Según la narrativa del presidente López Obrador, México, en su corta vida como nación independiente, ha atravesado por tres grandes transformaciones. Cada una de ellas ha estado acompañada por cambios constitucionales que reflejan las principales características del régimen en turno.
Durante la primera transformación México experimentó tres formas de gobierno y perdió más de la mitad de su territorio. Inició en 1821 con un imperio efímero encabezado por el consumador de la independencia, Agustín de Iturbide. Este Primer Imperio concluyó con la proclamación de una república federal y la promulgación de la Constitución de 1824. En 1836 se adoptó un régimen centralista con una nueva constitución que duró hasta 1846, cuando se restauró la Constitución de 1824. Ese periodo se caracterizó por la presencia de un caudillo: Antonio López de Santa Anna, quien fue presidente once veces, entre 1833 y 1855.
La segunda transformación comenzó en 1857 con la promulgación de la Constitución liberal, que provocó una intensa disputa ideológica, llevando a la Guerra de Reforma y al establecimiento del Segundo Imperio Mexicano. Este periodo trajo consigo la invasión francesa, un nuevo imperio y dos figuras políticas que gobernaron México durante 42 años: Benito Juárez y Porfirio Díaz. Juárez fue reconocido como presidente por los liberales desde 1860 y luego, tras la derrota del Imperio en 1867, se mantuvo en la presidencia hasta 1872, prevaleciendo la Constitución de 1857. Posteriormente Díaz gobernó entre 1876 y 1911, salvo un intervalo entre 1880 y 1884.
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La tercera transformación surgió como resultado de la Revolución, tras la renuncia de Díaz y la usurpación de Victoriano Huerta. En 1917 se promulgó una nueva constitución, la misma que sigue vigente, aunque ha sido modificada más de 760 veces. Esta etapa dejó alrededor de un millón de muertos y consolidó a dos caudillos: Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. Además, dio paso a una dictadura de partido que, según Vargas Llosa, sería conocida como la "dictadura perfecta" del PRI, un sistema que perduró 70 años, caracterizado por presidencias sexenales imperiales. Esta transformación terminó con un breve intento de democracia que duró 21 años.
La “cuarta transformación” está en marcha desde hace seis años encabezada por el presidente López Obrador. Paradójicamente, los cambios más relevantes parecen estar ocurriendo en los últimos días de su mandato, lo que sugiere que estamos ante un proyecto transexenal que podría extenderse durante varios sexenios.
Para coronar esta “transformación”, la presidenta electa, quien controlará los tres poderes federales y la mayoría de los gobiernos locales, podría fácilmente emitir una nueva carta magna, consolidando la visión de país de López Obrador, y cuya influencia política probablemente continúe los siguientes sexenios.
Pero ¿es necesaria una nueva constitución? En la historia de México, las élites gobernantes han tendido a emitir nuevas leyes como si estas tuvieran el poder de transformar el país. Sin embargo, la realidad es que los gobernantes han utilizado las leyes como herramientas para negociar con oponentes o asegurar apoyos.
La frase atribuida a Juárez: "A los amigos, justicia y gracia; a los enemigos, justicia a secas", y la expresión de López Obrador: "No me vengan con que la ley es la ley", ilustran cómo el poder se ha ejercido en México, acomodando la ley a los intereses de quienes gobiernan.
La creación de una nueva constitución o la promulgación de más leyes no cambiaría sustancialmente la realidad del país. En este contexto, quienes necesiten algo del gobierno seguirán recurriendo a la vieja estrategia: "Lo que importa es a quién conoces; la ley y todo lo demás, salen sobrando".
En un sistema donde la corrupción se concentra en pocas manos, las decisiones se simplifican pues se toman en la cúspide. Así se pueden obtener contratos, eludir leyes o asegurar apoyos, algo que no es ninguna novedad.
Quienes sepan navegar este sistema piramidal no deberán preocuparse por los cambios en las leyes anunciados recientemente. Los que carecen de contactos o recursos para mover las cosas a su favor, seguirán estando en desventaja, como siempre.
Más que verdaderas transformaciones, México ha transitado por una constante histórica en la que el estado de derecho es débil, las instituciones son frágiles, y el Estado no ha logrado consolidarse plenamente. En este escenario, los caudillos y los intereses que los sostienen han predominado sobre las leyes y las instituciones.
Las reformas promovidas por el gobierno de la “cuarta transformación” parecen más un retroceso que nos aleja de la democracia y el desarrollo económico. Esto es lo que se vislumbra para los próximos sexenios: un México gradualmente más pobre bajo un gobierno paulatinamente más autoritario y con cada vez mayor injerencia de la delincuencia organizada.