Cuando en un país hay tanta gente en precariedad económica y la velocidad de la información altera radicalmente la percepción del tiempo y de lo importante, la discusión sobre órganos constitucionales autónomos, regulación y equilibrios políticos no solo parece irrelevante sino francamente elitista. Sin embargo, no lo es, y tiene implicaciones para los derechos y libertades de las personas en lo cotidiano.
Como mucho de lo que sucede en este sexenio que, por cierto, replica lo que se criticó del Pacto por México, no hay interés real en entablar un diálogo. Parte de la estrategia diseñada desde el Ejecutivo es plantear la desaparición de todos los autónomos como un paquete. Esto impide analizar a cada uno por sus méritos o problemas, pero también refleja que el presidente lo ve como parte de un sistema que él está llamado y votado para desaparecer.
Un elemento para considerar en este debate es la memoria histórica. Hay quienes señalan que, como la mayoría de estos órganos autónomos son del 2014, su desaparición no significa una regresión democrática, pues “antes del 2014 no éramos dictadura y otros países democráticos no tienen esas instituciones.” La falacia es clara. Las sociedades recorren caminos no lineales, hay evoluciones e involuciones en sus procesos históricos, y la democracia y los derechos humanos no se dan de una vez y para siempre. Lo que no existía hace menos de dos sexenios, como es la paridad de género se entiende a la luz de luchas de décadas que dieron pie al voto de las mujeres y continúa con la elección de la primera mujer presidenta en 2024. Pensar una institución o una ley de manera ahistórica, es todo lo contrario a una visión de transformación social.
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Ninguna institución pública es buena o mala por si misma. Por eso, las instituciones deben verse en el contexto al que pertenecen y diseñarse para responder a las problemáticas de las personas a las que buscan servir. Muchos países, se dice, no tienen un INE ni gastan tanto en sus elecciones. Es cierto. Pero no muchos países desconfiaron, tan justificadamente, de sus procesos electorales viniendo de un régimen hegemónico que controlaba la organización y conteo de los votos, robaba identidades de personas fallecidas para incluirlas en el padrón electoral, o en donde los mismos partidos políticos todavía encuentran trampas para violar las reglas que ellos mismos votan: de paridad, de representación, de financiamiento, entre muchas otras.
Muchos países no tienen una comisión de competencia económica autónoma, porque no hay tantos países que, estando entre las quince economías más grandes del mundo sean tan desiguales como México, en donde el gobierno no se atreve a enfrentar oligopolios de alimentos básicos como la masa de Maíz e invita a algunos de sus representantes a ser asesores económicos del poder ejecutivo.
Muchos países no tienen un órgano constitucional autónomo para garantizar el acceso a la información y la protección de datos personales, porque no en muchas democracias del tamaño de la de México aparece un padrón electoral completo en el mercado ilegal y en manos de la delincuencia organizada, hay total impunidad para el mal manejo de datos particulares en manos de servidores públicos y de privados, se oculta información sobre los muertos por Covid-19 o desastres naturales, o una institución como el ejército impone su voluntad, con el apoyo del gobierno, para negar acceso a la información en casos tan graves como desaparición forzada.
Muchos países no tienen órganos constitucionales autónomos para evaluar la política social, porque no todos tienen una historia -aún en marcha- de uso de recursos públicos para fines partidistas.
Muchos países sí cuentan con agencias que tienen fuerza e independencia para regular las telecomunicaciones por ser un sector fundamental para la economía y la democracia, en el que los poderes económicos buscan imponer su voluntad con chantaje político. Pero en México ya se nos olvidó la Ley Televisa y las exigencias del hoy presidente López Obrador de dejar atrás el modelo de comunicación política que derivó en la crisis electoral del 2006. ¿No vemos el poder global de propietarios de medios, ahora también plataformas digitales, que usan herramientas de interés público para la defensa de sus intereses económicos, para su enorme influencia en el debate público y hasta para habilitar la comisión de crímenes deleznables?
En este sentido, la idea de órganos constitucionales autónomos, vistos como sistema, se han planteado como una respuesta, más o menos buena, a la desconfianza e incapacidad del gobierno para gestionar intereses en conflicto y regular temas de alto nivel técnico, al tiempo que deben priorizar el interés público y los derechos humanos.
En el caso de México, es verdad que hoy más personas confían en el gobierno, pero ¿hay más capacidad que antes? Si observamos el debilitamiento institucional en este sexenio, en todos los ámbitos, no es así.
Además, la reforma que busca su desaparición no está planteando que esos recursos sean trasladados a las secretarías que atenderán ahora estos temas, sino que el dinero será utilizado para financiar programas sociales. Es decir, en vez de fortalecer la capacidad financiera del Estado para cumplir todas las obligaciones, la ruta es seguir precarizando el aparato institucional que sostiene servicios y la protección de derechos.
Es cierto que los órganos constitucionales tienen problemas importantes. Por ejemplo, la pérdida de rectoría del Estado en muchos sectores centrales para la economía, la democracia y los derechos humanos. En este sentido, es necesario asegurar que la COFECE y la Secretaría de Economía están alineadas en los sectores prioritarios para el mayor beneficio social. En términos de transparencia, el INAI tiene límites frente a instituciones que niegan la existencia de información, frente al crimen y a las complicidades que operan en el manejo de información privada o espionaje. Esto requiere mejorar el diseño y la colaboración interinstitucional.
También, es imposible negar que la integración de los órganos constitucionales es reflejo de disputas y negociaciones políticas. La negociación política entre representantes populares que piensan distinto, como es natural en un país diverso, no es mala por sí misma. Lo malo es la falta de transparencia en las negociaciones, la falta de reglas -y su cumplimiento- para la selección de perfiles idóneos, la ausencia de evaluación de impacto de las instituciones, y la falta de mecanismos para que, frente a capturas, las y los servidores públicos puedan ser llamados a cuentas.
Ahora bien, visto a la luz de otras reformas como la judicial y el aumento de facultades del ejército, la desaparición de los órganos constitucionales autónomos se vuelve aún más preocupante para la protección del ejercicio de derechos humanos en toda su amplitud, pues son los mecanismos que quedan para que el poder centralizado no se vuelva un poder arbitrario. Los grandes empresarios tendrán siempre el oído del ejecutivo, como se ha mostrado también en este sexenio, pero las personas comunes, no. Para eso, en el fondo, son importantes los equilibrios.
México tiene tan solo 24 años de alternancia política y transición democrática que, sabemos, ha sido lenta y problemática, y está lejos de la consolidación. Por primera vez desde entonces una coalición tendrá mayoría calificada en ambas cámaras, y mayoría en 27 legislaturas locales. 24 años son pocos en la historia compleja de un país y muchos en la vida de personas, familias y comunidades. Las instituciones, sin duda, deben volverse actores no solo de estabilidad sino también más determinados en la facilitación y visibilización del cambio social que esperan las personas.
Estamos ante una paradoja que no ha salido bien en otros contextos: el nivel de apoyo a la democracia es de los más altos en los últimos años, claramente asociado a la aprobación del presidente López Obrador, pero sería ingenuo negar que estamos también en uno de los momentos de mayor riesgo de regresión en los equilibrios de poder e institucionales, y que no sabemos hacia dónde irá esta circunstancia.
Las instituciones democráticas se dan como resultado de disputas sociales que determinan la distribución de la fuerza política de los diversos grupos. Pero no podemos olvidar que deberían avanzar a la par de la evolución de los derechos humanos pues, son estas, con las personas servidoras públicas, las principales responsables de promover, proteger y garantizar el ejercicio de derechos, libertades, justicia y democracia.