Hoy se cumple un mes del asesinato de Carlos Manzo. Más que una ejecución atribuible únicamente al crimen organizado, su muerte expone una realidad más compleja y perturbadora: en regiones como Michoacán, el crimen organizado se ha infiltrado en el Estado: coexiste y co-gobierna con él. No aceptar esta realidad nos impide avanzar en la solución del problema: alcanzar la justicia y la reparación para los familiares de las víctimas, así como ponerle un alto a la erosión de nuestra democracia, donde el crimen organizado busca imponer su decisión sobre quién gobierna.
A un mes del crimen, ninguna autoridad ha investigado a los actores políticos señalados abiertamente por la familia de Manzo y su movimiento: el diputado federal y exgobernador Leonel Godoy; el senador Raúl Morón, a quien el Tribunal Electoral le canceló la candidatura a la gubernatura en 2021 y quien aspira a competir nuevamente en 2027; e Ignacio Campos Equihua, exalcalde de Uruapan. Las pesquisas estatales oficiales apuntan al crimen organizado, pero la Fiscalía General de la República —la institución competente para atraer un caso de esta magnitud— permanece ausente. Parece no importarle que grupos criminales decidan que un presidente electo por su pueblo no gobierne. En cambio, fueron procesados los escoltas de Manzo, mientras que la Guardia Nacional ha sido blindada políticamente pese a haber estado a cargo de su seguridad en el momento de los hechos. Esto exhibe la selectividad del gobierno federal que parece gobernar solo para su partido.
El joven de 17 años que disparó el arma es el reflejo de una política de seguridad y social fracasadas. Cuando el gobierno federal instauró la consigna de “abrazos, no balazos”, ese adolescente tenía 10 años. Ninguno de los programas sociales, culturales o educativos que el gobierno federal presenta como antídotos contra el crimen logró evitar su reclutamiento. Y no es un caso aislado: se estima que en México alrededor de 250 mil niñas, niños y adolescentes son vulnerables cada año al reclutamiento forzado por grupos criminales. El asesino de Manzo es solo un engranaje más en una maquinaria que opera sin freno, como lo comprobamos unas semanas después con el asesinato del exalcalde de Zongolica, Veracruz, Juan Carlos Mezhua. Así, con la anuencia del Estado, los cárteles han puesto en jaque a la democracia: la elección ciudadana está pasando por el filtro del crimen organizado y cuando no pasa, les matan.
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El homicidio de Manzo “despertó al tigre” (slogan del que ahora el partido oficial pretende apropiarse) por el tipo de político que era Carlos: comprometido con los sectores más golpeados por la delincuencia organizada como campesinos, productores, comerciantes extorsionados, familias de desaparecidos y víctimas de violencia. La movilización que generó su asesinato fue espontánea y amplia y con un reclamo en común: una sociedad cansada de ver cómo las personas con principios y compromiso social son asesinadas con total impunidad y ante la indiferencia del gobierno. El 15 de noviembre salieron a las calles jóvenes de la generación Z, pero también adultos mayores, familias completas, campesinos y trabajadores de la salud, unidos por la indignación frente a un país donde matan y desaparecen por igual a jóvenes marginados, mujeres, servidores públicos, candidatos o líderes sociales.
La respuesta gubernamental evidenció el rostro intolerante del régimen. La movilización pacífica en la Ciudad de México fue recibida con despliegue excesivo de fuerza, detenciones arbitrarias y un cerco policial en torno al Zócalo que anticipaba la criminalización de la protesta. Un grupo de choque operó dentro del perímetro cerrado mientras los contingentes apenas arribaban. A pesar de ello, la jornada del 15 de noviembre trascendió la capital del país: alrededor de 40 ciudades se movilizaron contra la política de seguridad, pero también por el deterioro en sectores como salud y el campo. Las madres y familiares de personas desaparecidas le exigieron a la presidencia romper el pacto con el crimen. Lo que la manifestación develó es que además de oposición partidista, hay oposición ciudadana en México.
El asesinato de Carlos Manzo marca un punto de quiebre. Es la primera gran protesta nacional contra una política implementada desde hace siete años y que ya no puede justificarse culpando a gobiernos anteriores, descalificando a los críticos o sustituyendo la realidad con propaganda. México es muchos Méxicos y no sólo el de los militantes de Morena, y mientras la impunidad siga siendo la norma y la violencia gobierne territorios enteros, las protestas continuarán. El “tigre ya despertó” y no es el que la presidenta y su partido movilizarán por los siete años de transformación autoritaria.
Carlos Manzo y su Movimiento del Sombrero no darán ni “un paso atrás” y estarán no solo en las calles, en las redes, en las conciencias, sino también en las boletas para seguir exigiendo paz, justicia social, reparación, seguridad y que el gobierno rompa su pacto con el crimen.
*Azul A. Aguiar Aguilar es profesora-investigadora en ciencia política en el ITESO y en la Universidad de Guadalajara.
