La violencia sexual es uno de los actos más detestables que se pueden cometer contra una persona ya que, además de las consecuencias físicas, las afectaciones emocionales que provoca son muy severas al vulnerar la esfera de lo más íntimo, máxime cuando se trata de niñas y niños cuyos agresores generalmente pertenecen a su círculo más próximo o tienen ascendencia sobre ellos. Es así que las y los infantes suelen ser víctimas de familiares o de alguna persona cercana a la familia, de un profesor y, no pocas veces, de algún ministro religioso, es decir, en quienes supuestamente debían confiar, encontrar protección y ser referentes morales.
Las historias de curas pederastas distan mucho de ser excepción y, por el contrario, además de su recurrencia se han denunciado prácticas sistemáticas de encubrimiento dentro de la Iglesia católica para evitar que se les castigue. Un ejemplo de ello es lo ocurrido en la arquidiócesis de Baltimore en la que, durante ocho décadas, alrededor de 70 sacerdotes abusaron sexualmente de al menos 600 niños mientras que en México, la Conferencia del Episcopado reconoció que en los último diez años se han investigado a más de 400 sacerdotes, en tanto que la organización Bishop Accountability señala que se han detectado a 16 obispos y arzobispos que han encubierto a curas pederastas en nuestro país.
Uno de estos casos es el del sacerdote José Ortiz Montes, mejor conocido como el Padre Pepe, quien llegó a ser secretario particular del Cardenal Norberto Rivera. En 2003 fue denunciado por abuso sexual -aunque hay datos que apuntan a que los primeros abusos iniciaron una década antes- y, sin embargo, se le protegió durante 20 años e incluso se le permitió seguir organizando retiros espirituales para niños y jóvenes hasta que el Vaticano determinó su culpabilidad, pero su único castigo fue prohibirle celebrar misas y escuchar confesiones.
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Francamente resulta ofensivo que ese sea el mayor castigo que impone la iglesia para quienes cometieron una falta tan grave, como también lo es que poco o nada colaboren con las autoridades civiles para que puedan proceder penalmente, pero lo mismo sucedió con uno de los más conocidos depredadores sexuales, Marcial Maciel, fundador de la congregación de los Legionarios de Cristo quien, a pesar de todas las atrocidades cometidas en contra de cuando menos 60 niños y adolescentes, únicamente se le condenó a una vida de recogimiento y oración.
Lo peor es que las perversidades de Maciel lo trascendieron y algunas de sus víctimas se convirtieron a la vez en victimarios. Tal es el caso de Fernando Martinez, contra quien se presentaron varias denuncias por abusar sexualmente de niñas, niños y adolescentes desde 1990 cuando estuvo al frente de los colegios Cumbres en el entonces Distrito Federal y posteriormente en Cancún como lo reveló una de sus víctimas, la conductora y cantante Ana Lucía Salazar y, como al parecer es la constante, murió tranquilamente en una casa de retiro eclesiástico en Italia.
Ahora nos enteramos que el también sacerdote legionario, Antonio Cabrera, quien según la información difundida fue director de bioética de la Universidad Anáhuac -que paradójicamente es una disciplina enfocada en promover principios de conducta del ser humano-, fue detenido por abusar sexualmente de un niño desde los 6 a los 13 años al menos en tres ocasiones cuando visitaba a su familia de la que era una especie de consejero espiritual, aparentemente por recomendación de Maciel, y la congregación no hizo nada a pesar de que la mamá expuso la situación en Roma en 2017. Se podrá decir que no se debe responsabilizar a toda una institución por la conducta individual de algunos de sus integrantes, pero tan solo en el caso de la Legión de Cristo se han documentado alrededor de 175 víctimas de violencia sexual cometida por 33 sacerdotes y, lo más grave, es que el denominador común sigue siendo el encubrimiento y la impunidad.
