La Cuarta Transformación abrió paso a una revolución pacífica basada en la justicia social, pero aún existe una deuda histórica que no podemos seguir postergando: garantizar que toda persona nacida en México tenga seguridad social plena desde su primer día de vida hasta el último. No hablo únicamente de atención médica —que ya avanza mediante IMSS-Bienestar— sino de una seguridad social integral que incluya pensiones, protección ante accidentes y enfermedades, derechos laborales, cuidados y prestaciones esenciales, de manera universal y obligatoria.
Hoy, más de 32 millones de mexicanas y mexicanos trabajan en la informalidad; viven al día, sin pensión, sin derechos laborales, sin respaldo ante la enfermedad o la vejez. La mitad del país sigue desprotegida. Y en un país que se compromete a “primero los pobres”, esta realidad es inadmisible.
El problema no reside únicamente en la informalidad laboral, sino en un diseño histórico que vinculó los derechos sociales al empleo formal, excluyendo de facto a millones de personas. México nunca construyó un sistema universal: edificó uno segmentado, donde el acceso depende del tipo de empleo y no de la ciudadanía. Como consecuencia, el país reproduce desigualdades estructurales bajo un mecanismo perverso: quien más lo necesita es quien menos recibe. El sistema actual no solo es insuficiente: está roto en su arquitectura institucional. Cada institución opera bajo reglas distintas, las pensiones contributivas muestran claros límites, el financiamiento se basa en un mercado laboral precarizado y sin estabilidad, y no existe un registro único que ordene y supervise la protección social en su conjunto. Es un modelo que garantiza desigualdades, no derechos.
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Por ello, la propuesta de reforma constitucional a los artículos 4º y 123 representa un nuevo pacto social para el México del siglo XXI. Se trata de establecer, por mandato constitucional, que toda persona tiene derecho a la seguridad social integral, no por su condición laboral, sino por su condición humana. La iniciativa propone crear un Registro Nacional Único de Seguridad Social para acompañar a cada mexicana y mexicano desde el nacimiento; garantizar un piso mínimo de derechos —atención médica, pensión universal, seguro de enfermedad y maternidad, protección ante riesgos de trabajo y cuidados—; establecer esquemas contributivos flexibles y progresivos para trabajadores independientes y formales; coordinar a IMSS, ISSSTE, IMSS-Bienestar y Hacienda bajo un mismo marco nacional; y desplegar un proceso gradual de implementación técnica y financiera a lo largo de 12 a 15 años. La universalidad no es un acto de voluntarismo, sino un rediseño institucional profundo que permita cerrar brechas históricas.
La justificación social y política es clara: un Estado moderno no puede seguir condicionando la protección de las personas a su relación laboral. Debe basarla en la dignidad humana. Garantizar seguridad social para todas y todos reduce la pobreza estructural, fortalece el bienestar colectivo, incrementa la productividad y consolida el principio de la Cuarta Transformación: atender primero a quienes han sido sistemáticamente excluidos. Esta reforma es, en esencia, un acto de justicia con quienes han sostenido al país desde la economía informal, desde el trabajo doméstico, desde el campo, desde oficios que jamás fueron reconocidos y sin los cuales México simplemente no funciona.
La propuesta es económicamente viable si se ejecuta con responsabilidad y visión estratégica. La experiencia reciente lo demuestra: México amplió la cobertura de pensiones para adultos mayores, incrementó el financiamiento del sistema de salud público y redujo la deuda social sin endeudar al país. Con un esquema progresivo de aportaciones, una ampliación de la base contributiva, una mejor recaudación, ahorros por integración institucional y crecimiento económico sostenido, es posible construir un sistema universal sólido en el mediano plazo. No es un sueño: es una decisión de Estado.
La consolidación de un Sistema Nacional de Seguridad Social es el paso natural y necesario para ordenar lo que hoy existe disperso. No se trata de desaparecer instituciones, sino de coordinar sus funciones bajo un catálogo único de derechos, con reglas claras de financiamiento, estándares de calidad y mecanismos de evaluación que garanticen la sostenibilidad durante las próximas décadas. México no parte de cero: cuenta con infraestructura, instituciones y experiencia; lo que falta es voluntad política y un marco constitucional que obligue a convertir la seguridad social en un derecho universal.
Universalizar la seguridad social es la reforma más trascendente que podemos hacer para las próximas generaciones. Es responder, con hechos, al principio de primero los pobres. Es evitar que millones envejezcan sin pensión. Es impedir que la enfermedad o un accidente condenen a una familia a la pobreza. Es garantizar que ninguna niña o niño comience su vida sin derechos asegurados. Es, en suma, construir un país más igualitario, más justo y más digno.
