La explosión de la pipa de gas en el distribuidor vial de la Concordia, en Iztapalapa, no fue solo un accidente, sino un sismo informativo. Los gritos, los automovilistas, peatones y vecinos huyendo de la creciente nube de humo blanco, las estrepitosas llamas y los escombros retorcidos en el distribuidor vial forman parte de las trágicas imágenes que quedarán para la posteridad en la memoria colectiva de la Ciudad de México, pero también en los buscadores de redes sociales donde se puede recurrir cada vez que se requiera saciar la necesidad de información, curiosidad o morbo.
Como ocurre con cada desastre en la era digital, suelen ser los testigos –y no los periodistas–, los primeros en contar la historia en tiempo real. Un ejército de smartphones documentó la explosión desde cada ángulo, y los videos generados por usuarios se propagaron a la velocidad de la luz, para superar con creces los detalles de las primeras notas periodísticas. La tragedia se vivió y se compartió al unísono. Por un lado, dejó en claro el alcance del desastre, y por otro, levantó un polvorín de preguntas sobre la ética, la privacidad y el papel de los medios en la era de la inmediatez. La explosión no solo destruyó vehículos y vidas; también voló por los aires las viejas reglas de la cobertura de desastres, al forzarnos a mirar de frente el dilema ético que define la encrucijada de la información inmediata en nuestro tiempo.
En un país como el nuestro, donde la desconfianza hacia las narrativas oficiales es una herencia histórica, el video crudo y sin filtro de un testigo se erige como prueba irrefutable. Las imágenes de la explosión en Iztapalapa, grabadas por quienes corrían por sus vidas, se convirtieron en la única verdad a la que muchos tuvieron acceso. Ofrecieron un contrapeso invaluable a cualquier posible intento de las autoridades de minimizar la escala del desastre. En las primeras horas de confusión, estos fragmentos visuales se volvieron un hilo de vida para las familias que, desesperadas, buscaban saber si sus seres queridos estaban entre los afectados. Este uso de lo inmediato para dar certeza, aunque brutal, fue la cara más noble del periodismo ciudadano. Asimismo, hubo videos que mostraron el lado más solidario de la comunidad, con ciudadanos que, sin chalecos ni credenciales, se apresuraron a ayudar a los heridos, a levantar escombros y a consolar a quienes lo habían perdido todo. Estos videos son un testimonio de la resiliencia de los mexicanos en tiempos de crisis.
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Ahora bien, esa misma inmediatez es también una espada de doble filo, sobre todo a largo plazo. La velocidad con la que los videos se propagaron no dejó espacio para la verificación, la mesura o la ética. Y lo que para un familiar era un vistazo doloroso pero necesario a la realidad, para el resto del mundo se convirtió en un espectáculo. Imágenes de cuerpos calcinados, de personas quemadas o agonizando, circularon sin el menor respeto por la dignidad o la privacidad. La tragedia, de golpe, dejó de ser un evento para convertirse en contenido, una moneda de cambio en el mercado de la atención digital. Este es el lado oscuro de la inmediatez: la revictimización de los afectados, la violación de su dolor y la imposibilidad de que su tragedia se mantenga en el ámbito de lo privado. Lo que una vez fue prueba de lo ocurrido, años después se torna en trauma que se reproduce sin cesar, volviendo a infligir la herida cada vez que un algoritmo rescata instantáneas y videos para la curiosidad de un extraño.
A las personas que de inmediato alertaron a otros usuarios sobre el uso ético de las imágenes de muertos y heridos, algunos respondieron que solo así los familiares podían tener indicios de sus seres queridos entre la confusión y la desinformación, y contribuir a deslindar o atribuir responsabilidades. Sin duda, las imágenes tienen un valor testimonial innegable. Pero las respuestas de muchos otros usuarios, como “así es el Internet”, “estas son las Redes” o “yo comparto lo que me viene en gana”, son también reveladoras de la otra cara de la moneda: el periodismo ciudadano no se somete a ningún tipo de estándar profesional ni ético, pues solo obedece a las intenciones de quien lo sube y viraliza. La responsabilidad se traslada entonces al consumidor y, en el mejor de los casos, a las políticas de moderación de las plataformas digitales, que a menudo son inconsistentes e ineficaces.
Luego de que el apetito por la inmediatez se desvanezca, las familias seguirán en duelo, los sobrevivientes aún estarán lidiando con el estrés postraumático, y las redes y medios ya habrán desplazado su atención a la siguiente tragedia. Mientras tanto, las víctimas continuarán apareciendo para la posteridad de la forma en que murieron y no como vivieron. Por ello la retransmisión de estos videos no solo viola su dignidad, sino que obliga a sus seres queridos a revivir el trauma una y otra vez. Como nos recuerda la periodista Kimina Lyall, ante la tragedia, las víctimas pierden su capacidad de decisión sobre su destino. Para la recuperación del trauma, es vital que se reapropien de su narrativa para otorgarle sentido a lo ocurrido, y no que su historia sea contada por extraños de forma impersonal. Los videos de sufrimiento humanizan las situaciones solo en la medida en que se entienda el contexto personal de la víctima.
Es ahí donde los medios de comunicación convencionales, con todos sus defectos, tienen un papel irreemplazable cuando, inevitablemente, usan contenidos producidos por el usuario. Su labor no es la de competir en velocidad con las redes, sino la de actuar como un filtro ético y un guardián de la narrativa. En lugar de retransmitir los videos más explícitos, su deber es verificar la información, dar contexto y, sobre todo, proteger a las víctimas. Un periodista que retoma un video de una tragedia tiene la obligación moral de difuminar, de curar, de narrar sin explotar. No se trata de censurar la realidad, sino de informarla con humanidad. Es el contraste entre el morbo que impulsa el clic y el respeto que sostiene la confianza.
En su célebre obra “Ante el dolor de los demás”, Susan Sontag nos advierte que a través de las imágenes de violencia y tragedia, nos volvemos simples espectadores del sufrimiento ajeno. Pero el riesgo de la constante exposición a este dolor puede llevarnos a la anestesia o a una fascinación morbosa. En la era de las redes, ese riesgo se magnifica exponencialmente. La tragedia de Iztapalapa nos ha dejado una lección dolorosa: la responsabilidad recae no solo en los periodistas, sino en cada uno de nosotros. La decisión de un individuo de compartir sin filtro puede tener un impacto devastador. Es un llamado a la reflexión sobre el tipo de sociedad que queremos construir: una en la que la información sea un arma para el espectáculo, o una en la que se utilice con empatía para entender, sanar y, si es posible, evitar que la historia se repita. Ante la explosión del caos digital, nuestra mejor herramienta es, sin duda, la brújula de la ética.
