El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo Rodríguez, durante el Festival de las Velas, no es un hecho aislado. Es la confirmación de que en amplias regiones de México el crimen organizado ha rebasado al Estado y ocupa, con violencia, el lugar que deberían sostener las instituciones.
Manzo fue un hombre que incomodó a los poderes de facto. Había denunciado la presencia de campamentos armados y los nexos del crimen con sectores económicos de su municipio. Advirtió sobre el riesgo que enfrentaban los productores locales, sobre el control criminal de los precios del aguacate y del limón. Lo hizo con la voz serena de quien no se oculta. Esa valentía terminó marcando su destino.
Las primeras investigaciones indican que el ataque fue ejecutado con precisión. El agresor sabía dónde estaba el alcalde, conocía los movimientos de su escolta y contaba con una ruta de fuga. Las autoridades locales afirman que dos personas fueron detenidas, pero los indicios apuntan a una planeación más amplia. No se trató de un impulso, sino de una operación coordinada.
Te podría interesar
Surgen preguntas que el Estado debe responder. ¿Quiénes estuvieron detrás del asesinato? ¿Quién dio la orden de disparar en medio de una multitud? ¿Por qué el tirador actuó con la certeza de que sería protegido? Se habla de un complot en el que podrían estar involucrados miembros de su propia seguridad. Falta mucho por investigar y, sobre todo, falta voluntad política para ir al fondo.
Uruapan, motor agrícola y comercial de Michoacán, vive desde hace años bajo el asedio de grupos armados que controlan rutas, cobros y silencios. El crimen de su alcalde vuelve a exhibir esa mezcla de miedo y sometimiento que asfixia a los municipios. Gobernar en esas condiciones es un acto de resistencia, no de poder.
El gobernador Alfredo Ramírez Bedolla debe asumir la responsabilidad política de un estado donde los alcaldes caen asesinados y los grupos criminales dictan las reglas. La seguridad no puede seguir dependiendo de comunicados ni de rondines militares sin inteligencia real. La violencia se ha vuelto estructural porque las instituciones locales están debilitadas y los mecanismos de protección son insuficientes o corruptos.
El homicidio de Carlos Manzo Rodríguez deja una lección dolorosa. Ningún sistema democrático sobrevive cuando sus representantes electos son ejecutados ante la mirada del pueblo. La gobernabilidad se fractura cuando la política se convierte en una profesión de alto riesgo.
México debe decidir si permite que sus alcaldes sigan cayendo o si recupera la autoridad perdida. Lo que ocurrió en Uruapan no puede repetirse. La justicia no consiste en capturar a un sicario, sino en desmontar la estructura que lo ampara. Y eso implica tocar intereses, mover alianzas y enfrentar el poder que mata sin rendir cuentas.
Carlos Manzo no debe convertirse en una estadística. Su nombre representa a todos los que han muerto por defender el derecho de su pueblo a vivir en paz. Su asesinato no sólo hiere a Michoacán, hiere la idea misma de Estado.
