“Escribir sobre la melancolía sólo tendría sentido para aquellos a quienes la melancolía satura o si el escrito mismo fuera consecuencia de la melancolía. Trato de hablarles de una agobiante tristeza, de un dolor intransmisible que nos absorbe a veces, y a menudo, perdurablemente, al punto de hacernos perder el gusto por toda palabra, por todo acto, el gusto mismo por la vida”, escribió la filósofa y psicoanalista Julia Kristeva. Hay una nostalgia atravesada, agrego: la de los mundos perdidos porque desaparecieron o porque nunca fueron. Quizá se tiñe de una furia oscura: ¿por qué desaparecieron? ¿Por qué nunca fueron?
Una parte de rebeldía mal colocada que se aferra aún al anhelo absurdo de reinventar el pasado. A las sorpresas desafortunadas que irrumpieron y le dieron un vuelco a la vida. Pero ¿fueron sorpresas? Sí. Brutales. Al mismo tiempo: solo hasta un punto. Sorprenderse implica –con frecuencia– una larga negación de la realidad. Una es responsable de lo que no quiso ver y al mismo tiempo, “no ver” es un mecanismo de defensa en momentos, muy necesario. Colocar lo que está en la categoría de lo “imposible”, de lo “inimaginable”. Ignorar los rencores que se acumulan en una familia, por ejemplo. Pensar que madres, padres, hijas, hijos, hermanas/os se aman, a pesar de todo, porque ¿cómo podría ser distinto?
O, por lo menos, en las familias con relaciones distantes y hostiles, fantasear con que queda algo por preservar: lo rescatable. Hasta que llega la explosión. “Lo que queda” termina por derrumbarse dejando esa intensidad de la pérdida. La melancolía. ¿Por qué no pudo ser distinto? ¿tenía posibilidades de ser distinto? ¿dónde comenzó esa paulatina erosión de los lazos? ¿cómo podría haberse detenido? Allí siguen la playa de la infancia y los discos de cuentos compartidos. Hace tanto. Las tardes calurosas en el parque. La memoria de la bandada de pájaros que ocupa las copas de los árboles a las exactas seis de la tarde.
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“Nosotros los de entonces/ya no somos los mismos”, como escribió Neruda. Esa melancolía que va ocupando la casa. Es una hiedra que trepa las paredes. Una huésped incómoda que inocula un cierto sin sentido a la vida. Una amputación. Eso. Dicen las personas que han perdido un brazo que lo siguen sintiendo. Intentan moverlo. Hay días en que una se despierta y trata de recuperar esa antigua “ingenuidad” que le permitía mantener la desilusión a raya. El problema del estallido es que ya no hay “ingenuidad” posible. No solo, todo lo que lo precedió queda expuesto con impudicia.
¿Cuándo comenzó este rencor que pareciera tan remoto, por lo intenso? ¿qué fue lo que no vi? Lo que no supe escuchar. La melancolía toma la casa con su parte de nostalgia infinita. Algo habrá que aceptar y transitar para salir de ella. Para que no nos acompañe por las calles pegada a la suela de los zapatos. Para que no nos arrebate las palabras y la esperanza y el deseo. Una eligió engañarse. Es un hecho. Tal vez fue solo una forma de sobrevivencia. Tal vez fue un recurso indispensable. Los tiempos cambian. Atravesar el duelo. Casi todo termina por pasar. Imaginar el después para sentir ánimos. La fuerza suele estar adentro de una, es cosa de saber encontrarla.
La realidad ya no puede ni negarse, ni embellecerse. No esa porción de la realidad. Encontrar la fuerza para abrazar lo que nos queda. Y es tantísimo, lo que nos queda. Ya no te quiero, Melancolía. Ya no te quiero.