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La tragicomedia de ser periodista y fotógrafo en tiempos digitales

El fotógrafo y el periodista del futuro no será aquel que domine la nueva aplicación, sino aquel que conserve criterio en un mundo saturado de estímulos. | Ulises Castellanos

Créditos: Pexels
Escrito en OPINIÓN el

Esta semana, de pronto, me descubrí con un colega, transfiriendo imágenes de mi cel a su computadora vía AirDrop, saliendo de un evento político en el que trabajamos juntos y mientras las imágenes viajaban vía Bluetooth, yo me fumaba un cigarrillo electrónico en la calle a donde llegué en mi moto eléctrica y sobre el toldo de su BYD sin motor a gasolina, recordamos cómo era nuestro trabajo 25 años antes.

Tenía meses pensando y preparando esta columna, sobre la locura de nuestros tiempos modernos y ustedes me disculparán, pero como el año ya casi acaba, aquí les comparto algunas reflexiones. Por favor, tómense un tiempo para no distraerse con las notificaciones de su “teléfonocelular y traten de concentrarse en este humilde texto para que por tres minutos reflexionemos juntos, sobre el presente de nuestra profesión.
Hace apenas un cuarto de siglo olíamos a químicos y esperábamos, impacientes, a que el papel fotográfico revelara su secreto bajo la luz roja. Hoy editamos en pantallas que nunca se apagan, mandamos fotos desde un “teléfono” que usamos para todo menos para hablar y creemos ver “películas” que jamás tocaron una cinta. Ser fotógrafo o periodista en la era digital es vivir entre la nostalgia y la ironía, entre la inmediatez y la pérdida de sentido.

Del cuarto oscuro a la luz del algoritmo

Hace veinticinco años el fotógrafo convivía con la incertidumbre. Cada disparo en negativo era una apuesta, una pequeña oración para que la exposición saliera bien. Hoy, la cámara —o mejor dicho, el teléfono— decide por nosotros. Disparamos en ráfaga, corregimos el enfoque con un dedo y compartimos el resultado antes de que termine el evento.

El oficio, que se asentaba en la calma, se transformó en un ejercicio de inmediatez permanente. Antes esperábamos; ahora actualizamos. El laboratorio se mudó a la nube y el químico en turno se llama “presets”. Los nuevos fotógrafos usan guantes de pantalla táctil, no de látex.

Paradójicamente, lo que alguna vez era defecto —el grano, el desenfoque, la fuga de luz— hoy se vende como estética retro. Filtros que emulan errores, apps que recrean la textura del negativo. Nos convertimos en nostálgicos digitales: añoramos la imperfección que tanto intentamos dominar.

El periodismo en 280 caracteres

En 1999 un reportero cargaba libreta, grabadora y, con suerte, una cámara compacta. Hoy lleva un teléfono que graba, edita, transmite y publica —una especie de navaja suiza digital con la que hace de todo, menos dormir—.

El vértigo informativo cambió nuestras prioridades: antes había que verificar; hoy hay que publicar antes que los demás. La verdad se volvió relativa cuando la velocidad se volvió absoluta. Un periodista de hace veinte años podía sostener su carrera con una exclusiva; hoy una tendencia en TikTok puede arruinarla.

El periodismo se “democratizó”, dicen, pero también se disolvió. Cualquiera con conexión puede reportear, pero pocos dedican tiempo a confirmar. En lugar de muchas voces, proliferan los ecos. La consecuencia es un paisaje donde el ruido eclipsa la narración, y donde el periodista ya no solo informa: también pelea por sobrevivir en el algoritmo.

Cuando ya no hay película, pero seguimos viendo “películas”

El lenguaje cotidiano conserva los fantasmas de su historia. Seguimos “colgando fotos”, aunque no haya cuerdas; seguimos “filmando”, aunque no haya película. Nos sentamos a “ver una película” en Netflix, aunque no haya rodaje con celuloide. Nuestro vocabulario vive en 1998, aunque nuestro pulgar ya esté en 2025.

Esa persistencia lingüística tiene algo de ternura: es nuestro modo inconsciente de aferrarnos a lo tangible. Lo analógico representaba una relación física con la imagen. La copia impresa podía arrugarse, pasarse de mano en mano, guardarse en un cajón. La imagen digital, en cambio, no tiene cuerpo. Vive en la nube: etérea, ubicua, vulnerable.

El riesgo es evidente: las fotos de hoy existen solo mientras sobreviva el servidor. Antes las imágenes se podían “amarillear”; hoy simplemente se evaporan.

El nuevo campo de batalla: redes sociales

Instagram sustituyó a las galerías; los hashtags a los curadores; los retuits al aplauso. En teoría, la democratización visual permitiría que más miradas fueran visibles. Pero la visibilidad se volvió el nuevo filtro. No basta con tener una buena foto; hay que saber publicarla “a la hora correcta”, con el pie de foto preciso y el formato bendecido por el algoritmo.

El fotógrafo moderno es un equilibrista: entre la estética y la estrategia, la vocación y la métrica. Ya no basta capturar la realidad; hay que traducirla al lenguaje del “feed”. En esa transacción, muchos han terminado editando no solo sus fotos sino su vida misma: se producen como personajes para permanecer visibles.

El problema no es la tecnología, sino la lógica que impone. La belleza medible en likes trastoca la ética visual. El riesgo ya no es perder la luz, sino perder la mirada.

Periodismo posromántico

Hubo un tiempo en que ser periodista o fotógrafo era un llamado. Uno quería contar historias, mirar con sentido, documentar lo humano. Hoy, cuando todo se mide en clics y métricas, las palabras “historia” y “contenido” se usan como sinónimos, aunque designen cosas opuestas.

El contenido busca rendimiento; la historia, resonancia. En la era del “engagement”, la profundidad parece una especie en peligro. La atención se cotiza más alto que la verdad, y el formato importa tanto como el mensaje. Sin embargo, la esencia del oficio se resiste. En cada freelance malpagado, en cada fotoperiodista herido, persiste una idea vieja y testaruda: contar todavía importa.

De testigos a protagonistas del espectáculo

Antes el fotógrafo era un observador discreto, casi invisible. Su misión era mirar, no ser mirado. Ahora, en redes, parte de su trabajo consiste en mostrar que está ahí. El detrás de cámaras es casi tan importante como la cámara misma.

La cultura del espectáculo permeó el periodismo: cubrir una marcha implica ahora competir con miles de espectadores que transmiten en vivo, influencers que narran sin contexto, y audiencias que prefieren la emoción a la información. Ser testigo profesional en un mundo de testigos amateur se parece cada vez más a un acto de fe.

Y, con ironía, el oficio se adapta. Algunos periodistas se convierten en marcas personales; otros en narradores híbridos que mezclan crónica con storytelling visual y videos verticales. La prensa se reinventa como una performance continua: la cobertura en vivo, el “hilo” de Twitter, -ya ni así se llama esa red social- la “historia” en Instagram. No se informa: se cuenta para ser visto.

El teléfono que hace de todo (menos llamadas)

Pocas ironías tan claras como la del teléfono moderno. Lo cargamos a todas partes, lo usamos para orientarnos, escuchar música, fotografiar la vida y enviar emojis. Pero hablar, lo que se dice hablar, cada vez menos.

La palabra “teléfono” quedó simbólicamente vacía, pero seguimos usándola. Es nuestra herramienta total: cámara, bloc de notas, mapa, grabadora, linterna, redacción portátil. Lo usamos tanto que el acto de estar sin él genera angustia. El fotógrafo y el periodista contemporáneos ya no lo consultan: lo veneran.

Lo que antes eran herramientas separadas ahora está concentrado en una pantalla. La consecuencia es paradójica: tenemos poder creativo ilimitado, pero dependencia absoluta. La libertad digital, en realidad, es una forma amable de esclavitud voluntaria.

El archivo perdido en la nube

Antes, los negativos llenaban cajones, y cada hoja de contacto era un mapa del pasado. Hoy, nuestros archivos viven dispersos en discos duros que fallan, cuentas sincronizadas que se cierran sin aviso y nubes cuyo paradero físico desconocemos.

El problema no es solo técnico, sino cultural: hemos perdido el sentido de permanencia. Creemos que al guardar un archivo digital garantizamos su existencia, pero la historia demuestra lo contrario. Nadie asegura que las imágenes cargadas hoy sobrevivan dentro de veinte años. La nube es un territorio sin cementerio ni memoria.

Lo curioso es que el papel, ese objeto frágil, resultó más resistente que nuestros gigabytes. La imagen digital promete eternidad, pero la ofrece en cuotas mensuales y términos de servicio.

La avalancha: exceso de imágenes, escasez de sentido

La democratización visual creó un nuevo desafío: el exceso. Cada día se producen más fotografías de las que la humanidad había hecho en todo el siglo XX. Todos somos fotógrafos, pero pocos somos observadores. El valor de una imagen ya no depende de su calidad, sino de su capacidad de circular.

El fotoperiodista de hoy lucha no contra la censura, sino contra el anonimato. En un mar de millones de publicaciones, ¿cómo lograr que una imagen tenga peso, sentido o trascendencia? Quizás la respuesta esté en volver al principio: dejar de mirar para publicar y volver a mirar para entender.

La ironía es que nunca vimos tanto y comprendimos tan poco.

De la mirada ética a la mirada algorítmica

El ojo humano cedió parte de su autoridad a los ojos mecánicos. Las cámaras inteligentes corrigen automáticamente los errores: ajustan luz, encuadre, color. Pero corregir también significa domesticar. En el intento de perfeccionar la imagen, la tecnología elimina el azar, ese componente humano que hacía única cada fotografía.

La inteligencia artificial, que ya aprende a “ver” sin mirar, multiplica esta tensión. Puede generar retratos sin modelo, noticieros sin reportero, y videos sin cámara. Una mirada que no depende del mundo real, sino de los datos. El arte de mirar se enfrenta al riesgo de volverse irrelevante.

Sin embargo, justo ahí reside la esperanza: en el gesto humano de decidir qué mirar, cuándo y por qué. Lo que ninguna IA puede simular es la intención, la emoción detrás del disparo.

Humor, ironía y resistencia

Quizás el humor sea lo que nos mantiene cuerdos. Porque si tomáramos demasiado en serio la velocidad con que cambió todo, probablemente colapsaríamos. En las redacciones decimos con cinismo que "el algoritmo es nuestro nuevo editor" y reímos para no llorar cuándo pedimos una nota “viral sobre el fin del mundo”.

Los fotógrafos y periodistas contemporáneos hemos aprendido a convivir con la contradicción permanente: fabricar profundidad para una audiencia distraída; producir silencio en una plataforma que premia el ruido. Y lo hacemos con una sonrisa forzada —mezcla de ironía y resignación— mientras tratamos de transmitir sentido en medio del apagón de lo significativo.

El verdadero reto: domesticar la tecnología

La tecnología es una herramienta, no un destino. Nos dio acceso, velocidad, control. Pero nos exige recuperar algo que no puede dar: el sentido. En esta época de simulacros, la autenticidad es más subversiva que nunca.

Mirar bien, narrar con rigor, compartir con propósito: esas virtudes “viejas” son ahora actos de resistencia. No se trata de rechazar el avance digital, sino de usarlo sin entregarse. La cámara no perdió su poder; lo que cambió fue el contexto.

El fotógrafo y el periodista del futuro no será aquel que domine la nueva aplicación, sino aquel que conserve criterio en un mundo saturado de estímulos. Porque aunque el mundo sea digital, la luz —como la curiosidad— sigue siendo analógica.

Ulises Castellanos

@MxUlysses