En la cultura judeocristiana occidental de la que somos parte, el Apocalipsis -atribuido a Juan, el discípulo de Jesús y escrito a fines del siglo I (DC)- ha tenido un impacto profundo, modelando las visiones del fin del mundo humano, construido por obra de las racionalidades predominantes en las distintas etapas de la historia. De diversas maneras interpretado, el apocalipsis ha influenciado en las distintas interpretaciones de la historia, el devenir progresivo de la especie humana, pero también de las esperanzas en la justicia histórica: el balance final y, por supuesto la redención. En distintas épocas de cambios, revoluciones y trastocamientos sociales de gran envergadura y profundas consecuencias, cuando todo parece moverse de su sitio y prevalece la incertidumbre, las generaciones vivientes, han tenido la impresión de que “el mundo se acaba” y que presencian un momento apocalíptico.
El tema viene a cuento, porque en la actualidad, para muchos, no hay duda de que asistimos a un tiempo apocalíptico, en el que Donald Trump cabalga uno de los jinetes. Y ciertamente las directivas, medidas, decisiones y acciones que ha tomado el 47.º presidente de Estados Unidos de América, apuntan diariamente al desmantelamiento del estado de la democracia más antigua de la modernidad occidental. Cierres de oficinas, desmantelamiento de instituciones largamente consolidadas, despido de cuadros administrativos, pero también entronización del poder ejecutivo, supresión o cuando menos debilitamiento de los derechos, control y desmantelamiento de la libertad de expresión –el santo grial de la democracia norteamericana- A lo que se agrega la persecución política de opositores y críticos, combate a la cultura, estigmatización del feminismo y de la diversidad sexo-genérica; en suma arbitrariedades de toda laya.
La impresión de la ciudadanía estadounidense -sobre todo la más ilustrada- ante lo que a diariamente asiste, la mantiene en el estupor y el pasmo, ante lo que creían imposible de ocurrir en la democracia estadounidense, blindada –según pensaban– por el ideario de los padres fundadores. Pero el modelo de Trump no está pensado para quedarse en Estados Unidos, acontecimientos como el cerco y los ataques para el exterminio de la población de Gaza lo muestra palmariamente. El estado de los derechos y el establecimiento del derecho internacional, en particular los derechos humanos, está siendo desplazado del centro de la organización mundial.
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Hoy vemos cómo las potencias occidentales, así como las otrora llamadas potencias medias, de Asía, África, inclusive Argentina, Brasil y Venezuela en América Latina, incrementan su gasto armamentista, rompiendo límites establecidos o acordados como ha acontecido en Europa –especialmente Alemania y Japón–. Dos perdedores de la Segunda Guerra que tenían veto al incremento del gasto militar. En esta línea, contrariamente a lo esperado, el conflicto entre Rusia y Ucrania, lejos de terminar en un arreglo, parece ir escalando, mientras en Asia hay un conflicto bélico iniciado entre la India y Pakistán, y el clima en el Sureste asiático se tensa.
El otro frente activo del gobierno de Trump, que puede tener también amplias repercusiones en el resto del mundo, es la persecución contra la cultura, el pensamiento crítico que se evidencia en el ataque a las universidades de primer nivel en Estados Unidos, así como el desmantelamiento a los derechos de las mal llamadas minorías -por algunas no lo son– personas afroamericanas, latinos, mujeres, personas LGBTQ+.
Importante aquí es descartar el cambio del lenguaje que se está impulsando en los gobiernos y las organizaciones de la sociedad civil, a partir de lineamientos para la presentación, aprobación y financiamiento de proyectos tanto gubernamentales como civiles. Donde no solo la jerga progresista de avanzada, de los últimos treinta años; antirracista, anti homofóbica, anti-transfóbica, etc., está siendo desterrada, sino que se está erigiendo en su lugar una jerga xenófoba, racista, anti-clasista, anti-derechos, contra igualitaria. No se trata –como bien apunta Raúl Zibechi- de un neofascismo, es decir, no se busca replicar puntualmente la receta hitleriana, porque el asunto va más allá.
La administración trumpista está armando una nueva guerra cognitiva, un programa con estrategia militar y de influencia que ya sea por medios psicológicos, pero también por recursos materiales en diversas modalidades (económica, bélica, inseguridad, restricción a las libertades, pandemias) busca alterar la cognición individual y colectiva, creando confusión, desconfianza o miedo. Busca hacer sentir a la población del mundo que vivimos el fin de los tiempos con el fin de desestabilizar instituciones, sociedades o naciones. Pero también, para desalentar la movilización social, manipular la percepción, el pensamiento y la toma de decisiones de una población en particular para lograr objetivos políticos, militares o sociales. El propósito es que se transforme la mentalidad social y la población se trueque aquiescente al ideario, proyectos y prácticas políticas, de esta nueva ultraderecha que lidera Trump, con adeptos y seguidores en muchos países. Y así instaurar un nuevo orden mundial basado en el poder del 1%.
La clave para sobrevivir y construir una salida alternativa está en no perder la esperanza y construir desde abajo, empatía, solidaridad, vínculos, comunidad y cuidado mutuo. Hay ensayos inspiradores para esto. La experiencia de la Fundación Terra de Sebastiao Salgado (QPD) y Lelia Warnick, con la participación de científicos, técnicos y comunidades, es una de muchas otras.
