Apenas concluidas las fiestas patrias, las del “¡Viva México, ca…nijos!”, este 17 de septiembre se cumplen sesenta y un años desde que en 1964 se inauguró el Museo Nacional de Antropología, en Chapultepec, México. Un orgullo para los mexicanos. Un motivo de alegría en tiempos turbulentos.
En nuestro Museo Nacional están expuestas las huellas más representativas del tránsito de nuestra nacionalidad desde sus orígenes prehispánicos, las huellas de la grandeza mexicana, sus sueños, sus aspiraciones, sus dudas, sus creencias, su religiosidad, su arte, su imaginación y sus temores.
Todo puesto en un Museo que nos llena el alma tan solo recorrerlo en cada una de sus once salas arqueológicas y cinco etnográficas, sumadas a los 45 mil metros cuadrados de construcción, lo que hace a nuestro resguardo cultural el más grande de México y uno de los más hermosos del mundo.
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Aún recuerdo mi primera visita al gran Museo de Antropología hace ya un buen de años. Qué emoción. Nos llevó a modo de excursión nuestro maestro de historia de la secundaria 68, en Tlacopac. Fue uno de esos paseos inolvidables.
Tan sólo llegar en un camión cargado de niños y niñas gritones, cantarines y felices. Las sorpresas comenzaban desde la llegada por Paseo de la Reforma a un mundo nuevo y excitante, sobre todo para un niño apenas llegado de mi tierra oaxaqueña, en donde también tenemos mucho de qué presumir en historia, antropología y huellas monumentales de las culturas zapotecas, mixtecas.
Ahí estaba enorme, monumental, inhiesto, firme, el gran monolito que es Tláloc, el dios mexica de la lluvia, de los truenos, el granizo y la fertilidad. Era una deidad náhuatl fundamental para la agricultura y el sustento.
Ahí nos explican que la magna escultura fue traída de San Miguel Coatlinchán, Texcoco, Estado de México, a pesar de la resistencia y la confrontación de los pobladores que defendían la propiedad y la aun creencia en las virtudes del dios prehispánico. Al final accedieron cuando se les garantizó que estaría en un lugar de honor en el nuevo Museo de Antropología, como es.
El monolito mide 7 metros y pesa 168 toneladas. Era julio de 1964. Fue trasladado en un vehículo de 64 ruedas impulsado por dos tráileres. Para ese fin la carretera de Texcoco a la Ciudad de México fue pavimentada. Era presidente de México Adolfo López Mateos.
El monolito llegó a la Ciudad de México la madrugada del 17 de julio luego de un lentísimo recorrido que incluyó una estación en el Zócalo capitalino para luego trasladarlo a lo que hoy es su lugar de estar: La puerta de entrada al mundo de lo mexicano en nuestros orígenes y destino.
Los periódicos de la época reseñan que durante el recorrido se desató una tormenta que inundó gran parte de las calles del Centro Histórico capitalino. “Tláloc despertó”, decían en primera plana.
Luego tan sólo entrar al recinto, lo primero que ven nuestros ojos es la gran Ceiba, árbol que está en el origen de la vida, según la cultura maya y olmeca. Árbol sagrado y dador de vida. Y de ahí en adelante, paso a paso, ver una a una la enorme maravilla de nuestras diferentes culturas, mirándonos en ellas y presintiendo las manos que labraron aquellas obras de arte, muchas de ellas del tipo religioso o histórico. Otras de tipo emotivo y risueño, didáctico, calendarios y presagios.
¿Quién hizo estas piezas que son obras de arte? ¿Quién imaginó, y por qué, esas figuras terroríficas a veces y otras veces cargadas de amor y cariño, como esos pequeños niños sonrientes de la cultura olmeca que nos llenan la vida de tanta felicidad fueran hechas para que niños y niñas jugaran con ellas? ¿Qué manos de niño o niña jugaron entonces con cada una de estos niños felices de barro?
¿Y el arte de la joyería, el oro de Monte Albán, por ejemplo, y el de la plumería, en el caso de escudos y penachos adornados de plumas de aves preciosas? ¿Y el barro? ¿Y la obsidiana? ¿El jade y la plata?
Ahí está el mensaje de cada uno de los artistas que expresaban su tiempo, su vida y su momento histórico: “En tanto exista el mundo no acabará la gloria ni fama de México-Tenochtitlan".
En 1822 el historiador Lucas Alamán pidió al entonces emperador Agustín de Iturbide establecer un “Conservatorio de Antigüedades y un Gabinete de Historia Natural”. Y así fue para 1825 cuando se creó el Museo Nacional Mexicano: “Para reunir y conservar cuanto pudiera para dar el más exacto conocimiento del país, de sus orígenes y de los progresos de la ciencia y de las artes”.
Para 1865, Maximiliano de Habsburgo asignó al museo un espacio propio en un palacio que fue casa de acuñación de dinero en la actual calle de Moneda (hoy es el Museo Nacional de las Culturas). La inestabilidad política y social impidió que se inaugurara entonces. Al triunfo de Juárez el Museo Nacional de México abrió sus puertas a la primera exposición de arqueología e historia del país.
Porfirio Díaz hizo otro tanto para preservar ahí mismo y en otros espacios, los vestigios antropológicos de México… y así en adelante.
En 1963 comenzó la construcción de lo que sería el Museo Nacional de Antropología que hoy conocemos. Se edificó en Chapultepec, en una superficie de 70 mil m2, con la idea de recapitular ahí de forma accesible y con técnicas de museografía depuradas, lo mejor de la antropología mexicana en sus distintos orígenes culturales y étnicos, en una presentación grandilocuente.
El proyecto arquitectónico estuvo dirigido por el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, al que contribuyeron otros artistas de renombre, como es el artista José Chávez Morado y más. El edificio se inauguró el 17 de septiembre de 1964 y hoy es orgullo nacional.
Pero ya terminó el recorrido. Felices y exhaustos, los niños aquellos que fuimos ese día de excursión merecíamos descanso y saborear nuestras ricas tortas de frijoles refritos, de natas, de queso de puerco o de pollo. Un refresco y un regreso a casa plenos de ser mexicanos, en tanto exista el mundo.
