Hay familias que evitan las palabras. Les temen. Huyen de ellas. Hay familias que están hechas, sobre todo, de silencios. Se puede hablar del estado del tiempo. Los cuadernos para la escuela. Las calificaciones. El menú para la comida del mediodía. Las personas cercanas. Los errores que cometen las/os hijas/os. Hay condiciones: que el palabrerío no cuestione los dogmas ni fisure las fachadas. Las fachadas que podrían parecernos tan banales, no lo son: son un asunto de sobrevivencia. Si hacia adentro de una/uno misma/o el vacío se abre como un abismo, hay que llenarlo. ¿De qué? Del afuera. La primacia del “qué dirán” colocada en el centro de la sala, el comedor, las recámaras.
La esclavitud de vivir para la imaginaria mirada de otras/os. No importa, lo que es emocionalmente carísimo, se considera emocionalmente barato en términos comparativos. Lo más amenazante es el agujero negro interior. ¿Qué habrá dentro? Lo más complejo de los vacíos, es que suelen estar llenos de insoportables. A tal punto insoportables que se puede ir la vida entera en asfixiarlos dentro. Aprender a actuar. Allá a lo lejos, olvidado/a en algún rincón de la casa hay un niño, una niña que necesita un abrazo. Protección. Necesita palabras verdaderas. Nadie se las dice. Nadie sabe cuáles son. Nadie lo abraza. No hay tiempo para detenerse a escucharlo/a. Lo vivieron la madre, el padre, lo convierten en legado para las/los hijas/os. Un legado poderoso e inconsciente. Crearse un falso yo. Tan meticulosamente armado, como falso. Perderse a tal punto que los límites entre lo verdadero y lo falso se vuelven difusos. Un pantano.
Hay familias donde se habla muchísimo para no decir nada. De eso se trata justamente: evitar la más mínima profundidad. Hay familias que viven como si no tuvieran una historia. El pasado no se transmite. Vagos retazos de la infancia y la adolescencia de los padres. Hay familias para las que el pasado es un fardo tal, que deciden borrarlo. De nuevo: no es una omisión consciente. Nada más no está. El imperio de la negación y todo lo que tendría que haber sido dicho y nunca se dijo. Silencios interminables como lozas. Hostilidad ambiente. Están heredando sus silencios. Secretos que no hay manera de saber en qué consisten. Están hechos de sufrimiento, eso lo sabemos. Se percibe. Corta el aire. ¿En qué generación irá ya este mandato de silencio?
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Puede no haber demasiada distancia entre la omisión y la mentira. ¿La intención es mentir? No necesariamente. La intención es salvarse. Fugarse. ¿De qué? Del continuo malestar, de la dificultad de vivir. Vivir en estado de alerta. Esa imaginaria mirada de las/los otras/os termina siendo persecutoria. Muy. Hacia dentro del umbral se incuba la furia. El deseo infinito de revancha. Una rivalidad mortífera. Como un inmenso perol con todos adentro hirviendo por décadas. Atados a cuatro manos al ideal construido para negar la sensación de miseria. Entre la grandeza (imaginaria) y el odio por sí mismo que arrastra. Entre el relumbrón y la nada. Entre la (imaginaria) magnificencia y el más hondo desprecio por sí mismo.
Dolto explicaba que se necesitan tres generaciones para que la enfermedad emocional estalle. Tres. “Lo que una generación calla la tercera lo lleva en el cuerpo”. ¿Cómo saber qué es lo que se lleva “en el cuerpo”? Cuando la enfermedad estalla, sobreviene la sorpresa. Ese dolor insoportable. La culpa. ¿Cómo sucede? ¿Por qué sucede? El chivo expiatorio es un mensaje de doble filo. La persona que se enferma para que las/los demás sigan sintiéndose “sanos”, aunque saben que no. La inmediata negación. Porque si ella/él se enfermó hasta este punto, ¿a quién le toca después?¿Acaso no estuvo siempre allí ese miedo a la pérdida de control, al extravío? Se inventan las escenas más disparatadas. Indispensables. Lo que se ignora es que las escenas mismas (construidas para salvarse, cada vez, para intentar salvarse), son una repetición del núcleo mismo que generó la enfermedad.
Huir del daño, regresando al daño. La paranoia pareciera la materia misma del vínculo. Actuar el legado inconsciente. Cuántos actos, cuántas mentiras, cuántas puestas en escena rayando ya en el delirio. Sí, delirantes. No olvidemos que empeñarse en esa repetición del núcleo de la enfermedad, es un dislocado intento de salvarse. El chivo expiatorio paga la factura más alta. Su sufrimiento suma generaciones de dolores ocultos que aullan por salir. El chivo expiatorio es el guardador/la guardadora del espanto. La vida truncada. Ya no quiere el abrazo más que tardío de esa familia. Ya no puede aceptarlo. Entonces, la culpan/lo culpan: “No se deja ayudar”. Se le hace responsable: “se hizo todo por apoyarlo/a, pero no se deja”. Una mentira inmensa como una puñalada. Una mentira más. La más cruel, quizá. La más imperdonable.
Esa persona sufriente que ya nadie puede abrazar porque cualquier cercanía le representa una amenaza de muerte. La/el que encarnó la obligación de hablar -con su cuerpo, con su vida misma- aquello que callaron todas/os. No importa cuántas puestas en escenas se armen para la imaginaria galería. Hacia adentro, se niega, pero se sabe. Habría sido tanto mejor indagar la verdad (la que traía dentro cada quien) y defenderla.
