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Lady Racista y el vigilantismo digital: la ilusión de justicia en la era viral

El caso de Ximena Pichel no representa un triunfo de la justicia popular, sino una advertencia sobre la naturaleza corrosiva de la justicia por aclamación. | Mireya Márquez Ramírez*

Escrito en OPINIÓN el

Un teléfono en alto, un video tembloroso, un grito. La escena ya es un arquetipo de nuestra era: alguien, embriagado de prepotencia, privilegio o alcohol, es capturado en su peor momento. Una pasajera insultando a una sobrecargo, un conductor humillando a un gendarme, un cliente denigrando a un mesero, o una modelo argentina insultando a un oficial de tránsito que pretende inmovilizar su auto por no pagar la tarifa respectiva en el parquímetro. En cuestión de horas, el video explota. La persona es bautizada con un alias despectivo —#Lord o #Lady seguido de su pecado— y su rostro se replica hasta el infinito. El veredicto del tribunal digital ha sido emitido, y la sentencia es el escarnio público.

El reciente caso de Ximena Pichel, la modelo bautizada en el ágora digital como #LadyRacista, no es una anécdota, sino un perfecto y crudo arquetipo. Este fenómeno, conocido como ‘vigilantismo ciudadano digital’, se ha convertido en el pan de cada día en las redes sociales mexicanas. La secuencia es ya un ritual de la modernidad tardía: una transgresión, la grabación por un tercero de quien nunca queda claro qué papel cumple, la viralización exponencial y la subsiguiente eclosión de un juicio sumario en el tribunal de la opinión pública. El resultado, predecible: la humillación masiva, el ‘doxing’ y una disculpa pública forzada por la presión, donde la acusada reconoce que “ofendió a un hombre que hacía su trabajo”. 

Este episodio nos obliga a una reflexión más profunda que la simple condena del acto original. Nos invita a analizar el fenómeno del vigilantismo digital no como una herramienta de justicia, sino como un complejo mecanismo de control social informal, cuyas implicaciones para la esfera pública, la cohesión social y la psique colectiva son muy ambiguas. 

La génesis de este vigilantismo radica en un profundo déficit de legitimidad institucional. En contextos como el mexicano, caracterizados por una impunidad sistémica y una desconfianza endémica hacia los aparatos formales de justicia, el ciudadano halla en el smartphone la única fiscalía al alcance de la mano. Grabar y exhibir al que abusa se siente como un acto radical de rendición de cuentas. Es un grito que increpa: “Si las instituciones no te castigan, la sociedad lo hará”. Es una forma de recuperar el control, aunque sea simbólicamente. La gratificación es instantánea y poderosa. Ver al prepotente humillado causa una catarsis colectiva, un alivio momentáneo a la impotencia que a diario sentimos.

El miedo no educa, solo disuade

Sin embargo, este acto nacido de la impotencia engendra una dinámica mucho más compleja y problemática al interactuar con las lógicas que rigen el ecosistema digital. ¿Funciona este mecanismo como un aleccionamiento efectivo contra lacras sociales como el racismo, la discriminación y el clasismo? La evidencia es, en el mejor de los casos, equívoca. El miedo al ridículo, a convertirse en el próximo meme viral, a perder el empleo o ser repudiado por el propio círculo social, sin duda puede forzar a los individuos a reprimir impulsos y expresiones socialmente inaceptables. La disculpa de Pichel es el resultado de esta presión: la sanción social fue tan abrumadora que la contrición pública se volvió inevitable.

Pero no debemos confundir el miedo con la conciencia. El miedo al escarnio no genera convicción moral, sino gestión del riesgo reputacional. No elimina el racismo, sino que lo privatiza, lo empuja de la plaza pública a la conversación íntima, lo vuelve más cauto, discreto si se quiere. No cambia la mentalidad, simplemente enseña a mirar si hay cámaras alrededor. En lugar de fomentar una sociedad más respetuosa, corremos el riesgo de crear una más hipócrita, donde los prejuicios no desaparecen, sino que se expresan en privado. El vigilantismo pone un bozal temporal, pero no reeduca ni ataca la raíz del problema.

Aquí es donde la trama se complica. Más allá de su dudosa eficacia como herramienta pedagógica, el vigilantismo digital es combustible para la maquinaria de la economía de la atención. Las grandes plataformas digitales no son espacios neutrales de comunicación; son arquitecturas diseñadas para maximizar la participación del usuario. Y el motor más potente de esa participación son las emociones de alta intensidad o "valencia". La indignación, la ira y el encono son particularmente "pegajosos": capturan nuestra atención, provocan respuestas inmediatas (comentarios, 'shares') y nos mantienen dentro del ecosistema de la plataforma. 

Por eso, cuando un video como el de #LadyRacista aparece, el sistema lo identifica como oro puro y lo impulsa masivamente. La legítima frustración ciudadana ante la injusticia es, por tanto, instrumentalizada y mercantilizada. Cada clic de indignación, cada comentario furibundo, se traduce en datos de usuario y en impresiones publicitarias. Estamos participando en un ciclo en el que nuestra propia rabia es el producto que enriquece a las grandes plataformas digitales, mientras a la vez profundiza la polarización social y degrada la esfera pública a un coliseo de gladiadores digitales. El resultado es un entorno comunicativo permanentemente crispado, donde el diálogo es imposible, y la condena y linchamiento son las únicas interacciones posibles. Nuestras buenas intenciones terminan ayudando a generar una sociedad cada vez más polarizada y adicta a la confrontación.

El problema final de esta “justiciaviral es su brutalidad y su falta de proporción. El tribunal de las redes sociales prescinde de cualquier principio del debido proceso: no hay presentación de pruebas, ni derecho a réplica, ni contexto, ni proporcionalidad en la sanción. La complejidad de una interacción humana se reduce a un clip de 30 segundos, y la sentencia —una cicatriz digital permanente— es a menudo infinitamente más severa y duradera que cualquier sanción que un tribunal formal consideraría.

En conclusión, el vigilantismo digital es un fenómeno paradójico. Emerge como una respuesta sintomática a la falla institucional, pero se torna en una patología en sí misma. Ofrece la ilusión de un empoderamiento ciudadano y un aleccionamiento moral, pero en la práctica fomenta un civismo performativo basado en el miedo y nutre un modelo de negocio que capitaliza el encono social. El caso de Ximena Pichel no representa un triunfo de la justicia popular, sino una advertencia sobre la naturaleza corrosiva de la justicia por aclamación. Nos demuestra que mientras canalicemos nuestra energía cívica en la caza de villanos individuales para la hoguera digital, seguiremos distrayéndonos de la tarea verdaderamente ardua: la de construir, ladrillo por ladrillo, las instituciones justas, funcionales y legítimas que hagan innecesario este tipo de tribunales del like.

*Universidad Iberoamericana

Mireya Márquez Ramírez

@Miremara