebé —pone? en la nota—, y no olvides nunca que tu madre te quiso.»

Al otro lado del muro, la vida va a otro ritmo.

—El primero del día —anuncia? sor Clara cuando oye sonar la campanita.

Se apresura a salir al patio y saca del hueco a un bebé que no deja de retorcerse. Es una niña.

—Quince de abril de 1696 —le? dicta a sor Madalena, que anota los detalles en un enorme libro de registro cosi­do con cordones y lleno de nombres.

Chiara della Pietà, llegada el 20 de febrero de 1687, con una moneda marcada y una nota de su madre. Paulina della Pietà, llegada el 29 de abril de 1695, con un pañito bordado. Agata della Pietà, llegada el 4 de mayo de 1695, con un poema y una herida en la cabeza que se hizo en el torno.

Desnudan al bebé y lo lavan en una bacinica. Le exami­nan la piel por si sufre alguna infección y el poco pelo que tiene por si hay piojos. Colocan un hierro al fuego. Se oye un chisporroteo, seguido del olor de la carne marcada y de un grito furioso. Donde hace un instante estaba el hierro, ahora hay una letra P, fea, en carne viva, en la parte superior del brazo. Le vendan la herida y, después de que el sacerdote la bautiza, regresan junto al libro de registro.

El bebé respira de manera entrecortada a causa del dolor, pero hay algo que llama la atención en su mirada: una indignada determinación.

—¿Qué nombre le vamos a poner? —pregunta? sor Ma­dalena.

Sor Clara baja la vista hacia la niña, que le sujeta con fuerza un dedo con su diminuta manita mientras entorna los ojos, como si estuviera concentrándose.

—Anna Maria della Pietà —responde,? y el bebé le aprieta el dedo con fuerza—. Presiento que esta tiene algo especial.