Leí una frase que me gustó mucho escrita en un muro por el movimiento “Acción poética Bolivia”: “Inténtalo una y otra vez hasta que el miedo te tenga miedo”. Me gustó porque pareciera que derrotar nuestros temores es cada vez un asunto de voluntad y perseverancia. La voluntad es fundamental, pero no siempre basta. Las personas padecemos miedos desde pequeñas, no me refiero a ese miedo indispensable como señal de alerta al que más nos vale atender cuando estamos en situación de riesgo, tampoco al miedo producto de un exterior que es, en la realidad, amenazante. Sino a esos otros miedos que nos ocupan en circunstancias de aparente seguridad y cuyas raíces nos son desconocidas.
Miedos leves o intensos, cotidianos, miedos que en ocasiones se desatan sin un estímulo exterior a nosotras mismas y que pueden convertirse en ataques de pánico. Miedos súbitos que detonan un pensamiento más o menos catastrófico y una sensación de desolación y vulnerabilidad profundas. Hay miedos que vencemos, insistiendo, como nos dice el muro: “inténtalo una y otra vez”. Hay otros que son bastante más duros de roer. Pienso en la agorafobia o la claustrofobia. Pienso en una caminata –semejante a tantas otras– en una ciudad que conocemos, un paseo tranquilo a pleno rayo del sol y la súbita irrupción de esa sensación de pánico que ocupa el cuerpo entero como una abducción. ¿Me estaré volviendo loca? Todo alrededor es extraño, ajeno, oscuro.
“Algo” te habita, te expulsa de ti misma, Miras alrededor tuyo y nada sucede en la realidad, pero de golpe la calle, los paseantes, el ruido de los carros se convierten en “entes” amenazantes. El miedo se acrecienta en una vivencia de extravío. Una desconoce lo que es conocido. Tras dos, tres episodios de esta naturaleza es posible que el pánico, ante la sola idea de salir, se instale. Tenemos miedo del “afuera”. De que la crisis nos atrape en cualquier momento y de manera sorpresiva. Comenzamos a vivir en una suerte de cautela que nos impide acercarnos a lo que deseamos o tenemos que hacer. Desarrollamos conductas de evitamiento. Nos perdemos de mucho y no sabemos por qué, convencidas/os de que solo evitar puede salvarnos.
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¿Qué está sucediendo en nuestras vidas? ¿qué nos grita por dentro y no escuchamos y comenzará a manifestarse en circunstancias anodinas hacia las que estamos trasladando otros temores, otras desdichas? Una puede decir y sentir “todo está bien, o más o menos bien”, y, sin embargo, el pánico ante lo desconocido irrumpe en una estación de Metrobús, en un parque. Así nada más. Una de las características es la experiencia de que ese “ocupante” está a punto de dominarnos, nos domina, si su “poder” sigue creciendo nos llevará a la pérdida del control, porque el artero “invasor” tiene el control. Comienza una ruda lucha por recuperar ese control de una misma. Por no perderse.
Recuerdo un periodo de meses de crisis continuas. Intentaba remar en el pasado: ¿qué podía tener esa esquina, ese momento en el cine, ese tramo de avenida para colocarme en un estado de desesperación tal? Me costó detenerme y pensar: ¿qué está sucediendo con mi vida? ¿de verdad, todo está bien o más o menos bien? Me costó aceptar que me encontraba en una relación de pareja inscrita en un intento constante de dominación en la que cada vez mi libertad de hablar, de elegir, de moverme de lugar se reducía más. Me estaba desapareciendo. No aceptaba la realidad porque estaba allí ese otro miedo inmenso: el temor a la pérdida. La aceptación de que un proyecto se caía en pedazos porque se deslizaba paulatinamente hacia lo inaceptable.
Lo que no aceptaba como una realidad en mi vida privada, me atrapaba en el exterior y curiosamente, lo que me ofrecía tranquilidad era regresar corriendo a la casa. Aparentemente, he aquí el comienzo de la negación, la casa era mi refugio. Intentaba mantener contra viento y marea esa fantasía que en algún momento había sido una promesa: el hogar, la pareja como un espacio de solidaridad y de cuidados. Regresaba a tocar las paredes de esa casa como un lugar seguro para no aceptar/asimilar que era justo bajo ese techo que la catástrofe me acechaba. Cuando el duelo por la realidad comenzó y con él, la liberación, mis miedos dejaron de desplazarse. Ya no me acechaban en las esquinas. Ya no eran una “fuerza de ocupación”, un “ente misterioso” que amenazaba con controlarme. Cuando dejé de perderme a mí misma, de extraviarme en una relación, la fobia desapareció.
Claro que la dominación fue un dato persistente en la infancia. Por ello me costó tanto reconocerla. Existen relaciones que te detonan mecanismos remotos que creías superados y, que, en algún lugar han permanecido ocultos esperando que, contra una misma, les demos la “oportunidad” de regresar. Nos ciegan. Por un tiempo. No encienden mecanismos de alerta porque reviven lo ya conocido. Hasta un día. El miedo al exterior y al “ocupante” imaginario eran en una parte, el miedo a la libertad y a los altos costos que había que pagar por recuperarla. Hasta que una entiende y puede transitar que nada, nadie amerita perderse a una misma. Y que, si sucede en nombre del amor, estás justo en la dirección equivocada. Cuando el costo del “amor” eres tú misma, ya no hay amor, ni manera de pagarlo.