Siempre me ha llamado la atención esa expresión: “envidia de la buena”. Me pregunto si existe. Y en el caso de que así fuera, ¿por qué sería necesario aclarar que es “de la buena”? Quizá porque hablamos de una emoción particularmente compleja. En todo caso, enunciar “siento envidia” ya pareciera un avance importante comparado con la habitual imposibilidad de siquiera nombrar esta emoción. La envidia nos avergüenza, cuando somos conscientes de experimentarla. Pero esta conciencia incómoda nos coloca (en el mejor de los casos), frente a una posible reflexión que no está presente en la negación: actuarla o no. Atacar o no.
Según la RAE, la envidia es “tristeza o pesar por el bien ajeno. Emulación, deseo por un bien que no se posee”. Sabemos que la anterior es una definición muy contenida. La envidia tiene sus decibeles. En las circunstancias más intensas contiene furia, odio, un profundo deseo de despojar a la otra persona de lo que es suyo y quisiéramos tener; y una fantasía de que este despojo es realizable. Llevando la imaginación hasta el punto de que semejante despojo fuera posible, es difícil pensar que redundaría en beneficio del/la envidioso/a. Es decir, si pudiera despojar a la otra persona, de todas maneras, difícilmente podría integrar en su persona esos bienes que no le pertenecen. A menos que estemos hablando de bienes solo materiales.
Hay quien suponga que atacar eso que es bueno en la persona envidiada de alguna manera le permite poseerlo. Esa fantasía de apropiación es casi un delirio. Pero en la mayoría de los casos, la historia es bastante más básica y triste: “si tienes lo que no tengo y quiero, lo voy a atacar hasta convencerte de que no lo tienes, de que no es tuyo, de que eso que parece bueno, no existe o por lo menos, no es tan bueno”. La/el envidiosa/o vive un tormento: la espera de que al otro le vaya mal, para celebrarlo evidente o disimuladamente. ¡Qué gran festejo! ¿Cuánto dura este “triunfo” imaginario en el que si el otro pierde, yo gano? Ese “ganar” que no se sostiene en ningún mérito propio. En ningún logro.
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La envidia es un roedor interior. Pasadas las horas, los días, los meses de “gloria” artificial, la envidiosa vuelve a su punto de partida: nada de lo que la otra pierda es suficiente, porque a ella le parece que la otra nunca pierde lo suficiente. Además, sucede que le vaya bien. La envidiosa camina sobre clavos ardientes. Allí es donde la espera de la derrota del imaginario adversario es más cruel: “que pierda algo, que le vaya mal, que sufra”. Ese sufrimiento que se le desea con tanta fuerza a la persona envidiada es una cobranza. Si eso que tiene el otro tendría que ser suyo, el otro la está despojando: “que padezca lo que padezco yo por no tener lo que me corresponde, lo que debería de ser mío".
La/el envidiosa/envidioso es -para sí misma/o- una víctima incapaz de detenerse a mirar la envidia como una forma feroz del deseo. Sería mejor hacerlo, si la envidia es la forma turbia, retorcida del deseo, y así se acepta, podría trabajarse un deslizamiento liberador: “deseo lo que ella/él tiene. Lo deseo furiosamente”. El siguiente punto del análisis es si una ha hecho –en la realidad– los esfuerzos para obtener lo que desea. Lo que no es una pregunta menor. Muchas veces envidiamos aquellos deseos cuyos costos no hemos estado dispuestos a pagar. Pero quizá la parte más dolorosa en lo que respecta a nuestras envidias es el momento en que tenemos que aceptar que tal vez estamos peleando por algo que no está en nosotros, que no es nuestro y a lo que por lo tanto, nos es imposible acceder.
Si no tengo la voz adecuada, no puedo ser cantante de ópera por más que lo intente. Si estoy muy evidentemente no dotada para la pintura, alcanzaré muy pronto el límite de mis posibilidades. Ese es el punto: todo ser humano tiene límites de más de una manera. El límite, por ejemplo, de los derechos de otras personas que no deberíamos transgredir, el límite de actuar daños que no deberíamos permitirnos. Y los límites de lo que no se nos da. ¿Qué hago con lo que tengo? ¿qué hago con lo que no tengo? son dos de las preguntas básicas de una vida humana. ¿Qué es mío y qué no lo es? Y entender, que la rivalidad llevada al punto de “si algo pierdes, yo gano”, “si algo ganas, yo pierdo” es una manera muy desgraciada de vivir.
