EL SALVADOR

El espejo salvadoreño

En El Salvador la imagen del orden regresó con una mezcla de promesa y vértigo de la mano de Nayib Bukele. | José Luis Castillejos

Escrito en OPINIÓN el

En El Salvador la imagen del orden regresó con una mezcla de promesa y vértigo. En las calles donde antes reinaba el miedo, los niños vuelven a vender dulces y las madres respiran sin mirar atrás. Esa escena cotidiana, simple y valiosa, es el emblema del cambio que Nayib Bukele convirtió en símbolo nacional.

Las cifras acompañan su discurso. El país que alguna vez encabezó los índices de homicidios en América Latina exhibe ahora niveles de violencia comparables a los de naciones europeas. Las extorsiones han disminuido y los barrios que fueron territorios prohibidos recuperaron el tránsito y la luz de los comercios. Para millones de salvadoreños, el presidente cumplió lo que parecía imposible, devolverles la calma.

Esa transformación, sin embargo, tiene un costo visible. La lucha contra las pandillas se ampara en un estado de excepción que ha permitido arrestos masivos sin garantías procesales. Las cárceles rebosan de rostros anónimos y los informes de organizaciones internacionales documentan torturas, muertes y desapariciones. La paz que se muestra en las calles contrasta con la que se impone entre muros de concreto.

Bukele construyó su legitimidad sobre la eficacia y la estética del control. Desde ahí moldeó un poder personalista. Su partido removió magistrados de la Corte Suprema, nombró nuevos jueces afines y allanó el camino para una reelección que antes la Constitución prohibía. En el Parlamento y en las redes sociales, el mandatario domina el relato. La institucionalidad se volvió un espejo que refleja solo su imagen.

La popularidad de Bukele sigue siendo apabullante. Más del ochenta por ciento de los salvadoreños aprueba su gestión. Muchos lo consideran un salvador moderno, un líder que resolvió lo que décadas de gobiernos incapaces dejaron podrir. Otros temen que esa adoración diluya la frontera entre autoridad y culto. En nombre de la seguridad, el país parece haber entregado el alma cívica de su democracia.

El fenómeno Bukele desborda lo nacional. Gobiernos de la región miran con curiosidad su fórmula: orden sin pluralismo, eficacia con represión, popularidad sin oposición real. Es el nuevo rostro de un autoritarismo carismático que viste traje moderno y habla en lenguaje digital. Desde su teléfono dicta decretos, confronta medios y define tendencias. Su gobierno es a la vez espectáculo y advertencia.

En el terreno económico, El Salvador transita entre el marketing del bitcoin y la realidad del hambre rural. La adopción de la criptomoneda generó titulares y atrajo inversores curiosos, pero poco cambió para el campesino de Morazán o la vendedora del mercado de San Miguel. Las playas de Surf City reciben turistas, los hoteles se multiplican y las cámaras registran progreso, aunque la deuda crece y la desigualdad persiste.

Bukele encarna una paradoja latinoamericana: joven, hábil, autoritario y popular. Representa a una generación que se mueve entre la transparencia del tuit y la opacidad del poder. En su figura conviven la eficiencia del tecnócrata y la devoción del caudillo. Es la mezcla de Silicon Valley con la vieja escuela del mando absoluto.

El Salvador logró vencer a las pandillas, pero enfrenta la sombra de un orden sin frenos. Conquistó la seguridad y sacrificó parte de su institucionalidad. Es un país que celebra haber perdido el miedo, aunque todavía no sabe si podrá conservar la voz.

La pregunta no es cuánto tiempo durará la paz, sino a qué precio tendrá mantenerla. Un país que deja de temer a las pandillas no debería empezar a temer a su propio gobierno. La verdadera victoria no será caminar sin miedo, sino poder hablar sin temor.

Porque la paz, cuando se impone, puede volverse prisión.

José Luis Castillejos

@JLCastillejos