El cine nació hace más de 100 años en Francia, un invento único que revolucionó la forma en la que nos entretenemos y también comunicamos. Es imposible pensar en nuestra vida sin el séptimo arte, una profesión tan gratificante y única en donde es posible contar una infinidad de historias a través de la pantalla grande.
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Actualmente podemos encontrar dos grandes cadenas de salas de cine en México: Cinépolis y Cinemex, quienes por muchos años han batallado por ofrecerle al público la mejor calidad de video y audio, así como una experiencia única cada que asisten a una función.
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Sin embargo, antes de que los complejos de estas dos empresas de distribución existieran en nuestro país, el cine se miraba de una manera algo diferente. En su momento, existían salas de cine independientes como el Cine Metropolitán (ahora Teatro Metropolitán), el Cine Ópera, el Cine Diana, el Cine Cosmos o el Palacio Chino que mostraban en sus marquesinas los grandes proyectos a estrenarse con artistas nacionales e internacionales. Pero, estas no fueron la primera sala de cine.
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¿Cuál es la historia detrás de la sala de cine más antigua en CDMX?
La idea de traer el cine a México no fue por casualidad; de hecho, fueron los propios hermanos Lumière quienes no solamente mandaron algunas cintas que habían filmado en su momento, sino que además fueron los responsables de que se grabaran los primeros cortometrajes en América, siendo protagonista el propio Porfirio Díaz, convirtiéndolo además en el primer actor mexicano de cine.
Esta situación llamó tanto la atención que el 14 de agosto de 1896, se llevó a cabo una proyección improvisada mostrando estas películas al público, quienes no podían creer lo que veían en la pantalla. El lugar fue en el sótano de la Droguería Plateros, convirtiéndolo en una sala de cine poco tiempo, debido a que años después fue demolida.
Al ver el éxito económico que habían obtenido, decidieron mudarse al Salón Rojo, volviéndose la primera sala de cine en México, gozando además de tener las primeras escaleras eléctricas en el continente. Este lugar ubicado en el Centro Histórico fue construido por el minero José de la Borda en 1775, quien buscaba hacerlo la mansión solariega más importante de la Nueva España; sin embargo, de la Borda no pudo ver concretado su sueño, debido a que murió antes de verla terminada.
Tuvieron que pasar varios años para que el edificio fuera dividido en cinco predios, cuyo propósito principal era la vivienda y el comercio, siendo uno de estos espacios el Salón Rojo. Fue el propio periodista Alfonso Ícaza quien los describiría de la siguiente manera:
“Constaba de tres salones de proyección y varios más con espejos que deformaban la figura y otras pequeñas diversiones, así como uno destinado a mesas, donde se servían platillos y refrescos. Para subir al segundo piso había una escalera eléctrica que se veía muy favorecida por la gente menuda. En general, el Salón Rojo era amplio y cómodo…”.
Poco a poco la popularidad del Salón Rojo comenzó a crecer entre los capitalinos, donde pasaban la mayor parte de su tiempo disfrutando de una buena película del cineasta tapatío Salvador Toscano, quien además era el supervisor del recinto. Para 1906 y tras varias problemáticas, el lugar fue reabierto bajo la custodia de Jacobo Granat.
En 1915, Granat hizo del Salón Rojo, uno de los espacios más importantes de la Ciudad de México, donde, además de ser una sala de cine, también tenía otros usos; uno de ellos fue ser el lugar donde varios políticos realizaran sus mítines, como Francisco I. Madero. Granat tenía una visión impecable para localizar los grandes éxitos del momento y traerlos a la sala de cine.
Granat se volvió un visionario en los negocios, donde, además de ofrecer una gran variedad de títulos, abrió al lado un salón de baile, convirtiendo al Salón Rojo en uno de los lugares de entretenimiento más populares en los inicios del siglo XX. No obstante, el empresario decidió regresar a Austria en 1943, teniendo uno de los peores finales posibles: fue enviado a Auschwitz junto con su esposa por ser judíos y ejecutado en una cámara de gas durante la Segunda Guerra Mundial.
Sus cines quedaron a manos de William O. Jenkins, un empresario estadounidense que se caracterizó por tener un monopolio de cines en la capital. Hoy en día, el Salón Rojo mantiene su característico estilo virreinal; sin embargo, debido a varios cambios de dueños, fue nombrado Casa Borda, un lugar dedicado a la venta de joyería hasta hace unas cuántas décadas, cuando en sus locales empezaron a vender ropa y lentes.