Con motivo de mi última columna titulada: “Juzgados laborales al rojo vivo”, ciertos juzgadores se incomodaron cuando mencioné que había “…algunos jueces con birrete y la toga caída” porque, a 3 años y 7 meses, en promedio, de la instalación de los juzgados laborales, habían recibido, hasta el primero de mayo de este año, 498 mil 584 demandas, casi medio millón.
En esa columna relaté que, en apenas 50 días posteriores al 1º de mayo, la cifra se había incrementado en 52 mil 681 expedientes, llegando al 21 de junio a 551 mil 265 demandas. Un crecimiento en promedio de mil diarias, contando sábados y domingos, cuando no laboran los juzgados.
El propósito del comentario no era denostar a los juzgadores por igual, porque sé bien que, a pesar de las carencias, todos ellos, unos más que otros, enfrentan enormes sobrecargas de trabajo y a pesar de eso, cumplen sus responsabilidades, en la medida de sus posibilidades y del personal que tienen adscrito.
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Ahora los jueces se ocupan más de la conciliación que de resolver el fondo de los casos, y eso no es criticable, porque tienen que atender la montaña de asuntos que les llegan a diario y reducir los pendientes al mínimo posible.
Sé de jueces que laboran, con su reducido equipo, fuera de su horario de trabajo e incluso los fines de semana; otros se llevan expedientes a su casa para avanzar, aunque no haya pago de tiempo extraordinario, ni autoridad alguna que se los agradezca.
La costumbre es que la mayoría de los juzgadores, apenas iniciada la audiencia, después de decir “buenos días”, en vez de definir qué pruebas se admiten o rechazan, o interrogar a las partes o a los testigos, preguntan si hay posibilidades de arreglo, y de allí no sueltan a los involucrados hasta lograr un sí, o un no definitivo.
Como método de persuasión lanzan una advertencia cotidiana que a muchos jueces les funciona. Les dicen a las partes en contienda: “…todavía es tiempo de arreglarse, después será demasiado tarde, los riesgos son muchos, tanto para la empresa de pagar enormes cantidades como del trabajador el irse con las bolsas vacías”.
Impone más la voz temeraria del juez investido de su toga y birrete, que la de un conciliador vestido de civil. Por esta vía, un porcentaje importante de casos se arregla; otros, al no aceptar, se conducen por el camino de los juicios largos, por la tardanza en la obtención de sentencias y la prolongación de los amparos. Esto último, agudizado por el proceso infausto de la reforma judicial que ha puesto como víctimas a los propios afectados. Juicios de amparo que antes duraban tres o cuatro meses, ahora se prolongan hasta dos años.
De acuerdo con cifras oficiales, en el ámbito de los juzgados locales en las 32 entidades federativas, el promedio de juicios convenidos de manera amigable por intervención directa de los jueces alcanzó un 40%, mientras que en el ámbito federal 30 de cada 100 se arregló por la vía del diálogo y el convencimiento.
La elaboración de sentencias es, sin duda, la tarea más complicada que tiene un juzgador. Los que ven de lejos el conflicto laboral no tienen idea de la complejidad que enfrentan quien en verdad se empeña en hacerlo de manera responsable. Conozco a otros que se dicen jueces, y que esos sí son de la toga caída, que ante la presión de los amparos que les tiran encima y de las instancias fiscalizadoras, usan el método de “copiar en formatos de machote al vapor” sin importarles cómo salga.
Elaborar una sentencia requiere de una especialización en materia laboral en toda su esencia. Debe realizarse un análisis exhaustivo e integral del expediente, de las pruebas aportadas por las partes, razonar su valoración, quién tiene la carga probatoria, y emitir una resolución en la que se fundamenten y se expresen los razonamientos por los cuales se tiene la razón o no.
La reforma laboral obligó, de manera ilógica, a emitir sentencia al terminar la audiencia de juicio o, a más tardar, dentro de los cinco días siguientes, lo cual siempre es una tarea cuesta arriba, porque no puede ser una misión personal, requiere de apoyos para analizar el inmenso trabajo que tienen que realizar.
También, recurriendo a cifras oficiales, se tiene un porcentaje de sentencias de casi un 20% en el ámbito federal con un 37.39% de demandas recibidas, y un 12% de sentencias en los juzgados locales con un 62.61% de expedientes, quienes además cuentan con menores presupuestos que los federales.
Por supuesto, no se puede comparar el modelo de los juicios laborales con las audiencias que aún se llevan a cabo en las Juntas de Conciliación y Arbitraje, las cuales han enfrentado una crisis tremenda. En el plano operativo, no se puede decir que es mejor estar llevando audiencias durante 4 o 6 horas de pie, en espacios hacinados frente a las instalaciones de los juzgados donde las partes pueden estar cómodamente sentadas, incluido el público y sus operadores, estando a la cabeza el o la jueza.
El problema es la fila para llegar a ese espacio de lujo que son los juzgados laborales. Al principio se tardaban entre 3 y 5 días para dar entrada a una demanda, ahora entre 7 meses y un año, y, en ocasiones, más tiempo. La mayor complejidad no es estar en la audiencia ante un juez, sino el poder llegar a ellos para obtener justicia social.
De otros avatares
Resulta que a pesar del compromiso en la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje de no despedir a nadie más de los 180 trabajadores ya separados, les avisaron este lunes 30 de junio a los 40 trabajadores eventuales, algunos con antigüedades de 14, 15 y hasta 20 años, que ya no se les renovará el contrato de trabajo por falta de presupuesto.
Este martes por la mañana los eventuales despedidos, acompañados de personal de seguridad los dejaron entrar por unos momentos, sólo para recoger sus objetos personales.
Les comentaron en voz baja que la separación de eventuales se estaba dando en toda la administración pública, que no sólo era problema de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje, por la crisis presupuestal existente.
De ser cierta esta afirmación, sería muy grave que, desde Hacienda, se dé la orden de afectar a miles de eventuales quienes no encontrarán empleo en el corto plazo, lo que provocaría lamentables afectaciones sociales.
Sería importante que el Gobierno Federal aclare o niegue la certeza de estos despidos. De otra manera se entenderá que su silencio es la consumación de esta arbitrariedad.
