Las ciudades se transforman a través del tiempo, cada uno de sus edificios, calles y espacios recreativos son la concretización de la vida social que se gesta dentro de estas. Así, la construcción estética del espacio urbano, su arquitectura, sonidos y decoración, responden a diversos elementos como el uso y apropiación de sus pobladores, los intereses económicos globales y los sistemas políticos que definen el crecimiento y la funcionalidad de las ciudades. En este contexto me gustaría proponer una reflexión en torno a cómo la gentrificación ha modificado el paisaje de la Ciudad de México y qué implicaciones tiene esto para el disfrute de la ciudad por parte de sus pobladores.
Las influencias políticas y económicas a las que se someten las ciudades actualmente están atravesadas por una multiplicidad de elementos como los indicadores globales de competitividad, el neoliberalismo y la globalización. Conforme el mercado genera espacios para los grupos sociales con alta capacidad adquisitiva, se promueve la creación de lugares que responden a un estilo de vida inaccesible para la gran mayoría de su población. Algunos ejemplos de esto son la construcción de plazas con tiendas de lujo, los complejos habitacionales exclusivos, los parques cercados y la priorización de la movilidad automovilística.
Pero, ¿por qué hablar de lucha de clases cuando se trata de un tema de gustos y hábitos de consumo? Porque este complejo proceso de expansión estética de las clases medias-altas que habitan la Ciudad de México va acompañado de la expulsión de los habitantes de clases sociales menores. Un café local que cobraba $20 ahora es un Starbucks que cuesta $80 o una fondita donde la comida corrida costaba $70 se transforma en un restaurante de especialidad que cobra $200 por platillo. Esto es lo que se define como gentrificación.
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En el caso de América Latina, el clasismo que caracteriza a los procesos de gentrificación está también acompañado de racismo, ya que conlleva la jerarquización del buen gusto con base en una estética blanca que es tomada como referente universal para la construcción del paisaje. Como menciona la autora Mara Viveros, en la Ciudad de México y en muchas otras ciudades latinoamericanas, la blanquitud, asociada con las clases altas, genera un modelo ideal a partir del cual se evalúan y clasifican las fachadas estéticas, despreciando las experiencias visuales y sonoras que son generadas por las clases bajas y racializadas que habitan el espacio urbano.
Esto implica entender que no es casualidad que en la alcaldía Cuahutemoc se hayan retirado los letreros pintados a mano en los locales de comida callejera para reemplazarlos por fachadas de color blanco con el logo de la alcaldía o que tampoco es casualidad que en un barrio como Xoco, el megaproyecto de Mitikah haya reconstruido el paisaje de su parque local donde se realizaban las fiestas patronales de la iglesia. Este tipo de ordenamiento territorial que se ejerce sobre la ciudad tiene como referente un estilo arquitectónico y visual blanqueado, el cual se construye en oposición a los referentes estéticos de las clases bajas y racializadas, calificándolos como algo naco o de mal gusto.
El problema acá no es solo el desprecio de ciertos tipos de estética dentro de la Ciudad de México, sino su desplazamiento o erradicación, ya que estos cambios visuales y funcionales del paisaje modifican las dinámicas y la identidad de los lugares. Esto, en consecuencia, propicia la expulsión de grupos sociales que ya no podrán acceder a estos espacios porque su posición económica y su color de piel no se los permite. Por lo tanto, es correcto preguntarse hasta qué punto la gentrificación va acompañada de una constitución estética del paisaje que es parte de una lucha de clases por la apropiación del espacio urbano.
La transformación de las ciudades no es algo malo o bueno en sí mismo, es parte de un proceso histórico que atraviesan todos los conjuntos urbanos. Sin embargo, lo que se debe cuestionar es el clasismo-racismo que se esconde detrás de la borradura de las fachadas nacas, el desplazamiento de los lugares locales de comercio como las fonditas y la semi-privatización de los parques públicos a los que no cualquiera puede acceder. En este sentido, hablar de lucha de clases y racismo no significa antagonizar a un grupo social frente a otro, sino reconocer que existen dinámicas políticas y de mercado que generan la expulsión de ciertos grupos sociales y que, por lo tanto, limitan el derecho que tienen todas las personas para el disfrute de la ciudad.
Referencias:
Viveros, M. (2020). Los colores del antirracismo (en Améfrica Ladina). Revista Latinoamericana, 36, pp. 19-34.
Martha Regina Castro Ochoterena*
Licenciada en sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Actualmente, es estudiante en la Maestría de Estudios Regionales del Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. Entre sus principales áreas de interés se contempla el espacio público, los procesos urbanos y la movilidad cotidiana.