Este 16 de diciembre se cumplen 111 años de la toma de la ciudad de Puebla por las fuerzas del Ejército Libertador del Sur, apenas días después de que los generales Emiliano Zapata y Francisco Villa se reunieran en Xochimilco para acordar su alianza militar el 4 de diciembre e ingresaran al Palacio Nacional el día 6. Ese evento podría ser considerado el punto álgido de la revolución popular, el momento en el que las fuerzas de la Convención —la alianza villista y zapatista que respaldaba el Plan de Ayala— dominaban la capital y recluían al estado de Veracruz al núcleo de las fuerzas constitucionalistas —las que reconocían el Plan de Guadalupe y la dirigencia de Venustiano Carranza—. Pocos días más tarde, el 5 de enero de 1915, las tropas de Álvaro Obregón retomaron la ciudad de Puebla, iniciando la contraofensiva que marcaría un giro decisivo en el desenvolvimiento de la guerra subsecuente.
En conjunto, mientras ganaban terreno y adeptos, las fuerzas del Ejército Libertador habían contribuido a los derrocamientos sucesivos de Porfirio Díaz, Francisco I. Madero y Victoriano Huerta, este último también vencido por el Ejército Constitucionalista, del que entre 1913 y 1914 las tropas lideradas por Francisco Villa formaron parte importante. Luego de la renuncia de Victoriano Huerta, las diversas facciones dentro del constitucionalismo se reunieron en Aguascalientes. Al evento también fueron invitados delegados zapatistas, los que a su arribo promovieron exitosamente el Plan de Ayala. Como resultado, en la llamada Convención de Aguascalientes se acordó su adopción y el nombramiento de un nuevo presidente interino, Eulalio Gutiérrez, propuesto por el general Álvaro Obregón. Dichos acuerdos fueron desconocidos por Venustiano Carranza, por lo que el Ejército Constitucionalista se escindió en dos: una parte importante, dirigida por Francisco Villa, se integró en la Convención Revolucionaria, mientras que otra parte, liderada por Obregón y Pablo González, se mantuvieron dentro del constitucionalismo presidido por Carranza.
De inmediato, el 14 de noviembre de 1914, el Ejército Libertador inició el asedio de la ciudad de México para desalojar de ella a las tropas leales a Carranza, lo que finalmente lograron el 24 de ese mes. Pocos días después, al llegar a la capital, Francisco Villa impuso en la presidencia a Eulalio Gutiérrez y estableció su alianza militar con el zapatismo. Sin embargo, de acuerdo con Francisco Pineda Gómez, Gutiérrez saboteó constantemente a las fuerzas de la Convención, iniciando por convencer a Villa de distraer sus fuerzas de erradicar al núcleo carrancista atrincherado en Puebla y Veracruz, zona delegada únicamente a los zapatistas, para dividirlas entre la toma de Guadalajara y el establecimiento de su control sobre el noreste del país.
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El Ejército Libertador, efectivamente, tomó la ciudad de Puebla el 16 de diciembre, luego de intensos combates por todo el valle de Puebla-Tlaxcala. Sin embargo, menos de un mes después, el 5 de enero de 1915, dicha ciudad fue retomada por tropas constitucionalistas reorganizadas en el Ejército de Operaciones —al mando del general Álvaro Obregón— en un enfrentamiento que involucró alrededor de 35 000 hombres entre ambas facciones. En el proceso, había sido entorpecida esa defensa por el gobierno de Eulalio Gutiérrez que, a los pocos días, defeccionó hacia el carrancismo.
Ese fue el verdadero momento de viraje dentro de la fase civil de la guerra revolucionaria: el punto en el que inició el sangriento y paulatino retroceso de las fuerzas de la Convención. En adelante, el Ejército Libertador alternaría con el Constitucionalista el dominio sobre la ciudad de México e, incluso, retomaría brevemente la de Puebla en 1916, para luego volver a perder ambas definitivamente. Mientras tanto, la División del Norte, de Francisco Villa, sufriría una serie de descalabros en El Bajío, inaugurados por su derrota en las conocidas Batallas de Celaya. Al día siguiente de recuperar Puebla, el constitucionalismo promulgó la Ley del 6 de enero, iniciativa de Luis Cabrera que proponía el reparto corporativo de terrenos como un paso provisional hacia el fraccionamiento individual.
Con dicha ley, se procuraba contrarrestar el atractivo del zapatismo y, de hecho, de inmediato iniciaron la repartición de algunas propiedades. Dos años más tarde, a la promulgación de la Constitución Política de 1917, esa ley fue la base del artículo 27º, que con los años institucionalizó la forma ejidal del reparto agrario: el usufructo colectivo de una propiedad nacional dependiente del Estado y administrada por una burocracia central. Esas concesiones, así como la posibilidad de mantener cierto liderazgo sobre sus regiones, promovieron que varios dirigentes del Ejército Libertador y de la División del Norte aceptaran deponer las armas o defeccionar hacia el bando carrancista.
Además del importante apoyo armamentístico de parte de los Estados Unidos a la facción constitucionalista —que pesaría al prolongarse la guerra—, el fracaso militar de la Convención se puede explicar, en gran medida, por su yerro en conformar unos poderes ejecutivo, legislativo y judicial que efectivamente representaran sus intereses y los tradujeran en las reformas jurídicas y las instituciones que los avalaran. Renuncia elocuentemente representada por el rechazo manifiesto de Emiliano Zapata hacia la silla presidencial en el pasaje de su retrato junto a Villa en Palacio Nacional. Al integrar un gobierno, estos jefes de armas aceptaron su subordinación a sectores letrados que habían militado en el maderismo y no se identificaban con las más importantes de sus demandas, pues eran, en general, distantes de la dinámica y la cultura política de las huestes de origen popular. Por el contrario, la dirigencia constitucionalista logró atraer a la mayor parte de los intelectuales-funcionarios disponibles y emergentes, que se incorporaron como sus ideólogos para empezar a discutir y configurar un proyecto de nación.
En el proceso, las posibilidades de estos intelectuales de influir sobre el nuevo régimen dependieron de sus formas de integrarse al Estado, de sus vínculos personales, lealtades y discrepancias, así como la fortuna de sus decisiones a cada cambio administrativo. Algo parecido puede decirse de los diferentes liderazgos de los ejércitos de la Convención, que se incorporaron al constitucionalismo o a los regímenes emanados de él. La recentralización política en torno al poder ejecutivo federal y al Partido Nacional Revolucionario fue posible, en gran medida, por la neutralización de los principales jefes de armas (fueron sucesivamente asesinados Zapata, Carranza, Villa, Obregón e incluso fue desterrado Calles), que incluyó la eliminación o sujeción de toda una serie de caciques regionales y mandos militares medios.
Así, los combates en torno al valle de Puebla —al cambio de año entre 1914 y 1915— habrían significado el punto de inflexión entre los dos grandes proyectos revolucionarios en pugna. Al aceptar el mando de Eulalio Gutiérrez y sus allegados, no se completó la alianza militar villista-zapatista ni se persiguió a Obregón y Carranza, con lo que las fuerzas de la convención cedieron la iniciativa. Esto permitió al constitucionalismo explotar los suministros armamentísticos otorgados y proponer su versión alternativa de un más limitado reparto agrario y la supeditación a un nuevo régimen.
A partir de ahí, se sucedieron una serie de alianzas y subordinaciones militares acompañadas de reacomodos, tanto pacíficos como violentos, sobre la propiedad de los recursos naturales. Ello fue acompañado de iniciativas como la reforma agraria, la organización de sindicatos dependientes, la federalización escolar, la expansión del sistema de salud, entre otros, a través de los cuales los sucesivos gobiernos federales, y más tarde el partido oficial, buscaron ganar para sí la adhesión pasiva o activa de las clases subalternas. Rememorar esa fecha, más que el oficializado 20 de noviembre, ayudaría a reflexionar sobre el complejo y beligerante proceso que significó la Revolución mexicana, así como las condiciones que desembocaron en la derrota de los movimientos más populares y el triunfo de la facción que acabó estableciendo su proyecto estatal en la Constitución Política y las instituciones que, aunque ampliamente reformadas, aún rigen el país. Esto, para mirar con honestidad a nuestra conflictiva historia, ahora que ha regresado con fuerza la manipulación del pasado con fines políticos.
Guillermo Aguado Trejo*
Guillermo Aguado Trejo es licenciado en historia por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, maestro en Historia Moderna y Contemporánea por el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, en donde actualmente cursa el doctorado en el mismo programa. Ha estudiado la relación entre la escolarización pública y la reconfiguración estatal en el periodo posrevolucionario en el estado de Puebla y actualmente trabaja en torno a la historia intelectual del indigenismo en la primera mitad del siglo XX.
