La normalización de la violencia es un fenómeno que afecta a muchos países. México no es la excepción. Teniendo como principal causa el problema de la inseguridad, esta situación surge porque los actos violentos son aceptados, tolerados o vistos con indiferencia en la sociedad.
El problema tiene tres causas. Primera, la exposición constante a imágenes violentas en los medios de comunicación, redes sociales y videojuegos. Segunda, la abundante información sobre corrupción y la debilidad de las instituciones para sancionar los comportamientos violentos. Y tercera, la influencia de comportamientos culturales que los justifican.
Ante los elevados niveles de impunidad que existen, la exposición cotidiana a la violencia también provoca su normalización dentro de los hogares, en las unidades habitacionales, con los vecinos, en los espacios públicos, carreteras, vialidades, transporte público o en los centros de trabajo y las escuelas.
Te podría interesar
Pero eso no es todo. La justicia selectiva que surge de la impunidad —aunada con la inacción o incapacidad de algunas autoridades para resolver los delitos violentos— ha tenido la capacidad de activar linchamientos públicos sin precedente, de manera particular con los casos mediáticos de alto impacto.
Desde hace más de dos décadas, el fenómeno ha crecido en forma alarmante. El cambio profundo del ecosistema de comunicación, y la expansión del crimen organizado, insertaron a la violencia en el centro de las agendas mediáticas y en muchos de los contenidos de los medios digitales y redes sociales.
La violencia vende. Atrapa la atención de las audiencias. Es noticia. Y lo hace con muy buenos resultados económicos. Por lo mismo, diversos productos de la industria del entretenimiento (series y películas), noticieros, programas de análisis, portales de medios convencionales, canales de audio y video digitales, podcasts y aplicaciones de mensajería le otorgan lugares destacados.
Algunos medios, tal vez sin darse cuenta, hacen apología de la violencia. Otros, la justifican o presentan a los violentos como “líderes” o personajes aspiracionales. A diferencia de lo que ocurría durante la época de oro del cine mexicano, el castigo a quien cometía algún delito en cualquier historia de ficción, dejó de ser una exigencia.
Aún más. También se está volviendo “normal” que se promueva o justifique la venganza; que se acepte sin cuestionar a quienes toman la justicia por su propia mano; que algunas comunidades organicen sus propios grupos de defensa; que se cometan, sin reacciones significativas por parte de la sociedad, delitos, abusos o actos violentos de servidores públicos que no se investigan o de quienes logran la protección de gobiernos y partidos.
En el mismo sentido, se normaliza la disparidad en los criterios de las autoridades al consignar o juzgar a los delincuentes y a los violentos. La omisión en la que incurren frente a delitos graves, como es el reclutamiento de niños y adolescentes por parte del crimen organizado. O las acciones que, bajo el argumento del derecho de manifestación y la libre expresión, cometen personas y grupos en agravio de la población.
La violencia es recurrente en todas sus expresiones: física, verbal, sexual, simbólica, patrimonial, económica y/o psicológica. El tiempo que nos absorbe, incluso para quienes no la han sufrido en forma directa, generan un efecto social terrible. Para que quede claro: ya no hay forma de invisibilizar o neutralizar los daños profundos que provoca.
Los casos de alto impacto que hoy estamos viendo, incluidos los relacionados con los jóvenes influencers que agredieron a mujeres, inciden más en la normalización de la violencia que como disuasor. El hecho de que ocupen espacios de la mayor importancia en los programas, canales y blogs del llamado mundo del espectáculo, sólo trivializa la gravedad de los sucesos.
Las nuevas generaciones han aprendido rápido a ejercer el poder. Qué bien. Lo malo es que algunos no están comprendiendo que la violencia es —en casi todos los casos— el recurso más irracional de la lucha por el poder. Por otra parte, los gobiernos están fallando en dejar bien claro que la única violencia legal y legítima es la del Estado, con los alcances y límites de la Constitución y las leyes que de ella emanan.
Durante décadas se nos ha dicho que tenemos un país que promueve la resolución pacífica de conflictos en todos los ámbitos. Los discursos de las autoridades reiteran a diario que todos los actos violentos serán perseguidos y sancionados, “con todo el peso de la ley”. Sin embargo, la violencia se incrementa en todos los sectores de la sociedad.
En consecuencia, de ser considerada como “inaceptable”, hoy se percibe a la violencia como un mal necesario y absolutamente normal. A pesar de sus efectos injustos, crueles o trágicos los gobiernos no han actuado en uno de los espacios donde se genera: el ecosistema de comunicación. A las campañas de logros, programas sociales y contra las adicciones, no se ha sumado ningún proyecto relevante que intente reducir las causas que están generando el fenómeno.
Este vacío —y ese “dejar hacer”— sólo favorece el desarrollo la “normalidad” y una especie de pedagogía de la crueldad. Para ponerle freno, las campañas son importantes, pero insuficientes. El cambio que se requiere es colectivo, hasta lograr una verdadera transformación cultural en la que domine el imperio de la ley. Pero está claro que sólo se puede lograr desde las altas esferas del poder.