La explosión de un vehículo en Coahuayana, Michoacán, que primero fue presentada como un posible “carro bomba” y acto terrorista, y luego reclasificada por la Fiscalía General de la República (FGR) como un hecho de delincuencia organizada, exhibe más que una simple discusión jurídica: revela el delicado equilibrio político y geopolítico en el que se mueven las autoridades mexicanas. En este contexto, la coordinación entre la FGR –en manos de Ernestina Godoy– y la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC) –bajo el liderazgo de Omar García Harfuch– no es solo una cuestión administrativa, sino una pieza clave en la narrativa oficial sobre qué tipo de violencia vive hoy México.
Porque detrás de una etiqueta –“terrorismo” o “delincuencia organizada”– hay implicaciones legales internas, económicas, de seguridad nacional y, sobre todo, de política exterior. Y ahí aparece una sombra inevitable: el fantasma del intervencionismo estadounidense en América Latina, que durante más de un siglo ha encontrado en la doctrina Monroe (“América para los americanos”) su coartada histórica para meter mano en los asuntos internos de la región.
FGR, García Harfuch y la construcción del relato
Es importante subrayar el momento político e institucional: Ernestina Godoy al frente de la FGR y Omar García Harfuch en la SSPC representan, en teoría, una etapa de mayor coordinación entre la persecución penal federal y la estrategia de seguridad. Esa coordinación se vuelve aún más sensible cuando se trata de hechos de alto impacto, como una explosión deliberada con características propias de un atentado.
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Que la FGR saliera a “aclarar” que lo de Coahuayana no era terrorismo, sino un caso de delincuencia organizada, no es un detalle menor. Manda varios mensajes al mismo tiempo:
1. Mensaje jurídico interno: El delito de terrorismo, tipificado en el Código Penal Federal, implica una serie de elementos muy estrictos: la intención de infundir temor en la población, la finalidad de presionar a la autoridad o desestabilizar el orden público, entre otros. Reclasificarlo como delincuencia organizada encuadra el hecho dentro del marco ya conocido del narcotráfico y las bandas criminales, sin abrir la puerta a una narrativa de “guerra contra el terrorismo” a la manera estadounidense.
2. Mensaje político: Reconocer terrorismo interno implicaría admitir que el Estado ha perdido, en zonas específicas, no solo el control territorial sino la capacidad de garantizar la seguridad básica sin que medie una lógica de guerra irregular. Aceptar que hay terrorismo es aceptar que hay actores con capacidad no solo de matar, sino de enviar mensajes de miedo masivo al país y al mundo. Eso golpea de lleno el discurso oficial de contención y gobernabilidad.
3. Mensaje geopolítico: La palabra “terrorismo” activa alarmas inmediatas en Washington. No es lo mismo que en el extranjero se hable de México como un país con problema de cárteles que como un país con “organizaciones terroristas” actuando en su territorio. La primera narrativa se maneja con cooperación en seguridad, Iniciativa Mérida, intercambio de información. La segunda abre la puerta –en el imaginario estadounidense– a sanciones, listas de grupos terroristas, presión diplomática… y eventualmente al argumento del “derecho” a actuar más allá de la frontera, bajo el paraguas de la seguridad nacional estadounidense.
En ese tablero, la coordinación FGR–SSPC no solo sirve para investigar y detener responsables, sino para afinar el discurso y la clasificación legal de los hechos. Es una coordinación jurídica, pero también política y simbólica.
¿Por qué tanto miedo a llamar “terrorismo” a lo que parece un acto terrorista?
La explosión de un carro cargado de explosivos, dirigido contra fuerzas de seguridad o población civil, encaja en lo que, en términos llanos, mucha gente entiende por terrorismo: el uso deliberado de la violencia extrema para sembrar miedo y enviar un mensaje. Pero el Estado mexicano insiste, casi de forma sistemática, en ubicar estos actos bajo el paraguas de la delincuencia organizada.
Hay varias razones:
1. Evitar el cambio de paradigma legal y operativo
Si se reconoce que hay terrorismo interno, la presión social para que el Estado actúe con lógicas de “guerra total” se dispara: militarización aún más profunda, suspensión de ciertas garantías, leyes de excepción. Políticamente, el gobierno ha insistido en un discurso contrario a la “guerra”, al menos en lo declarativo. Reconocer terrorismo es chocar frontalmente con ese discurso.
2. Proteger la imagen internacional de México
Un país etiquetado como escenario de terrorismo pierde atractivo para inversiones, turismo y tratados. Aunque la violencia homicida ya es un factor de riesgo conocido, el terrorismo coloca a México en otra categoría, cercana a la de países como Colombia en los años más duros de las FARC o Afganistán en la era de Al Qaeda. Esa imagen es tóxica para la economía y para la diplomacia.
3. Contener el margen de maniobra de Estados Unidos
Una cosa es que Washington presione para “cooperar” contra el crimen organizado; y otra, muy distinta, es que pueda argumentar que en su frontera sur opera terrorismo y que, por tanto, su seguridad nacional está directamente amenazada. Ese giro semántico reforzaría a los sectores más intervencionistas de la política estadounidense, los mismos que ya han sugerido declarar a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas extranjeras (FTO, por sus siglas en inglés). Esa designación abriría un abanico de medidas unilaterales: sanciones financieras, operaciones encubiertas, mayor presencia de agencias y, en escenarios extremos, uso de la fuerza bajo el pretexto de la “defensa propia”.
La larga sombra de la doctrina Monroe
Cuando se mira la renuencia del Estado mexicano a usar la palabra “terrorismo”, es inevitable recordar la tradición histórica del intervencionismo estadounidense en América Latina. La doctrina Monroe, formulada en 1823 –“América para los americanos”– fue, en los hechos, la coartada ideológica de un patrón de intervención que va desde golpes de Estado hasta invasiones abiertas, pasando por bloqueos, sanciones y operaciones encubiertas.
En el siglo XX y lo que va del XXI, Estados Unidos ha utilizado diversos pretextos para justificar su injerencia:
- La “lucha contra el comunismo” en la Guerra Fría: Guatemala (1954), Chile (1973), Nicaragua, entre muchos otros casos.
- La “guerra contra las drogas”: Plan Colombia, la Iniciativa Mérida, presencia de la DEA y de otras agencias en casi toda la región.
- La “guerra contra el terrorismo” después del 11 de septiembre de 2001, que sirvió para expandir doctrinas de seguridad y vigilancia en múltiples países.
¿Estamos viviendo una actualización de la doctrina Monroe, ahora bajo la narrativa del combate al narco-terrorismo o al crimen transnacional? No se trata de una copia calcada del siglo XIX, pero sí de una continuidad: Estados Unidos sigue viendo a América Latina como un espacio donde su seguridad interna empieza más allá de sus fronteras, y donde puede –y debe, según su propia lógica– incidir en políticas de seguridad, migración y combate al crimen.
En ese contexto, a México le conviene evitar, casi a toda costa, que sus problemas internos se reetiqueten como “terrorismo” en el vocabulario oficial. Porque terroristas, en la lógica de Washington, no son solo un problema del país donde operan: se convierten en un problema de “seguridad mundial”, categoría en la que Estados Unidos se autoadjudica un rol de policía global.
Coahuayana como síntoma, no como excepción
El caso de Coahuayana no es un episodio aislado, sino un síntoma de un modelo de violencia cada vez más sofisticado y brutal por parte del crimen organizado: uso de explosivos, drones, emboscadas a fuerzas de seguridad, bloqueos carreteros, incendios de infraestructura crítica. Son tácticas que, en cualquier manual contemporáneo, se parecen peligrosamente a las usadas por grupos considerados terroristas en otros países.
Sin embargo, el Estado mexicano insiste en mantenerlos dentro del marco de la delincuencia organizada. Y ahí entra de nuevo la coordinación entre la FGR de Godoy y la SSPC de García Harfuch: no basta con que estos hechos se investiguen y se persigan; hay una tarea de administración del lenguaje. Se trata de controlar no solo los territorios, sino el relato: que México tiene un problema grave de crimen organizado, sí; pero no un conflicto de terrorismo que justifique un nuevo ciclo de intervencionismo extranjero.
¿Coordinación para la justicia o para el control del discurso?
Frente a la explosión en Coahuayana, la acción coordinada FGR–SSPC cumple dos funciones simultáneas:
- Operativa: determinar responsabilidades, posibles vínculos con cárteles, rutas de explosivos, financiamiento, objetivos del ataque.
- Narrativa: definir qué se dice a la opinión pública y a la comunidad internacional. “No es terrorismo” no es solo una aclaración técnica; es una afirmación política de soberanía, una línea roja frente a la tentación de que fuerzas externas se sientan con legitimidad para actuar.
El temor a llamar terrorismo al terrorismo no nace solo del cálculo interno, sino también de la memoria histórica de la región: cada vez que América Latina ha sido declarada incapaz de manejar sus propios conflictos, ha aparecido el gran vecino del norte con soluciones “definitivas” que suelen dejar un rastro de dependencia, violencia y pérdida de soberanía.
Epílogo: nombrar para poder defender
El dilema de México, y de países en situaciones similares, es complejo: si nombra abiertamente como “terrorismo” hechos como el de Coahuayana, corre el riesgo de abrir una puerta peligrosa al intervencionismo; si se aferra a llamarlo solo “delincuencia organizada”, corre el riesgo de subestimar la dimensión política y social del terror que ya ejercen estos grupos en amplias zonas del país.
En medio de esa tensión, la coordinación entre la FGR de Ernestina Godoy y la SSPC de García Harfuch se convierte en un instrumento central para trazar el límite: reconocer la gravedad de la violencia sin ceder la narrativa del terrorismo que, en el tablero global, puede volver a poner en marcha la maquinaria de una doctrina Monroe remasterizada para el siglo XXI. Y quizá por eso, más que miedo a la palabra “terrorismo”, lo que hay es miedo a todo lo que esa palabra puede desatar hacia fuera de nuestras fronteras.
