Desde hace varias semanas el caribe mexicano padece de nuevo una de esas calamidades naturales que surgen cíclicamente y que son muy difíciles de resolver, primero, porque durante años no se han atendido las causas del fenómeno, y segundo, porque una solución duradera requeriría del concurso de muchos actores de la escena internacional. Me refiero por supuesto a la llegada anual del sargazo, estos inmensos mantos flotantes de algas marinas color marrón, que florecen durante la primavera y el verano y que llegan a expandirse sobre grandes extensiones de océano, desde la costa oeste de África hasta el Atlántico centro occidental, el Mar Caribe y el Golfo de México.
La información difundida en estas semanas refiere que, de acuerdo con la Unidad Académica de Sistemas Arrecifales (UASA) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), tan solo en el mes de mayo se identificaron 37.5 millones de toneladas de sargazo en el caribe mexicano, que es la cifra más alta registrada.
Ahora bien, rescatando el hecho de que científicos de la Facultad de Ciencias Marinas de la Universidad del Sur de Florida han utilizado imágenes satelitales de la NASA para rastrear los mantos de sargazo durante años, encontramos que la cantidad estimada para junio de 2018 pesó alrededor de 20 millones de toneladas. Sin poder comparar sencillamente ambas cifras, pues desconocemos los métodos de cálculo seguidos por ambas instituciones, lo que sí está claro es que las cantidades de sargazo han seguido una ruta ascendente.
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Como suele suceder en diferentes situaciones, cuando las cantidades de algo son razonables los efectos pueden ser positivos, pero cuando se traspasan ciertos umbrales las consecuencias son negativas. Como lo han explicado los especialistas, en cantidades razonables el sargazo contribuye a la salud de los océanos al proporcionar un hábitat para tortugas, cangrejos, peces y aves, y para producir oxígeno. Pero cuando las cantidades llegan a los niveles que se han observado, las algas dificultan que ciertas especies de fauna marina se muevan y respiren, y cuando esas algas mueren, se hunden y pueden sofocar corales y pastos marinos. Además, cuando el sargazo llega a las costas y entra en estado de putrefacción, libera gas de sulfuro de hidrógeno y huele a huevos podridos, lo que provoca riesgos para la salud de las personas y ahuyenta el turismo.
Para resolver este problema las autoridades mexicanas han implementado la Operación Sargazo 2025, en la que dicen que se ha desplegado un total de 13 unidades marítimas para recolectar las grandes cantidades de la macroalga en mar abierto y en aguas someras antes de que alcance las playas. Lamentablemente este tipo de operaciones son inefectivas y acaban resultando en acciones cosméticas, pues las cantidades de sargazo rebasan por mucho las capacidades de recolección de cualquier número de embarcaciones.
Algunas de las causas de este fenómeno no tienen que ver con las ciencias marinas, sino con la geopolítica y las relaciones internacionales, en particular en lo que se refiere a los compromisos que buscan resolver el tema de los impactos externos de las acciones internas de cada país.
En el caso que nos ocupa, diversos estudios científicos han podido demostrar que uno de los factores que más han incidido en el crecimiento anual de los mantos de sargazo es el aumento de sus nutrientes, en particular compuestos de nitratos y fosfatos que entran a las aguas marinas. Lo que me parece muy interesante es que esos mismos estudios han podido precisar que la fuente principal de esos nutrientes es el río Amazonas y que esas grandes cantidades de nitratos y fosfatos provienen de la deforestación y de diversas actividades agroindustriales en la región.
Considerando que la polución de las aguas por esos elementos es un proceso lento que puede tomar varios años, desde que una gota de nitratos o fosfatos en el suelo llega al cauce del río y después al océano, entonces el aumento anual de los mantos de sargazo ha sido provocado por la llegada, a lo largo de varios años, de cantidades cada vez más grandes de nutrientes desde el río Amazonas. Según estos estudios, la deforestación de la selva del Amazonas, adicionalmente a los impactos ambientales locales y sus efectos sobre el cambio climático, también tiene efectos sistémicos que generan daños económicos a los países y comunidades que reciben sargazo putrefacto a lo largo de sus costas y que ya incluyen a la Península de Yucatán, a las islas del Caribe y a las costas de Florida en los Estados Unidos.
La combinación resultante de la deforestación del Amazonas durante años bajo la complacencia de los gobiernos brasileños, por un lado, con la inexistencia o inoperancia de acuerdos internacionales que logren limitar los impactos foráneos de las acciones internas de los países por el otro, ha propiciado que los impactos negativos y los costos económicos y sociales del sargazo hayan ido creciendo año con año.
El esquema es similar a lo que observamos con el cambio climático en cuanto a que el logro de los objetivos de reducir los riesgos y los daños sobre la salud de la humanidad y del planeta, pasa por la necesidad imperiosa de lograr acuerdos internacionales vinculantes, a lo cual no llegaremos con la lógica económica imperante.
No puedo dejar de insistir en el hecho de que el fenómeno del sargazo es un ejemplo de libro de texto de la constitución, el funcionamiento y la complejidad de los ecosistemas naturales y socioeconómicos de los que formamos parte. Mantener un pensamiento lineal para resolver estos problemas seguirá siendo ineficaz y los costos de todo tipo seguirán incrementándose inexorablemente.
