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Samalayuca desde el aire: primeras huellas de mi vida en Ciudad Juárez

Llevo dos meses viviendo en Ciudad Juárez y esta vista aérea de Samalayuca es también una especie de autorretrato. | Ulises Castellanos

Créditos: Ulises Castellanos
Escrito en OPINIÓN el

Esta fotografía quiere contarse sola, pero la pongo en palabras para no olvidarla. Hablo desde el zumbido del dron y desde los dos meses de polvo, viento y luz que llevo viviendo en Ciudad Juárez.

Despegué el dron y, mientras ascendía, sentí que me alejaba del ruido de la ciudad hasta quedarme solo con el latido del desierto. Desde arriba, las dunas de Samalayuca dejaron de ser montículos aislados y se volvieron un mar sólido, un oleaje detenido a mitad de movimiento. En la pantalla, la arena dibujaba líneas suaves, como si alguien hubiera peinado la superficie con una mano paciente, siguiendo la dirección del viento.

Mirando hacia abajo, vi mi propia silueta diminuta recortada contra la arena, un punto oscuro que apenas interrumpía la continuidad del paisaje. Pensé en la fragilidad de estar aquí, rodeado de nada, y al mismo tiempo acompañado por una historia que no alcanzo a abarcar completa. El encuadre se fue cerrando hasta encontrar una cresta iluminada por el sol, y entendí que esta foto no era sobre mí, sino sobre ese instante en que la luz le da al desierto un tono que podría ser recuerdo o presagio.

Mientras vuelo el dron, recuerdo que estas dunas tienen miles de años de historia, que antes de carreteras y ciudades ya eran un paso obligado para quienes se atrevían a cruzar el norte. Aquí caminaron cazadores recolectores, expediciones españolas perdidas en la sed, comerciantes y viajeros que dependían de un ojo de agua para seguir vivos. Pienso en esos pasos enterrados, en las huellas borradas una y otra vez por el viento, como si el desierto quisiera enseñarnos que todo rastro es siempre provisional.

Sé que bajo esta arena hay petrograbados, herramientas de piedra, restos de fogatas antiguas, señales de gente que miró este mismo horizonte con otros miedos y otras esperanzas. Mientras encuadro, imagino esas manos que dejaron marcas en la roca para decir “estuvimos aquí” mucho antes de que alguien decidiera nombrar este sitio en un mapa. Mi fotografía se siente entonces mínima, apenas un intento más por dialogar con un lugar que ha visto pasar civilizaciones enteras y sigue aquí, como si nada.

El desierto en palabras ajenas

Al ver el monitor del dron pienso en las frases que otros han usado para nombrar lo que yo apenas intuyo. Recuerdo a Juan Rulfo diciendo que en los llanos “no se oía nada. Ni una voz. Ni el ladrar de los perros”, y siento que esta ausencia de ruido tiene esa misma densidad, ese mismo silencio que pesa. También me viene a la mente la idea de que el desierto no es vacío, sino una forma distinta de estar lleno: de tiempo, de memoria, de preguntas sin respuesta.

Hay escritores que han descrito al desierto como un lugar donde todo se desnuda, donde no hay esquinas para esconderse de uno mismo. Mientras el dron se mantiene suspendido, entiendo esa sensación: aquí no hay árboles ni edificios que distraigan, solo luz, arena y cielo obligándome a mirar hacia adentro. Las palabras de otros se mezclan con las mías, y en esa mezcla trato de explicar lo que en realidad se siente más como un impacto que como un razonamiento.

Dos meses en Ciudad Juárez

Llevo dos meses viviendo en Ciudad Juárez y esta vista aérea de Samalayuca es también una especie de autorretrato. Llegué con la idea de una ciudad de frontera dura, hecha de líneas rectas, muros, avenidas interminables y polvo, y encuentro ahora este mar de dunas curvando todas esas rectas. En estos días he aprendido a leer el viento, a reconocer el color del cielo antes de que caiga la tarde, a entender que aquí la luz tiene un carácter propio que lo atraviesa todo.

En este tiempo, la ciudad me ha mostrado su otra cara: la de la gente que se aferra, que inventa rituales cotidianos para sobrevivir en medio de la incertidumbre. Al volar el dron sobre las dunas, siento que estos dos meses han sido justo eso: una serie de intentos por encontrar altura para ver mejor el territorio que ahora habito. Esta fotografía es una pausa en ese proceso, un recordatorio de que, aunque recién llegué, el desierto ya me está enseñando a mirar distinto.

La foto como testimonio

Cuando bajo el dron y guardo el control, sé que la imagen que acabo de capturar no puede contener el viento caliente en la cara ni el crujido leve de la arena bajo los pies. Pero también sé que cada fotografía es una manera de decir: “en este momento entendí algo, aunque sea un poco”. En este caso, entendí que Samalayuca no es solo un destino de aventura ni un escenario para imágenes espectaculares, sino un espejo donde la historia, la literatura y mi propia biografía se cruzan por un instante.

Así, esta foto tomada con dron en las dunas se vuelve una especie de carta de presentación entre el desierto y los dos meses que llevo en Ciudad Juárez. No sé cuánto tiempo más me quedaré, pero sé que, cuando vea esta imagen en el futuro, recordaré el silencio amplio, la luz filtrándose sobre la arena y la sensación de estar empezando algo en un lugar que lleva miles de años viendo comenzar y terminar historias.

Ulises Castellanos

@MxUlysses