Encontré un pabellón vacío, esperando que alguien lo viera, que alguien lo reclamara. Así fue, lo reclamé como mío con todo y su soledad, aquella tristísima soledad que de una extraña forma me reconfortaba tanto, quitándome el miedo que había tenido de morir, intercambiando ese terrible miedo por otro aún más grave, el miedo de salir del pabellón y abandonarlo a su suerte; soltar aquel apoyo que mutuamente, todos los días nos habíamos dado; cambiarlo por aquel egoísmo de sanar por completo, de estar bien, de salir adelante y no volver a saber nada más de él, nada más de aquel amor que profesábamos sin pronunciar ni una sola palabra.
Soltar aquella enfermedad, implicaría soltar aquel refugio que me había dado todo lo que tenía, hasta quedarse sin nada; soltarle, dejarle a su suerte, implicaría un acto de traición tan artero y cobarde que no sabía si moralmente podría sobrevivir a tanto, pareciéndome extrañamente más razonable quitarme la vida, que abandonar aquel gélido, pero extrañamente acogedor lugar.
Quería quedarme ahí, sentarme a observarlo; ahogar su soledad con mi soledad; ahogar mi enfermedad con su reconfortante silencio, siquiera un momento, antes de que la vida me llevara a la luz o el abismo me terminara consumiendo por completo.
Te podría interesar
No son tan buenas
Leyendo a Amparo Dávila, no sólo he encontrado un refugio de la cotidiana existencia, sumergido entre aquella tinta y tiempo que se entretejen misteriosos en el telar onírico, que prosa a prosa van despertando un suspendido tic-tac, forzando al corazón a cambiar de ritmo; también he hallado reflexiones sobre la naturaleza misma de la humanidad y la inercia que provoca el deseo y el miedo, en ocasiones llevándonos rumbo al abismo, otras más, acercándonos a la luz.
Entre tantas ideas que no terminan de caducar, rescato aquella que implica recibir una noticia que, por más positiva que sea, no represente lo que habíamos esperado. Haber abrazado tanto el trágico destino, haber aceptado con tanta vehemencia el final abrupto, que cualquier sorpresa, por más positiva que sea, no nos haga soltar aquel deseo de que pase lo que según nosotros tenía que pasar.
Encaramos tanto aquel escenario catastrófico que nos encariñamos con él, nos acostumbramos al frío y la oscuridad, al punto de desear hacernos uno con ella, de esperar a toda costa que esa terrible noticia se convierta en realidad y nos arrope con un gélido suspiro.
Alejamos de toda posibilidad los escenarios contrarios a éste, desterrando del imaginario que aquellos también pueden pasar, sintiéndonos vulnerados ante la "buena" noticia que cortaría nuestro sufrimiento programado, nuestro esperado y terrible final.
La cura de una enfermedad, que nos quite el suave suplicio de existir; una alegría inesperada que nos arrebate aquel placer masoquista que habíamos encontrado en suspirar; una solución para aquel problema que nos condenó a sufrir más de una temporada; una primavera que eclipse el gélido invierno al que ya nos habíamos acostumbrado.
Dolorosa costumbre
Repetir, repetir; una y otra vez lo mismo; hacerlo hasta que la costumbre se convierta en ley de vida, hasta que desaparezca aquella duda sobre el por qué seguimos haciéndolo, por qué nos lastimamos tanto.
Repetir, repetir; una y otra vez hacer lo mismo; hacerlo por el simple impulso de seguir; repetir, repetir cada una de las pisadas, tropezándonos con las mismas piedras, cayendo en los mismos baches, sufriendo las mismas condenas, hasta que la costumbre se convierta en ley, hasta que el cambio signifique una afrenta a nuestra forma de vida, una afrenta a nuestra forma de morir en vida.