En los últimos meses, las guerras han vuelto a ocupar los titulares, las redes sociales y hasta las charlas cotidianas. Aunque la atención mediática se concentra sólo en algunos de estos conflictos, la cruda realidad es que hoy existen más de 50 enfrentamientos armados activos en distintas regiones del planeta. Estos no son hechos aislados, sino expresiones de crisis profundas que organismos como la Organización de las Naciones Unidas y diversas instituciones regionales observan, atienden y —en el mejor de los casos— intentan mitigar, la mayor de las veces sin éxito.
Las guerras contemporáneas suelen ser el resultado de una combinación explosiva de factores históricos, políticos, sociales y económicos. En algunos casos, los enfrentamientos se originan en disputas territoriales no resueltas o en rivalidades étnicas y religiosas que han perdurado por generaciones, avivadas por discursos nacionalistas o identitarios. En otros contextos, el malestar económico, la falta de oportunidades y la desigualdad social profunda alimentan el descontento popular, creando un caldo de cultivo propicio para la violencia. Estos factores son muchas veces exacerbados por gobiernos débiles, instituciones frágiles o corruptas, incapaces de brindar seguridad o garantizar justicia, permitiendo así el avance del crimen organizado y de actores armados no estatales.
Además, un número considerable de conflictos actuales tiene sus raíces en guerras civiles mal cerradas, donde los procesos de paz no lograron una verdadera reconciliación ni abordar las causas estructurales del conflicto. En estos escenarios, los acuerdos quedaron reducidos a meros documentos formales, sin mecanismos efectivos para sanar heridas colectivas ni reconstruir comunidades destruidas. El resultado es una perpetuación de la violencia, donde las generaciones nacidas tras el conflicto heredan no solo las ruinas físicas, sino también la desconfianza, el resentimiento y el trauma. Así, los ecos del pasado siguen modelando las tragedias del presente.
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Pero si hay un denominador común entre estas guerras es el afán de poder. Ya sea por disputas internas o por rivalidades regionales, muchos gobiernos —o facciones dentro de ellos— alimentan la narrativa del enemigo externo para justificar su permanencia en el poder. Se exacerban los nacionalismos, se siembra el miedo, y se manipula el conflicto como botín político, sobre todo a través de herramientas electrónicas y cibernéticas. Por eso es indispensable desactivar tensiones antes de que se vuelvan excusas para el autoritarismo o el extremismo.
Los conflictos más inquietantes podrían no ser los que vemos hoy, sino los que se están gestando en las sombras. El cambio climático, la migración masiva, la desigualdad, las pandemias y la inteligencia artificial plantean desafíos que pueden detonar crisis inéditas. Nuestros sistemas de paz —pensados para los problemas de ayer— están desbordados, desactualizados, y muchas veces, paralizados por intereses cruzados.
Frente a escenarios marcados por el caos y la fragmentación social, resulta indispensable abandonar la diplomacia de manual y apostar por enfoques que vayan al fondo de las causas. Esto implica entender las raíces históricas y estructurales de los conflictos, construir espacios para el perdón y la justicia, y reparar no solo caminos y edificios, sino también el tejido social roto y la esperanza colectiva de quienes sobreviven a la violencia.
En este contexto, se vuelve urgente diseñar una nueva arquitectura para la paz, que no repita fórmulas fallidas. Necesitamos mecanismos más ágiles, participativos y adaptables, capaces de anticiparse a los desafíos del siglo XXI. Porque, aunque la guerra exhibe nuestra capacidad de destrucción, también abre una puerta a la transformación: la oportunidad de reconstruir un mundo más humano, justo y solidario desde las ruinas del conflicto.
