Mi papá comenzó a olvidar. A olvidar bastante más que esas lagunas cotidianas que en algún momento de la vida una comienza a decir: “a todas/os nos sucede”. Recordaba lo remoto y su memoria omitía lo inmediato. Nos dijeron que tenía “demencia senil”. Lo entendí como una pérdida progresiva de la memoria que tenía que ver con la edad. Cuando comenzó a ser discapacitante se acercaba a los 90 años. Fue muy doloroso y “lógico”, había vivido muy largo. Fue hasta la semana pasada cuando tuve la oportunidad de entrevistar al médico internista y neurólogo Horacio Sentíes Madrid que escuché por primera vez que la “demencia senil” no existe y que en realidad es una manera sutil de referirse al Alzheimer.
Agradecí que nos hayan ofrecido un eufemismo, no porque escamotear la palabra que nombra la enfermedad cambie la realidad, sino porque el Alzheimer se ha convertido en un diagnóstico demoledor en el que de inmediato se asumen como inminentes una serie de catástrofes que no necesariamente suceden. Sí, es irreversible, pero para cada persona es distinta y como sucede con tantas enfermedades, no hay manera de “adivinar” ni qué se va a perder, ni en cuanto tiempo. Si bien mi papá no podía ya resolver solo su vida cotidiana y tenía episodios de extravío: no saber dónde estaba, no reconocer a algunas personas cercanas, horas de delirio ya muy al final de su vida; también es cierto que hasta el último momento regresó de esos viajes, nos reconocía, aterrizaba en la realidad.
En mayo leí el bello y valiente texto que la científica y académica Mireya Atzala Imaz Gispert publicó en el periódico La Jornada. Escribe que en 2020 comenzó a notar que algo cambiaba en ella, fue diagnosticada con Alzheimer. Cito sus palabras: “Así, junto con mi familia y amigos, empecé un camino de aprendizaje sobre una enfermedad que ha sido condenada a la secrecía y el abandono”. También que ha sido estigmatizada. La brutalidad de la transmisión del diagnóstico que recibió Mireya es un hachazo en el centro mismo de lo que podríamos llamar la más elemental “ética médica”:
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“El primer médico que me atendió me recetó lo siguiente: ‘póngase una pulsera con sus datos de emergencia, haga su testamento y enciérrese en su casa’. En una cita médica pasé de ser una mujer que siempre se ha valido por sí misma a ser infantilizada y reducida únicamente a ser sujeta de cuidados. Sin duda, este parte médico fue desgarrador… “ ¿En qué giros de su vida ese médico dejó de tratar con personas para tratar con cuerpos deshabitados? ¿en qué momento –para el médico– la persona ya no es ella, sino la enfermedad que padece? Y, sobre todo: poner en la mesa la más temible versión de la enfermedad como si el “especialista” tuviera en sus manos una bola de cristal que anticipa los tiempos de la enfermedad y la gran variedad de desenlaces posibles. Un abuso de poder de dimensiones inimaginables.
Mireya decidió jubilarse: “Esa decisión me ha permitido concentrar mis energías y esfuerzos en disfrutar plenamente la vida. A la fecha no llevo pulsera, no vivo encerrada en mi casa y me rehúso a ser desterrada al olvido. En conclusión, con o sin Alzheimer, sigo siendo yo”. Cuando digo que agradezco que con respecto a mi papá nos hablaran de “demencia senil”, lo que quiero decir es que habría sido muy distinto si nombraban el Alzheimer y este daño cerebral paulatino no estuviera sistemáticamente asociado a sus versiones más desesperadas y terribles. Sí, cuando el daño avanzó mi papá se olvidó de cómo resolver mucho de lo cotidiano, pero disfrutaba cantidad de experiencias de la vida y me llamaba la atención que si bien ya no recordaba dónde guardaba sus objetos, jamás se olvidó de pedir su reloj y su cartera antes de salir.
Hasta el final podíamos conversar, le gustaba salir a tomarse su café con su pan dulce todos los días, me contaba de su infancia, de su familia; caía en episodios de angustia intensos de los que afortunadamente salía para decir muy sonriente: “¿vamos a pasear? ¿a dónde vamos? Sucedía que me confundiera con mi hermana. Con alguna broma yo le aclaraba que no era el caso y la conversación continuaba: ya estaba de nuevo hablando conmigo. Se iba y regresaba. Se olvidó de los nombres de mis hijos y no los reconocía porque le dio por imaginarse que seguían siendo niños e insistía que esos muchachos grandes no podían ser mis hijos, pero hasta en su último delirio estuvieron presente el nombre de su esposa y los nombres de sus hijos.
Perdió mucho, si una define “mucho” desde el todo, pero ni remotamente perdió todo lo que anuncia un diagnóstico emitido en los términos ¿sádicos? del que recibió Mireya. Dos días antes de morirse me preguntó si me gustaba mi vida y me dijo que a él le gustaba la suya, que sabía que “me voy a morir en dos o tres días” y que no tenía ganas de que sucediera. Se sentó en el comedor, me pidió que le pasara su cuaderno y su lápiz. Se puso muy triste y desesperado cuando constató que ya no podía escribir (hacía ya tiempo que había olvidado cómo), pero no se le olvidó que a mí me gustaba escribir de él, de nosotros y me dijo: “escribe tú por mí. ¿Vas a escribir de mí? Escribe de mí para que cuando me muera, no me muera completito”.
Tenía 93 años. Parece que el daño tenía ya tenía allí mucho tiempo, pero como bien escribió Mireya, con Alzheimer o sin él, nunca dejó de ser quien era.