Pasadas las elecciones de este domingo, una estela de actores pasará revista ante sus audiencias para disculparse. Candidatos derrotados diciendo que, por más ganas que le echaron, no consiguieron darle la vuelta a la elección. Los asesores de esos candidatos derrotados argumentando que los de enfrente traían todas las de ganar. Ciudadanos que no fueron a votar excusándose que tenían otros compromisos más importantes.
Mas hay unos actores que, debiendo pedir disculpas, no lo harán. Entre ellos está el ecosistema de casas encuestadoras que habrá fallado en sus predicciones. Es la misma historia que se repite en cada elección.
Cuando vemos los agregados demoscópicos, es posible pensar que algunas estarán cerca de los resultados que conozcamos la noche del domingo y en días posteriores, pero que muchas otras habrán fallado olímpicamente. Es, en realidad, algo muy intuitivo: resulta imposible que, para una misma elección, se tengan cifras de encuestas tan dispares. Unas dando ventajas amplísimas de veinte o treinta puntos, y otras en donde los punteros están al revés o en condición de empate; todas para el mismo cargo en contienda.
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Si algo ha marcado a este proceso electoral es el uso excesivo de las encuestas como profecía autocumplida de resultados el día de la jornada. Podría cada casa encuestadora anunciar las debilidades de sus mediciones: tasas de no respuesta, metodologías mixtas para completar las muestras, o sospechas de estimaciones poco certeras por complejidades en los levantamientos.
Pero antes de la jornada ninguna precaución importa: anuncian sus cifras y datos como la imagen irrefutable de un futuro previsible, e inundan con titulares periódicos, sitios de internet, documentos de análisis y mensajes en redes sociales. Se atribuyen verdades que, bien saben, podrían no ser compatibles con lo que conozcamos el día de la votación.
Uno de los problemas de las encuestas radica en que muchas se difunden como si fueran entusiastas ánimas de la caridad democrática. Pretenden dar a conocer tendencias de una elección, como si extrajeran un destilado del sentir ciudadano, poniéndolo a nuestra disposición para anunciar las buenas nuevas. Tienen también un mensaje sutil: invitar a la gente a no preocuparse por las propuestas de los candidatos pues ya todo está decidido.
Nada más lejos de la verdad. Todas las encuestas tienen dueños y propósitos, no son ejercicios espontáneos gratuitos. Al contrario: levantarlas cuesta bastante dinero, si es que están bien hechas. Candidatos contratando a sus encuestadores, medios de comunicación pretendiendo vender más ejemplares o recibir más clics, empresas que difunden resultados atractivos lanzando carnadas dispuestas al mejor postor. Ninguna encuesta es, al final, totalmente desinteresada.
Mas al día siguiente de la elección, cuando muchas queden evidenciadas por sus errores, lejos de pedir disculpas levantarán, ahora sí, las precauciones que antes les parecían innecesarias anunciar. “Era la fotografía del momento”, “las encuestas no son resultados electorales”, “nos sorprendió la ciudadanía”, dirán. Lo que no aceptarán es que muchos ejercicios no fueron investigaciones, sino propaganda política pura.
Las que hayan errado por manipular cifras convivirán con las que hicieron mal su trabajo. Ambas debiesen ser exhibidas por perversidad o incompetencia; aunque se nos olvide en las elecciones que sigan por el hambre y las ansias de saber: ¿quién ganará?