EXCMO. MTRO. DON HUGO CASTRO ARANDA MANDAMÁS DE LA ILUSTRÍSIMA Y BENEMÉRITA
Muy Esforzado y Esclarecido Presidente:
Le tengo una muy mala noticia que, conforme se acerca el momento, tiende a convertirse en pésima: el día de mañana, Donald Trump volverá a tomar posesión o, como dicen allende la línea divisoria, jurará de nuevo el cargo como presidente número 47 de Estados Unidos.
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Eso pone a México en terrible predicamento pues, como han informado hasta la extenuación periódicos y noticieros, el hombre del copete amarillo ha amenazado con poner descomunales aranceles a los productos mexicanos, con salirse del T-MEC, con deportar a millones de compatriotas, con obligarnos a asilar a millones de no compatriotas, con terminar de construir su oprobioso muro, con cerrar los tres mil kilómetros de frontera, con encajarle un impuesto a las remesas, con enviar comandos tipo Rambo para capturar a los líderes de los cárteles, en fin, con darnos una prolongada y sostenida paliza para que nos quede claro quién es quien manda.
Menos mal que somos buenos vecinos y que ya perdonamos (¿?) la interminable lista de agravios que nos hemos tenido que tragar ante el grandulón de la cuadra, quien nos hace bullying del bueno cada vez que se le antoja: con invasiones (Tampico, Veracruz, Pershing), con golpes de estado (el de Victoriano Huerta, incluido el truculento asesinato del presidente Madero), con despojos (primero Texas, luego medio país), para no hablar de la cotidiana humillación de hacer largas colas para que nos nieguen una visa, cuando ellos entran a nuestra casa mostrando su licencia de manejar (ahora necesitan pasaporte para regresar, pero ese requisito lo pusieron los gringos, no nosotros).
Como Su Eminencia de seguro habrá notado, usé interrogaciones cuando me referí al perdón de las ofensas, pues creo que en el imaginario colectivo sigue muy vivo el rencor por el robo descarado de dos millones y medio de kilómetros cuadrados, que entonces equivalían al 55 por ciento del territorio nacional, para lo cual inventaron una guerra injusta, invadieron completo el territorio, mataron a los Niños Héroes, colocaron la bandera de las barras y las estrellas en el asta de Palacio Nacional y nos obligaron a ceder California, Arizona, Nuevo México y Texas, más partes extensas de Colorado, Utah y Nevada, más porciones de Oklahoma, Kansas y Wyoming, a cambio de quince millones de dólares, que pagaron con un veinte por ciento de enganche y el resto en cómodas anualidades.
No por nada, muchos mexicanos celebran la invasión silenciosa que están llevando a cabo nuestros paisanos, reputados con un abanico de términos denigratorios aquí (espalda mojada, bracero, chicano) y allá (beaner, frijolero; spic, término muy ofensivo; greasers, grasientos). A la fecha, la comunidad mexicana suma entre 35 y 40 millones, será pronto la minoría más numerosa de la Unión, y tiene entre inquietos y temblorosos a los supremacistas blancos, entre los cuales hay que apuntar el nombre de míster Donald J. Trump.
Por esa senda, dice la sabiduría popular, vamos a recuperar lo que es nuestro.
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En sentido contrario, como Vuestra Dignidad no ignora, el esposo de Melania ha vertido dos ocurrencias que han tocado las fibras patriotas de nuestro México lindo y querido. Ambas tienen que ver con la geografía política, materia que es de plena competencia de la institución que Usía encabeza, en sus orígenes dedicada en exclusiva a lo que su nombre indica, la geografía y la estadística.
Fundada por un buen presidente mexicano, el médico Valentín Gómez Farías, quien por las tardes abandonaba el despacho palaciego para ir a dar consulta a los barrios pobres (en muchas ocasiones sin cobrar), una de las primeras encomiendas de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística (SMGE) fue dibujar un mapa de México, pues los españoles acumularon durante siglos toda la documentación de la colonia en el Archivo de Indias, aceleraron los envíos cuando se desató la Guerra de Independencia, y dejaron al México independiente con muy escasos expedientes y legajos.
¿Cómo gobernar un país si se ignora el trazo de los caminos, la dimensión de las poblaciones, las instalaciones de los puertos, el emplazamiento de las fortalezas, la productividad de las minas y de la industria?
La tarea recayó en la SMGE, la institución educativa más antigua del país, pues el próximo mes de abril cumplirá 191 años de vida. Algunos despistados sostienen que ese mérito le corresponde a la Universidad Nacional Autónoma de México, supuesta heredera de la Real y Pontificia Universidad de México, que abrió sus puertas en 1553, pero olvidan a propósito que esa institución fue suprimida por el gobierno liberal de Benito Juárez en 1857, y la que hoy tenemos, la Universidad Nacional, fue creada en el régimen dictatorial de Porfirio Díaz en 1910, un paréntesis de medio siglo que cancela y desdibuja el vínculo entre ambas. Por si eso fuera poco, el autor intelectual de la segunda, el ministro Justo Sierra Méndez, desde el discurso inaugural dejó muy en claro que se trataba de una escuela nueva, sin parentesco ni afinidad con su rancia antecesora.
Mas volviendo a las ocurrencias del papá de Ivanka, deseo consultar su parecer sobre la peregrina idea de cambiarle el nombre al Golfo de México, para que en lo sucesivo se llame Golfo de América. No podemos hacer más que un berrinche para atajar esa propuesta pues los imperios, y sin duda Estados Unidos lo es, hace lo que le viene en gana con la toponimia. De hecho, se ha apropiado del nombre de América, vocablo que utilizan para referirse a su país, y que se escucha hasta en la ceremonia de investidura presidencial pues, aparte del himno nacional, suele incluir en el repertorio las estrofas de God bless America (Dios bendiga América) o America the Beautiful (América la Bella).
Con esa misma visión de imperio, los niños que asisten a la escuela en Estados Unidos aprenden que existen siete continentes, pues la National Geographic Society, máxima autoridad en la materia, sostiene que el nuestro debe dividirse en dos: Norteamérica y Sudamérica. A ojo de pájaro, la física y la lógica indican que México se encuentra en el primer bloque, pero es sorprendente la cantidad de textos que mandan a la América Central todo lo que se encuentra al sur del río Bravo o de Tijuana (¡!). Tal disparate, que tiene el claro propósito de señalarlos como un pueblo diferente y elegido, no es tan inocuo: de manera oficial, ha sido adoptado por agencias que se supone deberían cuidar las formas, como la Oficina de Estadísticas de las Naciones Unidas (ONU Statistics).
En resumen, Su Erudición, me temo que si prospera la iniciativa del dueño de Mar-a-Lago y la bravuconada se convierte en ley, es probable que el Golfo de México tenga, no los días, pero si las décadas contadas. Rebautizado como Golfo de América en millones de libros de texto, insertado a la fuerza en mapas y cartas de navegación, repetido de manera apabullante en películas y series de televisión, aceptado en forma mecánica por instituciones académicas y universidades, en fin, impuesto sin contemplaciones por la cultura dominante, a la larga terminará por ser de uso común y (casi) universal, pues no me queda duda que nosotros, por razones históricas y con todo el derecho, lo vamos a seguir reclamando como el Golfo de México.
Pero la propuesta de Trump dista de ser una tontería: es, tan solo, la conducta abusiva y atropelladora del imperio.
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En mi humilde opinión, Vuestra Razón, la otra ocurrencia de Trump tiene mayor calado. Carece por completo de la formalidad de una propuesta, pues tan solo fue una insinuación al paso, vertida en el curso de una entrevista periodística, en la cual insinuó que Estados Unidos subsidiaba a México con 300 mil millones de dólares (y a Canadá con 100 mil), y que en su lógica sería mejor convertirlos en estados de la Unión Americana. Es otra vez la lógica expansionista de los imperios, que en el caso de Donald Trump parece ser una pasión continua y desenfrenada, pues con idéntica desfachatez le ofreció a Dinamarca comprarle la isla de Groenlandia, y con notable altanería amenazó con recuperar, de grado o por fuerza, el canal de Panamá.
No hay nada novedoso en las bravatas del presidente 47, salvo que habría que tomárselas en serio. Así fue cómo se formó Estados Unidos: compraron la isla de Manhattan a los indios canarsie (por el equivalente de 24 dólares), le compraron la Luisiana a Napoleón Bonaparte (por quince millones de dólares), le compraron la Florida al rey español Fernando VII (el mismo a quien el cura Hidalgo le echó vivas en el Grito de Independencia, por cinco millones de dólares), nos compraron medio México por una bicoca (quince millones), le compraron Alaska a la Rusia de los zares (7.2 millones de dólares), y compraron ‘a perpetuidad’ el canal de Panamá, tras fraguar en lo oscurito su separación de Colombia (por diez millones). La verdad, les gusta comprar barato.
Ahora Trump no pretende comprarnos, Su Ilustrísima, sino anexarnos. La sola idea duele más que una puñalada trapera, pero tendríamos que ser muy tontos o estar muy distraídos para no ver en esas palabras un peligro real.
Como nuestro país no ha sufrido cambios territoriales en más de siglo y medio (si exceptuamos la cesión de Belice), los mexicanos modernos nos hemos convencido de que las fronteras son eternas e inmutables, pues el mismo México que conocieron nuestros tatarabuelos es donde nacieron nuestros nietos. Tal vez en eso pensaba un expresidente de corta memoria cuando afirmó, en una de sus mañaneras, que México “ya existía hace diez mil años”.
Mas allá de exponer la penuria de su formación académica, el lapsus de Andrés Manuel nos revela cuánto ha cambiado nuestro país en esos diez milenios, pues propone que hubo un México neolítico, donde tribus aisladas vivían en cuevas en los valles de Tehuacán y las selvas de Quintana Roo; otro México Olmeca, concentrado en las costas del Golfo de México (próximamente, de América); un turbulento y tropical México Maya, que se extendía por el norte de América Central; y un México Mesoamericano, donde los Aztecas guerreaban a placer contra los Chichimecas del norte, los Tarascos de occidente y los Mixtecos del sur.
Tras la conquista, ya con la costumbre europea de definir fronteras, hubo un extenso México dividido en reinos y capitanías, que abarcaba la Luisiana y la Florida, y que abrazaba en su totalidad el Golfo de México; a ese sucedió el México imperial de Agustín de Iturbide, que se extendía hasta Canadá por el norte y hasta Panamá por el sur; luego vino el México que desgobernó Santa Anna, partido a la mitad por Estados Unidos; y al final el México actual, al que estamos acostumbrados, que se extiende desde el Bravo hasta el Suchiate.
Tanto movimiento sugiere que no hay garantías de que el territorio mexicano no se vaya a modificar en el futuro. Y, se lo digo con algo de pasmo y mucho de pavor, en ese futuro tal vez remoto, tal vez traumático, tal vez incómodo, se encuentra nada más y nada menos que nuestro abusivo vecino: Estados Unidos.
¿Anexión? ¿Confederación? ¿Unidad monetaria? ¿Fronteras abiertas? ¿Ciudadanía común? ¿Doble nacionalidad? ¿Soberanía en riesgo? ¿Bloque económico?
Vuestra Erudición tendrá su firme opinión al respecto, pero en mi bola de cristal se acumulan tres sinrazones que tornan inevitable una mayor cercanía. La primera sería la integración económica, que no la detiene ni el Santo Dios, ya no digamos Donald Trump, por más aranceles e impuestos que nos ponga. La ecuación es muy simple: Estados Unidos no tiene nada que le quede más cerca para producir barato, y México no va a encontrar, ni buscándole, un mercado tan glotón e insaciable. La calidad de primer socio comercial de Estados Unidos no es fruto de la casualidad y no va a desaparecer por decreto.
Luego viene el factor llamado población. Obvio, hay muchos cálculos al respecto, pero todos coinciden que antes de que termine el presente siglo, los latinos en Estados Unidos sumarán entre 120 y 150 millones, y de esa total una tercera parte será de origen mexicano (para entonces, el español podría convertirse en segunda lengua oficial). Tan enorme población podría derribar, con su voto (si es que la democracia sobrevive a Míster Trump), muchas de las barreras que actualmente separan a las dos repúblicas.
El último ingrediente me molesta y me perturba, pero no tengo más remedio que anotarlo: muchos mexicanos ya perdonaron las ofensas del pasado y les encantaría ser estadounidenses. No los culpo: perciben un país más o menos organizado, más o menos libre, más o menos respetuoso de la ley, donde se puede prosperar si uno pone cierto empeño, y lo comparan con el desastre nacional, donde priva la inseguridad, la impunidad, la corrupción y el mal gobierno (los cuales, desde luego, nos hacen mucho más vulnerables a la codicia del inquilino de la Casa Blanca). Esa visión puede ser desinformada y acrítica, pero también tendrá su peso en el futuro.
Para terminar esta larga parrafada, Su Merced, déjeme decirle que sólo pensar en que México pierda su identidad, o su soberanía, o parte de su territorio, y para colmo, a manos de Estados Unidos, me pone de un humor de perros. Soy mexicano de muchas generaciones, amo este país hasta la médula, y le pido a la Virgencita de Guadalupe que no me dé vida para ser testigo de tal catástrofe. Mas como bien dice Su Gracia: el pensamiento nunca se detiene, y no es adoptando la política del avestruz, vigente hasta la fecha, como vamos a solucionar nuestros problemas. Con esa pesadumbre, reciba Usía los condolidos y desatinados augurios de