LAS BUENAS CONCIENCIAS

Las buenas conciencias

Las buenas conciencias se desayunan sus prejuicios, se los comen, y se los cenan; henchidas de verdades absolutas. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

No saben nada, pero creen saber. Son las buenas conciencias. Las que se juran del lado luminoso de la acera. Las que se desayunan sus prejuicios. Y se los comen, y se los cenan. Henchidas de verdades absolutas. No saben nada y tampoco querrían indagar, porque intentar entender más allá, mordisquea las certezas, las corroe. ¿Quién se arriesgaría a tanto? En ese mundito minúsculo imaginan que reinan. Están a salvo. Protegidas hacia adentro de las columnas del Non Plus Ultra. Que nada cambie. Que nada se mueva. 

No es que repetir hasta el infinito sea malo en sí mismo –cada quien elige– es ese sospechoso rencor que les genera quien no esté dispuesto a hacerlo. Ese horror hacia la diferencia. La diferencia cuestiona, aunque suceda lejos, aunque nadie se las imponga. Se estremecen de tan solo mirarla como si fueran a ser víctimas de un extraño contagio. Las buenas conciencias juzgan y descartan. Juzgar es esa especie de imaginario poder que su “perfección” les otorga. Crecieron en el prejuicio y lo adoptan, lo consumen, lo acarician como si no pudiera existir otra forma de vivir sobre la faz de la tierra. Los prejuicios como camisas de fuerza. 

Pero, qué peligro estallarlos. Qué miedo a extraviarse. A quedarse sola. A tener que inventarse una vida. Y sin embargo, si tan imbuidas en sus certezas, las buenas conciencias, ¿por qué esas oleadas de tan triste amargura? ¿por qué esas miradas de odio? ¿esos gestos tan parecidos a la envidia? ¿por qué esa rabia como de un ejército de hormigas rojas? No podrían reconocer los motivos de su rabia, para eso sería necesario saber que una carga un inconsciente, estar dispuesta a dudar de una misma. Dudar de una misma es la puerta hacia el abismo. Eso lo aprendimos desde chiquitas. Que nada cambie. Que nada se mueva. Quien se mueva pierde. ¿Qué pierde? El “honor” de ser parte de ese “algo” que no deja ver las cantidades de “algos” que existen en el mundo tan diverso y tan vasto. Ahogar la curiosidad. Que muera de asfixia esa curiosidad canalla.

Las buenas conciencias aprovechan los cinco minutos que la vida les ofrece para ser crueles. Son solo cinco minutos. Saltan sobre ellos cada vez que pueden. ¿Cómo desaprovecharlos? Su momentánea “presa” está por un ratito a tiro de piedra. Ahora o nunca, se dicen grandiosas. Ese goce breve y siniestro de quienes viven en la desdicha. La sudan. Se les desborda. ¿Qué habrían deseado vivir si se lo hubieran permitido? Porque quien vive en paz, no está en la urgencia de violentar. ¿Cómo serían si tan solo pudieran plantearse la posibilidad de respetar? Y ya. 

Porque quien caminó hacia sus deseos –y pagó los costos por hacerlo– no está en la urgencia de dañar. ¿Cómo para qué? ¿Por qué las diferencias se convertirían en amenaza?  Hay algo tan triste en las buenas conciencias. Como un anhelo roto. Unas alas quebradas. Un grito silenciado que estalla en la rabia. Esa rabia que disfrazan de afanes justicieros. De magnificencia intrínseca. Esa honda amargura de quien no le perdona al otro, lo que quizá no se perdona. A solas. Cuando cierra los ojos y se cubre los oídos para no escucharse.

María Teresa Priego

@Marteresapriego